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La amiga.

Hay sol...muchas flores...es verano,
pero de aquéllas ilusiones, junto a mi puerta,
quedó un montón de mariposas muertas,
¡y muchos versos de amor llorado en vano!

Aquellas confidencias fueron el signo de una amistad incondicional. Sus declaraciones nos hicieron entrar en íntimo trato, lo que me hizo temer transitar por un camino de riesgos que podría llevarnos a un nuevo desatino. Inducirnos, incluso, a la intimidad del sexo. Yo temía que esa aproximación nos condujera por una dirección prohibida, principalmente, hacer zozobrar la virtud de ser pareja fiel en mi matrimonio.
Por mi lado, enamorarme de ella me parecía, a estas alturas, imposible. En mí, por lo menos, el implacable desgaste del tiempo había hecho que mis amores por ella se desvanecieran antes mismo que me casara con otra, y no estaba ahora dispuesto a convocar a los fantasmas del pasado.
En mis horas vacías, principalmente, cuando viajo en ómnibus, automóviles o aviones, me sumerjo en largos ratos de silencio, meditando sobre situaciones vividas u otras, que seguramente vendrán. En esas introspecciones tuve muy claro que esa relación afectuosa, resultaría en problemas, conflictos y confusiones. Avizoré que algo iba a salir mal. Estaba consciente, que podría causar un desastre en mi matrimonio.
En mis horas vacías, principalmente, aquellas cuando viajo en automóviles, ómnibus o avión, mis pensamientos se sumergen a meditar sobre situaciones vividas o de otras que seguramente podrán venir, y pensé que nuestra amistad de ahora podría resultar en problemas para mí. Advertía que alguna cosa podría salir mal, aunque que esta no viniera a pasar de una simple relación de amigos, entre dos personas que vivieron juntos su primer amor.
Tomada por el letargo de un abundante almuerzo, ella dormía a mi lado. Pasando por esas circunstancias me atropellaban los recuerdos del tiempo en que casi desfallezco de amores por ella, como si en mi vida solamente sus cualidades tuvieran valor. Como que ella fuera lo único importante. Lo que fue real. Pero, ahora, no debería dejarme atrapar nuevamente por aquellos sentimientos.
Estaba seguro que si algo sentía, no era otro amor que fraternal, amistoso. Entretanto, algo me inquietaba en aquel momento. ¡Quizá el deseo! Mi sexualidad con ella había sido exuberante y por eso, en mi fuero íntimo deseaba vivir nuevamente aquellas sensaciones que marcaron a sangre y fuego mi juventud.
Eso, de alguna manera, me daba miedo. Más miedo todavía sentí cuando me enteré que ella era, ahora, una mujer sin compromiso. Eso sonaba invitante. Un fatal atractivo. Había mucho riesgo. Pero estando al lado de ella era muy difícil superar la tentación. Resistía a duras penas esa infiel incitación para un hombre casado que pasaba en aquel momento por un embotamiento sexual a consecuencia del nacimiento del primer hijo.
El esbelto cuerpo de mi mujer había cambiado. Sus senos se abultaron y el niño se apoderó de ellos. También de sus caricias, ternuras y atenciones. Su barriga antes plana estaba, ahora, estriada y dilatada. Había sumado unos quilos y con eso, emparejado las caderas con la cintura, perdiendo aquella silueta que tanto me entusiasmara.
Era natural y compresible que así fuera. Pero esto me restaba deseos y excitación. Me enfriaba. Circunstancias incontrolables para mí. Tal, la naturaleza humana. Así somos.
Paré de pensar para no confundirme más. Resuelto estaba a compensar lo negativo que veía en el cuerpo de la madre de mi primogénito, por otras cualidades, virtudes y encantos que existían en ella. Sin embargo, estando con Marisa, lado a lado, nuestro pasado me acosaba. Me traicionaba los sentimientos. La emoción de los riesgos que correría, me embrutecía, me enceguecía. El deseo ya justificaba las consecuencias. Mis valores se deslizaban hacia el precipicio de la infidelidad sin que consiguiera detener la caída. Era puramente una cuestión de tiempo.
Las barreras se derrumbaban fácilmente y eso me dejaba confuso y preocupado. Sería algo nuevo para mí vivir un amor adúltero con ella. Eso me entusiasmaba sólo en pensarlo. El deseo de una conquista nueva y prohibida me acicateaba, intensamente.
Estaba ávido de conquistar y ser conquistado. Aquella mujer que otrora fuera mía estaba disponible y más linda que nunca y con un cuerpo que tenía todo firme, bien cuidado y en su debido lugar. Eran un metro setenta y cinco de esbeltez e insuperable encanto que había hermoseado la historia de mi vida, años atrás.
En aquel momento me preocupaba la manera en que miraba la exuberancia de su cuerpo sentado a pocos centímetros del mío, casi tocándose. De una cierta manera sentía miedo. Un gran riesgo por estar con ella y superar la tentación de amarla, hasta mismo tocarla.
Mucho tránsito de camiones reducía nuestra velocidad, y tornaba lento el viaje. El cansancio y los nervios empezaron a pesar sobre y vi que la posibilidad de llegar aquel mismo día a Porto Alegre se tornaba remota. La preocupación tomaba cuenta de mí por tener que pernoctar en alguna ciudad antes de nuestra llegada a destino. Esto propiciaría que mis deseos de amarla pudieran aflorar.
Así ocurrió. En Caxias buscamos el Hotel Alfred para pernoctar. Subimos inmediatamente a reposar, y ella no hizo ninguna objeción por la habitación de matrimonio. Tampoco busqué complicar las cosas, pues estaba agotado y quería reponerme lo antes posible. Ella toma de su pequeña valija su salto de cama y entra a bañarse, dejando la puerta entreabierta, por donde se divisaba su esbelta figura desnuda a través de la empañada mampara de vidrio que separaba el área adentro del cuarto de baño. No demoró en volver. Retiró el salto de cama y discretamente vi que llevaba puesta sólo una corta, reducida y transparente ropa de dormir.
Se acostó sin demora, de espaldas a mí y quedó dormida enseguida. Infelizmente, aun con todo el cansancio no conseguí pegar un ojo. Pasaban por mi mente miles de fantasías y no me conformaba tener una belleza a mi lado sin animarme a tocarla siquiera. Me brotaban las ganas de amar y ser amado. Pero nada ocurrió... No me atreví. Funcionaron los frenos de la conciencia.
Dormimos hasta las ocho de la mañana. Cuando me desperté percibí placenteramente que ella tenía su brazo derecho tendido sobre mi cuello, su pecho caliente y palpitante junto a mi espalda. Mis nalgas estaban recostadas a su pubis. Su pierna derecha en actitud de abandono reposaba tranquilamente sobre la mía izquierda.
Al sentirla recostada junto a mí, piel con piel, pensé que aquello era un sueño, pero cuando me despabilé, me encontré con la prueba más ardua que la vida podría depararme. Conseguir superarla sería una victoria para mi masculina resistencia.
(...)