Red de Literatura y Cine
Edmundo Paz Soldán
Malpaso Ediciones, Barcelona, 2017, 325 páginas.
A tenor de su última pieza narrativa, Los días de la peste, no me cabe duda de que Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) es hoy en día uno de los más sólidos y originales narradores de las letras latinoamericanas. Profesor de literatura latinoamericana en la Universidad Cornell y columnista de algunos de los medios más prestigiosos; representante significativo del grupo McOndo con su primera novela Días de papel (1992); frecuentó así mismo la ciencia ficción con Iris (2014), para sumergirse y sumergirnos en una impresionante novela coral realista, aunque su gran protagonista nos son personas individuales, sino una cárcel, la Casona, situada en Los Confines, una de las regiones más periféricas y apartas de un país latinoamericano, que tiene todas las trazas de ser su país de origen, Bolivia, y de que la cárcel de la ficción se inspira en la de San Pedro de La Paz y en alguna otra de América Latina.
La Casona, más que parecerse a un centro carcelario moderno, se configura, tanto en la realidad como en la ficción, como un barrio marginal dentro de una ciudad, con diferentes niveles de patios en los que el lujo, la libertad y la miseria se reparten de forma desigual. En esos patios, cinco en la novela, modelados en buena medida en los nueve círculos infernales de La Divina Comedia, los presos conviven con sus familias, montan sus tiendas y cantinas, sus restaurantes, algunos de comida exquisita, establecimientos de prótesis dentales y ortopédicas. Por ellos pululan las prostitutas, los perros y los gatos, y los mismos presos pueden salir y entrar, comprar días en el exterior abonando peajes a los pacos (guardianes). Pero lo que más impacta al lector, como en su día impresionó al autor, hasta el punto de originar esta novela tras haberlos visto en un reportaje, es comprobar que un grupo de niños iban al colegio, comían y jugaban al futbol y volvían al hogar, pero su casa era la cárcel de San Pedro en La Paz -la Casona- en la novela-, sin ser culpables de nada. Paz Soldán, según él mismo reconoce, obtuvo así un escenario antes que una historia. Un escenario similar al que seguramente muchos lectores habrán contemplado en el mismo reportaje televisivo que, en su día vio Paz Soldán.
La Casona es un microcosmos representativo, una metáfora de la sociedad. En ella, familias enteras burbujean en cada patio tras haber pagado para alquilar un apartamento o un colchón en un “chicle” (celdas estrechas donde viven hacinados entre quince y treinta personas), sin mencionar los que duermen en la intemperie porque carecen de lo necesario para hacerse con una celda. En la Casona la vida es como agarrarse a la cola de un cometa. Poco a poco y en un espacio temporal de apenas cuatro días, Paz Soldán nos va anegando, ya desde las primeras secuencias, con el ambiente desolado de la Casona, con los cinco patios jerarquizados de menos a más crueldad y opresión -el quinto es el de las mazmorras subterráneas, un cementerio para vivos- y nos muestra sobre todo las relaciones de poder, porque una de las ideas centrales de Los días de la peste es hacernos ver cómo funciona el poder en nuestras sociedades. Ya desde la primera secuencia y en las siguientes ruedas de voces narrativas, se descubre a Lucas Otero, el gobernador, como verdadero rey de ese espacio virulento, y tras él a sus segundos: Hinojosa, el jefe de seguridad, Krupa, el segundo de Hinojosa, el juez Arandia, el prefecto Vilmos. Mas también hay internos que comparten ese poder, como Lillo, un culito blanco, dueño de un departamento de tres ambientes en el primer patio, un restaurante y un almacén en el segundo. Podía además salir a la calle sin acompañantes porque los billeteaba ya que sus “bisnes” le producen suculentas ganancias: el del tonchi (las drogas), el de las putas, el alquiler de los departamentos, cuartos y celdas. O la Cogotera, delegado general de los presos, verdadero dueño del penal y al que sustituirá el Tullido tras ser atacado la Cogotera por la peste. Los que disponen de suficientes billetes para comprar a los padres de una muchacha para que acepten cambiar sus datos de carnet y hacerla pasar de quince a dieciocho años y así poder tener sexo con ella. Ya era apta para el encule. Y en los ínfimos escalones de este poder, los marginales: los mismos pacos (guardianes), presos de los presos, de sus “bisnes”; Antuan a punto de cumplir su condena, pero que prefiere quedarse en la cárcel porque no sabía qué hacer cuando le tocara irse: “Para qué tentar al destino, decía, si todo es bien aquí. Afuera puede ser muy duro. Aquí es duro, pero al menos es conocido”, página 33). La Jovera que se prostituye para comprar tonchi, pero no era tan fácil porque todos querían montarla gratis. O el 43, preso confinado de forma solitaria: lo habían pateado, roto la nariz por haber tocado (violado) a un muchacho. La misma Celeste, esposa del gobernador. También ella se había decantado por el culto a Ma Estrella, la Innombrable, y que, al igual que la gente rica de la localidad, pagaba por adquirir cráneos humanos que requería el culto de la Innombrable ya que eran más efectivos que los de los animales.
Es el espacio, el abismo en el que nos sumerge el autor; y lo hace sin relatar grandes historias, transmitiendo simplemente lo que hacen, piensan o dicen los múltiples personajes: los que tienen el poder y los que lo sufren o simplemente intentan sobrevivir.
Pero la novela no dejaría de ser un espeluznante relato carcelario más, aunque sí muy potente, si el autor no hiciera intervenir a dos disparadores narrativos: el culto a Ma Estrella, la Innombrable y la peste. Ma Estrella es una deidad indígena de origen confuso, una diosa vengativa representada con un cuchillo en los dientes, a la que los presos, y no solo ellos, acatan y acuden cuando el Dios mayor, la diosa pulga, el dios murciélago, los dioses insectos y los dioses animales no les salvan. El culto a la Innombrable fue reivindicándose con el paso de los años como se inventan y reivindican todos los dioses. Como teorizaron Feuerbach y Marx refiriéndose a la religión en general, el culto indígena a Ma Estrella que habría sobrevivido como algo marginal, se reivindicó a partir de la necesidad de la gente, sobre todo de los marginados, los enfermos, los reclusos… que deciden entregarles su fe. Es la droga que duerme a los presos. Hasta que las autoridades, como estratagema para silenciar a la oposición, decide prohibir su culto. Coincidiendo con esa prohibición, estalla la peste: un virus desconocido de forma filamentosa que ataca por igual a presos y a guardianes. Y el enemigo microscópico gana la batalla. Se declara la cuarentena en la Casona, lo presos se rebelan y se desata el infierno. Es el desenlace cuyos detalles no revelaré pero que Paz Soldán resuelve de forma coherente.
Entre las muchas virtudes de Los días de la peste, atendiendo a la trama diegética, destaco el desenmascaramiento de los comportamientos corruptos, tales como los del cura católico que deja venir a los presos a rezarle a la Innombrable siempre y cuando le dejen una moneda de donación. Las autoridades que prohíben el culto a la diosa, están dispuestas a permitirlo viviendo una vida subterránea, la misma vida que llevan los miembros de la administración, incluido el gobernador, que son creyentes de la diosa.
La novela sorprende por una original estrategia compositiva y narrativa: una arquitectura tripartita, cada parte con varios capítulos rotulados por la voz narrativa que da su versión de lo que ocurre dentro y fuera de estos círculos infernales acosados por la peste. Un relevo constante de voces en primera persona o en tercera y cuya omnisciencia multiselectiva permite reflejar de forma convincente y vivaz el pensamiento del personaje y el horror que anida en este microcosmos carcelario. Llama la atención uno de los hallazgos compositivos referente a las voces: un de los personajes, Rigo, habla de sí mismo en primera persona del plural. Lo hace, confiesa el autor, porque pertenece a una religión que busca el borramiento del yo en el grupo.
Es igualmente muy notorio el uso de las jergas, de palabras indígenas y de alguna que inventa el propio autor, porque la forma de hablar es la forma de mirar y de entender el mundo. Así como originales creaciones léxicas, tales como transformar substantivos y adjetivos en verbos (billetear, abuenarse, nerviosear, encalabozar…) cuando lo que se estila es derivar substantivos de los verbos. Un microcosmos infernal en el que no existen contemplaciones, exigía igualmente un estilo de prosa sin adornos ni actitudes contemplativas. Frases cortas, contundentes, ritmo frenético o más pausado en función de la tensión que rodea al personaje que habla o cuyo pensamiento se refleja en estilo indirecto libre. También en esto acierta Edmundo Paz Soldán en esta novela en la que parece no haber salvación: “La nada era nada: no había salvación (podía dudar de todo menos de esta verdad)”, como piensa Usse la criada de la esposa del gobernador.
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“Fuimos arrojadas a un patio y un tal Krupa, piel cobriza y aires de oficial responsable, nos informó que dormiríamos allí a menos que pagáramos. Nuestra voz le dijo es su deber darnos una celda y él se rio, por lo visto no conoces este lugar.
Tuvimos que quedarnos en el patio porque no había quivo y ya debíamos el peaje que se cobraba a los arrestados cuando ingresaban en la prisión. Unas treinta personas arracimadas contra las paredes, algunas en los escalones que conducían al segundo piso. Ronquidos, llantos, gruñidos, ayes. El cuerpo se recostó contra una fuente de piedra agrietada, demasiado inquieto como para intentar dormir. De un corte manaba sangre sobre la ceja izquierda, producto de los zarandeos con los polis. Los murciélagos sobrevolaban el patio, zumbando agitados con su patagia cerca de nuestra cabeza. Grandotes y hocicudos, recordaban a los del hospital de aves, que los doctores a veces operaban pese a que no eran aves.
…..
“No debía haber tocado al muchacho. Lo pateban tanto por eso, todos los días lo mismo. Le habían roto la mano y luego, sádicos, no dejaban que se curara. No querían llevarlo a la Enfermería y cada día venían a arrancarle la venda, doblarle los dedos, sacarle la piel. Estaba todo infectado y llagado, la herida supuraba y olía mal. Era su culpa, pero igual no tenían derecho. Cuando llegó a la Casona le advirtieron que los menores de quince años estaban prohibidos. Esos menores no purgaban ninguna condena, solo estaban ahí acompañando a sus padres, una idea peregrina del Gobernador para mantener a las familias unidad. 43 había cumplido en la medida de lo posible. Las primeras 1440 horas nada, pero luego le ofrecieron uno por abajo por una buena suma. Eso despertó sus instintos dormidos, creía. Uno de ellos, Wuly, tenía carita de ángel y era tan bueno, tan amable cuando se ponía de cuatro. 43 se molestó tanto cuando el cafisho de Wuly le dijo que ya no porque la madre se había enterado. Lo buscó, incansable, hasta que una noche los encontró saliendo del baño. No pudo controlarse, fue como si una fuerza extraña se hubiera apoderado de él para hacerle hacer lo que hizo. Una fuerza extraña llamada arrechera, le dijo Krupa, ¿crees que somos pelotudos? Quizás la culpa la había tenido el tonchi de la noche anterior.”
…..
“La pobreza de Los Confines era tanta que se necesitaban décadas para transformaciones tan dramáticas como las que ocurrían en el resto del país; esa lentitud en el cambio ayudaba a que la élite en el poder neutralizara el carisma del Presidente en sus intentos por hacerse con la provincia. Eso también permitía entender la aparición de Ma Estrella. A la diosa no la guiaba el deseo de un mundo mejor para los explotados; lo suyo era la venganza pura. El juez Arandia no entendía cómo era posible que Santiesteban, la esposa de Otero y otros funcionarios de la administración la siguieran. Quizás no la tomaban literalmente, quizás solo la veían como un salvoconducto pintoresco que les permitía vivir en paz en un lugar hostil.”
…..
“Los pacos recorrían patios y pasillos pidiendo a los reclusos que regresaran a sus celdas para evitar la diseminación del virus, pero apenas se iban volvían salir. Vanos los esfuerzos por educarlos en las medidas necesarias. Quienes se autoaislaban habían aprendido a hacerlo en sus pueblos azotados por plagas, pero otros preferían pensar que la protección de la Innombrable era suficiente para preservarlos, como la reclusa que había llevado a una afectada por el virus a la reunión de su iglesia Ma Estrella es nuestra luz. El curandero abrazó a la afectada y dijo que el virus no existía, todo era un castigo de la diosa por las medidas del Prefecto y los actos homosexuales en prisión. Pidió a los congregados que hicieran lo mismo y la abrazaran. Seguro poco después algunos caerían muertos.”
(Edmundo Paz Soldán, Los días de la peste, páginas 14-15, 63-64, 92-93, 236-237)
Comentar
Peste, terrible mal que tantas muertes causó
Gracias por compartirlo.
Saludos
Ignacio
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