Primera noticia. Madrid. Los indignados ocuparon un hotel clausurado, muy cerca de la Puerta del Sol, y allí asentaron su cuartel general. No se sabe cuándo o cómo serán obligados a abandonar el inmueble. La decisión la tiene que tomar un juez y la burocracia española, como se sabe, es de siestas largas y digestiones complicadas. Uno de los grandes diarios del país le dedica siete páginas a las protestas. Los indignados pululan por diversas ciudades y a veces viajan al extranjero a supervisar otras manifestaciones. A juzgar por los medios de comunicación, parece que es un movimiento que responde y representa al grueso de la sociedad española.
Por su propia naturaleza (anti- establishment, anticapitalista, antiliberal), los indignados se presentan como un grupo contestatario de izquierda que a los viejos nos recuerda una combinación entre el mayo francés de 1968 y el movimiento hippie de aquellos y posteriores años. Para muchos de ellos, la democracia representativa está liquidada. Murió como consecuencia de su incapacidad para generar la riqueza que se requiere para sostener lo que en Europa llaman el Estado de Bienestar. Básicamente: salud y educación gratis (es decir, a cuenta del Estado, que somos todos), más pleno empleo o subsidios prolongados para los que no tienen trabajo.
Segunda noticia. Madrid. Las encuestas nacionales sobre las próximas elecciones de noviembre auguran un triunfo demoledor del centro-derecha. Se pronostica que el Partido Popular obtendrá la mayoría absoluta con cerca de 200 parlamentarios. El señor Mariano Rajoy, un abogado y registrador de la propiedad, conservador totémico del modelo de la democracia liberal, podría ocupar pronto el Palacio de la Moncloa. Los comunistas apenas obtendrán el 3.5 % de los sufragios y los socialistas, que en España son demócratas y hoy gobiernan sin mucho tino y decreciente respaldo, rondarán el 30.
Sospecho que en Estados Unidos sucede lo mismo: hay un divorcio clarísimo entre las imágenes de muchas personas que protestan en las calles y el comportamiento electoral de las grandes mayorías. Si uno se guía por las informaciones de los telediarios o las páginas de los periódicos, parece que el país está a las puertas de una revolución social. Pero si uno toma en cuenta el resultado de los comicios, la conclusión es la opuesta: la sociedad quiere resolver sus dificultades dentro de las instituciones y con arreglo a la ley. Fuera del círculo pequeño y bullanguero de los indignados no existe nada parecido a un ambiente revolucionario.
En realidad, eso es afortunado. Si algo se ha podido comprobar a lo largo de más de dos siglos, es que la democracia representativa, en sociedades gobernadas por constituciones y leyes que limitan el poder de los funcionarios y salvaguardan los derechos individuales, con todos los defectos que posee, es el mejor sistema que se conoce para solucionar pacíficamente los conflictos, renovar las clases dirigentes, transmitir la autoridad, superar las crisis y continuar aumentando el perímetro y la calidad de vida de las clases medias, pese a los obstáculos y contramarchas que a veces surgen en el camino.
Hay dos ejemplos extraordinarios de la capacidad “revolucionaria” de la democracia liberal. Uno es la Inglaterra de postguerra. A partir de 1945, el laborista Clement Atlee sorpresivamente derrotó al conservador Winston Churchill, quien acababa de ganar la Segunda Guerra Mundial, y comenzó una era de estatizaciones y de aumento casi sin freno del paternalismo estatal. Pero, poco a poco, se comprobó que ese socialismo democrático, aun cuando era tolerable y tolerante, y no mataba ni encarcelaba injustamente, conducía a la improductividad y al empobrecimiento progresivo. Había que reemplazarlo. Afortunadamente, dentro de las instituciones y sin violencia, la sociedad rectificó el rumbo y la señora Margaret Thatcher comenzó el desmantelamiento del Welfare State, tarea que luego mantuvo y profundizó el laborista Tony Blair.
El segundo ejemplo es el de Israel, una admirable nación cuyas raíces modernas se nutrían del colectivismo democrático de los kibbutzim, donde la propiedad privada se limitaba a la ropa y a unos cuantos artículos de higiene personal, pero la experiencia fue modificando las creencias y los usos y costumbres de la población, hasta transformar al moderno Israel en una exitosa nación capitalista que incuba y genera constantemente empresas privadas de alto nivel tecnológico –ya hay 10 israelíes que han obtenido el Premio Nobel– que han convertido al país en uno de los treinta más ricos del planeta, pese a que debe invertir en su defensa casi el 8% de su Producto Interno Bruto. Ese revolucionario milagro ha ocurrido paulatinamente y dentro de las instituciones de la democracia liberal, sin necesidad de “indignarse” ni de tomar las plazas por asalto.
Al menos por ahora, no nos alarmemos, la democracia liberal pesa mucho más que el barullo. Democracia sí, bochinche no, parece ser la consigna profunda de los pueblos.
Escritor y periodista. Su último libro es la novela La mujer del coronel (Alfaguara,, 2011).
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