En México y Cuba muchas personas se sintieron defraudadas porque el papa no se quiso reunir con las víctimas de ciertos crueles atropellos. ¿Por qué el papa, en esta oportunidad, esquivó estos encuentros, propios de una institución que tiene entre sus múltiples propósitos compadecer a los que sufren?
La razón principal me la explicó un amigo experto en estos asuntos religiosos: “porque el papa –me dijo– es el CEO (el supergerente, para entendernos) de la más antigua multinacional italiana que existe en el planeta, y tiene que balancear cuidadosamente sus compromisos, sus objetivos y los principios que animan a la empresa que él dirige”.
O sea, Vaticano Inc, con perdón. Desde esa perspectiva, la Iglesia Católica es una enorme empresa de servicios espirituales y asistencia social. Los servicios espirituales, esencialmente, consisten en sostener y propagar una forma de convivencia derivada de las prédicas atribuidas a Jesús de Nazaret, basada en el amor y el perdón que, de acuerdo con las creencias del grupo, permiten alcanzar una placentera vida eterna tras la inevitable muerte física.
Las creencias básicas de los católicos-apostólicos-romanos fueron codificadas en el siglo II en el Credo, una especie de resumen teológico compuesto de doce proposiciones centradas en la divinidad de Jesús. No hay en el Credo la menor alusión a las libertades civiles o a las virtudes de la democracia. Ésas, sencillamente, no eran las preocupaciones principales de los primeros cristianos, ocupados, como estaban, en rebatir los argumentos y las convicciones de otros sectores herejes del judaísmo.
Para seguir con el símil, el CEO de esa empresa, el papa, con su headquarter en Roma, cuenta con una Junta de Directores (el Colegio Cardenalicio, hoy compuesto por más de 200 miembros, cuya más importante función es elegir al CEO), algo más de cinco mil gerentes y ejecutivos regionales (los obispos), unos 410 000 empleados (sacerdotes), 55 000 religiosos adscritos a diversas órdenes, y más de 740 000 abnegadas asistentes (monjas).
Esta impresionante masa de empleados de la “empresa”, de la que derivan sus salarios y diferentes formas de vida, están geográficamente adscritos a 2 775 diócesis, administran una enorme cantidad de templos, edificios, escuelas y museos de todas clases y, al menos teóricamente, guían o sirven a mil cien millones de clientes (fieles) de los que obtienen su sustento. Como cualquier empresa, el objetivo de Vaticano Inc es ganar y mantener nuevos adeptos (salvar almas) en competencia con otras compañías que ofrecen servicios parecidos.
Para poder llevar a cabo la misión básica de la empresa (propagar la fe religiosa) y mantener la gigantesca estructura que le da soporte, fundamentalmente dedicada a enseñar, ayudar a los desvalidos y administrar los sacramentos, el CEO tiene que balancear constantemente los principios, los objetivos de corto plazo y las obligaciones que le impone la realidad.
Es verdad que la empresa, según proclama, está primordialmente sostenida por valores morales, pero ¿qué hace cuando otras fuerzas (los gobiernos totalitarios, por ejemplo) ponen en peligro la supervivencia de la estructura que le permite difundir la fe religiosa que ellos profesan y le proporciona los medios para continuar predicando?
Por solo citar tres ejemplos, ése fue el dilema de Pío XI cuando pactó en Letrán con Mussolini y sus fascistas la creación del Estado Vaticano. Ese fue el conflicto de Pío XII con Hitler y los nazis, con quienes contemporizó o enfrentó tibiamente, hasta donde pudo, temeroso de que un zarpazo los aniquilara. Eso, en alguna medida, explica las magníficas relaciones entre Roma y el franquismo español, por lo menos durante los primeros 30 años de una dictadura que se proclamaba nacional-católica.
¿Cuándo comenzó este enredo entre el catolicismo y los poderes terrenales, entre los valores y un pragmatismo, a veces, amoral? Empezó a fines del siglo IV, cuando el emperador romano Teodosio I estableció que esta vertiente cristiana (había otras) era la religión oficial y única del imperio, y quien no la acatara sería declarado “loco y malvado”.
A partir de ese momento, la Iglesia Católica fue segregando una estructura muy romana acorde con su objetivo de servir al Estado, con los inconvenientes y compromisos que ello conlleva. Han pasado casi dos mil años y no ha podido sacudirse ese primer abrazo. Todavía hoy, el 17% de los cardenales son italianos. Hubo épocas recientes en que eran más de la mitad.
Tal vez es imposible mantener una empresa tan vieja de esas dimensiones sin hacer incómodas concesiones que le permitan sobrevivir. Lo de “París bien vale una misa” también se puede leer por la otra punta. Para dar misa a veces hay que ceder ante París.
Es triste.
Periodista y escritor. Su último libro es la novela La mujer del coronel.
© Firmas Press
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