Carta de Porfirio Barba Jacob


Nueva York, 21 de febrero de 1916

A la señora María del Rosario Osorio de Cadavid a Angostura, Antioquia.
Querida vieja de mi corazón:

En los últimos tres años te he escrito varias cartas y te he enviado varios periódicos en que había retratos y artículos míos, y hasta ahora no he recibido noticia de ninguna clase: tal parece que en lugar de escribirles a seres de este mundo, les hubiera escrito a habitantes de la Luna o Marte. Yo me hubiera desesperado con este horrible silencio, si no fuera porque, después de todo, me queda un consuelo: el de creer que las circunstancias de México, determinadas por la larga revolución de aquel país, han hecho que se pierdan mis cartas, o bien que se pierdan las tuyas. Últimamente escribí de La Habana a Luis Carlos y Manuel Roberto Vélez, a Luis Felipe Trujillo y Francisco Jaramillo Medina, en solicitud de noticias de mi familia; pero de esto hace ya cerca de seis meses, y hasta la fecha no se ha dignado ninguno de ellos a responder mi petición. Yo no creo que cuatro muchachos en la plenitud de la vida se hayan muerto. Sobre todo, que si se han muerto no deberían negármelo, ¿no te parece? Así pues, no sé a qué atribuir la falta de respuesta.

En fin, yo no quiero insistir y allá va esta carta para mi querida vieja, a decirle que no solo me acuerdo de ella, sino que la llevo en mi corazón, junto con la imagen de mi buena tía Jesusa y de todos los muchachos de una y de otra. Ustedes son mi única familia en el mundo, y los recuerdos más gratos y más tristes de mi vida están unidos a ustedes de modo indisoluble.
Las peripecias de mi existencia son incontables. En general debo decir que no debo quejarme de la suerte por lo que se refiere a la salud, pero sí por lo que se refiere a la fortuna. Durante siete años estuve trabajando en México con todas las energías que Dios me dio y logré crearme una buena posición, abrirme créditos y hacer muy buenas amistades; pero vino después la guerra y yo, metido en el torbellino de la política, tuve que correr la suerte del país. Al entrar la revolución de Carranza y Villa, y después de año y medio de agitación y de peligro, tuve que salir huyendo para Guatemala. No necesito decirte que en la fuga perdí todo lo que tenía, es decir, mis libros, que eran más de cinco mil, que me habían costado tantísimo dinero y que representaban mi tesoro. En Guatemala me fue mal, pues apenas pude ganar con qué atender a mis necesidades, y determiné venirme para La Habana. En esa ciudad permanecí varios meses, trabajando con mediano éxito. Me agasajaron mucho, me dijeron “ilustre” en todos los periódicos y me hubieran puesto en un trono si yo me hubiera ayudado; pero en materia de dinero no andaba muy bien la cosa, y como esto tiene tanta importancia en la vida, yo determiné venirme a Nueva York. Y aquí me tienes desde fines del año último. Estoy trabajando y tengo buena salud; pero me aburro bastante a pesar de las mil distracciones que ofrece esta ciudad a los extranjeros.

No puedes figurarte de lo inmensa que es Nueva York. Realmente, la sola ciudad tienen tantos habitantes como toda la República de Colombia; es decir, seis millones. La población es larga y angosta: de norte a sur tiene como doscientas cincuenta cuadras o qué sé yo cuántas más, y todas las calles están formadas por edificios de cuatro, seis y ocho pisos. Hay casas que tienen setenta pisos, a los cuales se sube por elevadores eléctricos. Por todas partes hay tranvías; pero además existen varias líneas de ferrocarriles elevados, que van sobre las casas, y de ferrocarriles subterráneos. Los elevados y los subterráneos tienen rapidez extraordinaria. Yo voy los domingos a visitar un amigo hondureño que vive en la calle 145, y gasto en el viaje 20 minutos, desde la calle 23 que es donde tengo mi residencia. Aquí se trabaja mucho, y por todas partes se ve un brete y se oye un ruido de cien mil demonios. Todo el mundo gana dinero. Hay modo de hacer fortuna en unos pocos años -fortuna grande-; pero esto está reservado a los hombres de espíritu práctico. Los que negocian acciones en la bolsa llegan a ganarse hasta tres millones de dólares en un día. Hay también oportunidades para negocios pequeños, especialmente si se tiene un capitalito. Y en otros puntos de país se ofrecen muchas facilidades para vivir y prosperar. En general, esta gente no conoce la miseria, y es gente alegre, de buen humor y que no se preocupa por el miedo de quedarse mañana sin el pan: el pan no le falta a nadie en Nueva York. Yo estoy escribiendo en un periódico que se publica en español, donde no me pagan sino doscientos dólares al mes. Vivo bien pero no estoy contento; y si no logro mejorar, es posible que me vaya a vivir en La Ceiba, una pequeña ciudad en la costa norte de Honduras, donde me ofrecen buenas condiciones.

Quizá te interesen algunos detalles de mi vida. Tengo un cuarto en la calle 23, entre las avenidas 8 y 7; es decir, en uno de los lugares que aquí se consideran buenos para la gente de clase media. La casa se llama Cabanagh. Yo ocupo la pieza 5 en el tercer piso. Tengo en la misma pieza un cuartito con el inodoro, el baño y el tocador. Hay agua fría y agua caliente todo el día y toda la noche. Tengo luz eléctrica y sistema de calefacción a vapor: muy buenos muebles, mi máquina de escribir (que es como mi brazo derecho, pues con ella gano los fríjoles), teléfono, etc. Pago 10 dólares a la semana. La comida me cuesta seis dólares, en el restaurante que hay en el primer piso de la misma casa.
Ya me voy acostumbrando a las comidas, pero te aseguro que suspiro cuando me acuerdo de nuestros caldos de arracachas con tortilla, de nuestras frituras de cebolla, de nuestras rellenas con cogollitos de mafafa, y de tantas otras cosas. Voy a decirte lo que me dan al desayuno, y así te formarás idea de la alimentación que se usa por acá.

Primeramente sirven un dulce de ciruelas pasas, o bien una fruta parecida a la toronja, pero muy dulce y muy sabrosa. Después viene un plato cocido con sal, azúcar y leche, muy sano y nutritivo. A continuación un par de huevos fritos o revueltos, y dos cosas que aquí llaman chorizos, y que se parecen tanto a los chorizos de allá como se parecen una albóndiga y un ovillo de hilo blanco. En fin, esto no sabe mal. Después dan unos panes calientes que tienen forma de hojaldres, pero que no son tan indigestos: esto se toma con mantequilla y miel de caña de maíz y es muy sabroso. Por último, una taza de café y un poco de crema, es decir, espumas de leche. Queda uno reverendo con semejante desayuno, y en condiciones de esperar hasta la una y media, hora de almorzar. El almuerzo en Nueva York es más ligero, con el objeto de que deje un huequito para la comida que se da a las siete de la noche, y que es más abundante.

Lo que es arracacha, yuca, plátano, mafafa, fríjoles, maíz en forma de arepa o mazamorra; guagua, tatabra, venado y demás aves, no se conoce por aquí. En cambio se come mucha gallina, mucho pisco, mucha torcaz, mucho pichón de paloma y demás cuadrúpedos de pluma.
Con respecto al clima tengo mucho que decirte. No me han tocado en este país ni la primavera ni el verano, sino el fin del otoño y tres meses de invierno. Ahora mismo, mientras te escribo, veo caer por mis ventanas la nieve que dentro de poco habrá cubierto toda la ciudad y los campos vecinos. Cuando está cayendo, parece que estuvieran desplumando allá arriba billones de palomitas blancas y dejando caer las plumitas, o que unos trillones de ángeles se hubieran puesto a rayar la luna con una garlopa y a dejarnos caer las virutas. Estos copos blancos, leves, despaciosos, van formando una capa que a veces llega a tener hasta una vara de espesor: cubren los techos de las casas, las escaleras, las cornisas, los alares, el techo de los tranvías. Los árboles quedan como forrados de un raso blanco, tan lindos que cuando uno los mira dan ganas de llorar. La nieve es blanca como debe ser el alma de la Virgen María, pues no hay otra cosa con qué compararla. Es como un aserrín de la luna. Es blanda cuando acaba de caer, tan blanda como un colchoncito de querubín enfermo.

Produce por la noche un resplandor muy suave. Vista en el campo, en una llanura, presenta una superficie tan tersa que ciega los ojos. Salir a la ciudad después de una gran nevada, es lo más admirable que hay. Le parece a uno que es un día de Corpus, y que todos los vecinos se han puesto de acuerdo para engalanar sus casas forrándolas en raso de seda blanca. Después la nieve comienza poco a poco a endurecerse y a convertirse en hielo; viene el tráfico de las gentes, y la nieve que está abajo se ensucia y se pone fea. Todo el mundo está atareado quitándola con azadones y escobas de las cornisas y las puertas, de las escalas, del frente de su casa. Aquí en Nueva York, el municipio pone doscientos cincuenta mil hombres con carros y tranvía a quitarla de las calles para que la gente pueda caminar. Cada nevada le cuesta a la ciudad tres o cuatro millones de dólares. El frío atormenta mucho y tiene que ir uno forrado por dentro en lana.
(…)
Una cosa que el principio me molesto mucho fue el idioma. Lo que yo sabía de inglés era tan poco que no me sirvió de nada, y por más de un mes estuve como mudo, necesitando siempre de un amigo para hacer las compras, para pedir la comida, para ir de un lugar a otro en esta inmensa Babilonia. Poco a poco he ido dominando las dificultades, ahora hablo inglés, si no muy bien, por lo menos lo bastante para hacerme entender. Espero que dentro de seis meses, si es que no me voy a Honduras, habré dominado el idioma casi por completo. En cuanto a escribirlo correctamente, lo creo imposible: estoy ya muy viejo para cabrero.
No creas, sin embargo, mi querida vieja, que soy feliz. Me hacen mucha falta afectos, pues he permanecido soltero y ya creo que moriré solterón. Paso días de una soledad terrible, y por la noche me asaltan pensamientos desolados. Comprendo que me voy envejeciendo: ya no tengo aquella inquietud, aquella travesura y aquella movilidad que tenía y que me duraron hasta hace tres o cuatro años. Se va uno apagando. Muchas veces, innumerables veces, sueño con mi mamá Benedicta y despierto llorando.

En fin, la vida es triste; los afectos más caros se nos van porque la muerte se los lleva, y no nos queda más consuelo que el de las lágrimas. Ahora voy a concluir esta carta pero es con la exigencia de que no sólo tú me escribirás sino que harás que tus hijos me escriban ¿No soy también tu hijo, y ellos no son mis hermanos? Cuéntame tú y que me cuenten ellos qué es de su vida. Dime cuáles se han hecho agricultores, cuáles son negociantes, cuáles se han ido de tu lado. No olvides que si algún día alguno de ellos viaja y viene a este país o va a otro donde yo esté, cuenta conmigo como contaría contigo misma. Yo soy un hombre desinteresado, generoso, y la vida me ha enseñado que un afecto de familia vale más que todas las riquezas del mundo.

Se me quedan muchas cosas por decirte, pero creo que estarás cansada de leer esta carta tan larga. Adiós, recibe un apretado abrazo y ruega al Ser Supremo por mí. Y no desesperes de volver a verme, porque no es difícil que dentro de uno o dos años, o quizá antes, vaya a establecerme y a vivir en Medellín. Si puedes, mándale esta carta a mi tía Jesusa para que ella llore otra vez por mí, y vea que nunca la olvido, y que su amor está vivo en mi corazón. Ella y tú son las personas a quienes más quiero en el mundo después de aquel dos de diciembre en que se fue para siempre la dulce Benedicta, la que era madre común de todos nosotros. Ahora, voy a llorar por ella, por ti, por mi tía Jesusa y por todo lo que está allá lejos. ¿Qué ha sido de Teresita Jaramillo Medina? ¿Se casó? ¿Con quién? Señora Doña Rosario: ya sabes que se prohíbe morirse sin volver a ver al sobrino a quién le ponías la bata “gulunga”. ¿Te acuerdas? Tu viejo, que ya está viejo y triste,
Miguel Ángel.

* En esta carta a su tía paterna Barba Jacob, con apenas 32 años, tiene por momentos el tono del anciano fatigado. A veces parece un padre que explica los secretos de otro mundo a un remitente infantil y a veces parece un niño que pide llorar en compañía de sus mayores. Y como siempre debe haber una farsa. Según Fernando Vallejo, recolector de las cartas del poeta, los cinco mil libros que perdió eran solo un invento. Además, no tardó uno o dos años para volver a Medellín sino doce.

Posted by Blanca Irene Arbelaez

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