Se despertó en medio de la noche, sintiendo como si lo hubieran llamado. Asombrado, se sentó en la cama y prestó atención a los sonidos de la calle; ningún ruido perturbaba la quietud. A su lado, Amelia dormía profundamente, con un roncar acompasado. Suspirando ruidosamente, se levantó para ir al baño. La luz le hirió los ojos, haciéndole cerrarlos y abrirlos alternadamente hasta conseguir soportarlo.
Orinó largamente, semidormido, sentado en el inodoro.
Volvió a la cama tropezando con todo y se tiró en ella, retomando el sueño casi al instante.

Nuevamente lo sobresaltó el llamado, despertándolo. Mas no lograba detectar de dónde provenía. Envuelto en los vapores del sopor que lo dominaba, fue a la habitación donde descansaban los niños. Talvez habrían sollozado en una pesadilla, o pedido agua...
Encendió la luz del velador, y a la suave vislumbre pudo ver los infantiles rostros dulcemente sumidos en sus sueños. Los quedó contemplando con ternura. Acomodó sus frazadas y los besó, antes de apagar la lámpara y regresar a su dormitorio.
Se tendió en la cama, pero esta vez le costó hallar el descanso. Algo lo inquietaba, despertándolo cuando mejor dormía.
Encendió un cigarrillo y comenzó a fumarlo lentamente, buscando tranquilizarse.

La casa nueva. Al fin tenían su casa propia, nueva, recién terminada para ellos. El olor a pintura y pegamento todavía se percibía en ella, a pesar de haberla aireado lo más posible. Pero a él le gustaba sentir ese olor metiéndosele en la sangre, transitando sus entrañas. Demasiados sacrificios, demasiados sueños estaban mezclados con los ladrillos con que la habían construido.
El silencio alrededor y adentro era total... ¡tanto desear la paz y el silencio y aquí lo tenían sin medida! Apretó la colilla contra el cenicero, sonriendo satisfecho, y se cubrió para dormir, apretándose contra el cuerpo de Amelia que murmuró algo ininteligible sin despertar.

Nuevamente la llamada lo sacó violentamente de su sueño, pero esta vez pudo oír claramente la voz de la pequeña Ossy que gritaba desesperada: ¡Papito! ¡Papito!.
En dos zancadas estuvo junto a la camita de Ossy.
La niña continuaba en la misma postura, sin el menor asomo de haber interrumpido su sueño.
Se pasó la mano por el pelo. El sudor helado lo mojaba entero.
--- Debo haberlo soñado. ---se dijo, dándose aliento.
Miró la hora en el reloj de la flamante cocina: tres y diez de la madrugada.
--- ¡Mierda! Parece que esta noche no voy a poder conciliar el sueño. Debe ser el cansancio... me agoté con el traslado y eso es todo lo que pasa.
Se paró frente a la ventana del dormitorio de los niños a mirar el amplio patio con el jardín prolijamente diseñado por Amelia. La luz de la luna le daba un aspecto irreal, con sombras movedizas que se prolongaban y juntaban formando macizos que cambiaban de forma caprichosamente, al empuje de la suave brisa nocturna.
--- Esta es una noche para gozarla, no para dormirla...
Corrió las cortinas de delicado voile y se cercioró que la ventana estuviera seguramente cerrada, antes de volver a su cama.

Amelia había cambiado de posición durante el sueño y se la veía tan hermosa al suave resplandor lunar que la iluminaba sutilmente, dibujando con un perfilado sensual sus marcadas curvas, acentuadas por la maternidad.
La besó con suavidad en el cuello y se metió en la cama. Amelia se movió, hablando en ese extraño idioma en que hablan la mayoría de las personas cuando lo hacen durante el sueño.
Prendió otro cigarrillo y comenzó a recordar cuánto había soñado ese momento, ese tener su casita lejos del bullicio del centro de la ciudad, con su jardín, un asador... ¡un perro!... y ahora lo tenía todo, menos al perro. Pero ya el Julio Lazcano le iba a traer un ovejero alemán, hijo de la Daisy… ¡hermosa picha la Daisy! Ojalá que le consiguiera una perrita… son más fieles, mejores guardianas y cuidan a los chicos como si fueran sus cachorritos. Pensó en sus propios cachorros con ternura: ese día se habían portado de manera insoportable, sobreexcitados por el cambio.

Apretó el pucho contra el fondo del cenicero y se acomodó para dormir.
--- Tengo que bajar un poco el cigarrillo... éste será el último. ¡Lo prometo! Casa nueva, vida nueva... --- miró el cuerpo semidesnudo de Amelia, tendido a su lado --- quizás hasta me anime y le proponga a mi flaca que tengamos otro hijo... pero voy a esperar a que despierte, porque si la llamo ahora para proponérselo, lo más probable es que me muerda en vez de besarme.
Se acostó de espaldas a Amelia y al cabo de un rato había retomado el sueño.



Se vino a sentar de un salto en la cama, dando un grito ahogado. Alguien había entrado a la casa, estaba seguro: el estruendo de un tropezón dado contra una silla metálica de la cocina lo había alertado. ¡Y Amelia ni enterada, dormía como si nada! ¡Envidiable el sueño de la flaca!
Buscó algo para defenderse, lo único que encontró fue la banqueta del tocador. La cargó en una mano, y --descalzo y sin encender ninguna luz—caminó con sigilo hasta la cocina.
El corazón le dolía en la boca y su respiración le sonaba como trompetas en el silencio cortado tan sólo por el suave ronroneo del motor de la heladera. Al cruzar por el dormitorio de sus hijos, se deslizó en él como había visto hacerlo a Arnold Schwartzetneger en Mentiras Verdaderas y –comprobado que todo estaba en orden—siguió su sigiloso deslizarse en dirección a la cocina.
Avanzó de un salto hasta el interruptor de la luz y con un golpe seco la encendió.
La escena que iluminó lo dejó desorientado: no existía el menor indicio que alguien pudiera haber entrado a la casa, a no ser que lo hiciera por los tres milímetros de separación de abajo de la puerta.
¿Otra vez lo había soñado? ¿Qué le pasaba esta noche que no conseguía mantenerse dormido?
Todavía no eran las cuatro de la mañana, pero tenía claro que tenía apenas un par de horas para descansar. Había quedado en ir a buscar las últimas cosas a eso de las ocho de la mañana, y de ahí le llevaría la camioneta de regreso al Loco Arteaga que se la había prestado haciéndole mil recomendaciones. Observó hacia el garaje para asegurarse que estaba bien, bebió un vaso de leche y se encaminó de regreso a la cama.
“Esta noche dormiré como muerto”, había dicho al acostarse y, sin embargo, aquí estaba: cayéndose del sueño y sin poder hilvanar media hora de descanso.
Con una mezcla de rabia y de alivio, sintiéndose un poco estúpido, retornó a la habitación dando gracias que Amelia hoy tuviera el sueño extraordinariamente pesado y no lo pudiera ver haciendo el ridículo.
Su mano fue --más por inercia que por real necesidad—hasta el paquete de cigarrillos que mantenía sobre la mesa de luz. “No”. Se dijo firmemente, recordando lo que se había propuesto rato antes, y lo abandonó antes de sacar uno. Sintió que la boca se le resecaba y se asfixiaba. “No me va a vencer, lo voy a hacer. Voy a dejar de fumar.”
Se quedó dormido profundamente. El cansancio lo dominaba a tal punto que ni las ganas intensas de un pucho lo iban a seguir desvelando.


En medio de las brumas que lo mantenían cautivo, sintió el deslizarse a su lado del cuerpo –áspero, raspante—que se metió en la cama. Sumido en la semiinconsciencia, intentaba despertar sin conseguirlo. Quería gritar y ningún sonido cruzaba su laringe. Un miedo creciente hasta llegar al pánico lo atenazaba, sin darle respiro. Amelia se dio vuelta en la cama, y el movimiento lo ayudó a despejarse. Un rápido siseo y el golpe seco al dejarse caer al piso del visitante nocturno, lo terminaron de sacudir. Encendió la luz, gritando aterrado. Amelia se sentó asombrada en la cama:
--- ¡Pablo! ¿Qué te pasa?
--- ¡Una víbora! ¡Se ha metido una víbora en la casa y ha estado en la cama! --- tartamudeó, de pie sobre la cama, presa del más crudo horror --- ¡No podía dormir, porque presentía que había “algo malo” dando vueltas por la casa! ¡Y se metió en la cama...! ¡Aquí...! ¡Aquí...! ¡A mi lado! ¡Qué asco!
--- ¡Dios mío! ¡Los chicos! ¡Los chicos! ¡No los vaya a picar!
Los chillidos de terror de ella se confundían con los gritos destemplados de él.
Sin bajarse de la cama Pablo se aproximó al borde, agachándose para mirar abajo. No había absolutamente nada.
--- No está... ¡se ha ido! ¡no está! --- dijo, al borde del desmayo.
--- ¡Los chicos! ¡Los va a picar! ¡Y dicen que saltan varios metros! ¡Dios mío! ¡Lo ví en una película, ví cómo saltaba y picaba a todos!
Y, venciendo el espanto que la bloqueaba, corrió descalza al dormitorio de los pequeños; al llegar junto a ellos, los levantó dando alaridos y aterrando a los chicos ante el inusitado despertar.

El pandemonio desatado era indescriptible, generando una escena de tétrico grotesco: Amelia, parada arriba de una de las camitas, cargaba en un brazo a Ossy, y apretaba contra su cuerpo --casi asfixiándolos --a los mellizos Lautaro y Laureano. Los tres niños lanzaban chillidos aterrados, sin saber de qué se trataba el asunto. Amelia gritaba histéricas órdenes a Pablo que, en calzoncillos y calzado con las altas botas de jardinería, buscaba moviendo las cosas con la escoba y dando saltos a los lados intentando esquivar los supuestos ataques de la serpiente, mientras contestaba a grandes voces a su desolada mujer.
--- ¡El teléfono! ¡Buscá el celular y llamá a los bomberos! ¡llamá a los bomberos! --- le gritaba ella, alzando la voz por encima de los gritos de los hijos hasta convertirla en un hiriente aullido.
--- ¡Quedate tranquila! ¡Quedate tranquila! ¡Atendé a los chicos, que yo me encargo!
--- ¡Haceme caso: buscá el celular... creo que está en la cocina ... ¡Y llamá a los bomberos!!
Pablo se quedó quieto un rato: ¿la cocina? ¿ir de nuevo a la cocina? ¿y si era allí donde estaba la maldita, y la encontraba y ella lo sorprendía y lo picaba... y se moría... y se moría irremediablemente, justo ahora, que tenía la casa?
--- ¡Andá a la cocina a buscar el celular y llamá a los bomberos, rápido!

Venciendo a duras penas el miedo que lo ahogaba, y moviéndose con la escoba como si de un palo de esquiar se tratara, avanzó hacia la cocina. El celular se hallaba sobre la mesa, abandonado y frágil, con su lucecita roja mirando al techo como un ojo insomne. De un manotazo lo tomó, apretó la protectora escoba contra su axila izquierda y sin dejar de mirar alrededor, intentando no ser sorprendido por la invasora, marcó febril el 100. Casi inmediatamente una voz cálida se escuchó del otro lado de la línea:
--- Buenas noches... oficial Jiménez a sus órdenes... ¿en qué puedo ayudarle?
--- ¡Una víbora! ¡Una víbora! ¡Una víbora! --- la voz le brotaba a borbotones, sin lograr aclarar los conceptos.
--- Tranquilícese, amigo... mantenga la calma y explíqueme: ¿está usted seguro que hay una víbora cerca suyo? ¿Podría decirme cómo es y dónde está?
--- No... no la he visto... pero se me metió en la cama... ¡en la cama!
--- ¿En la cama? ¡Por Dios, qué horrible! Mire, no haga nada... no intente nada... ¡espere que ya vamos para allá! ¿hola? ¿me oye?
--- Sí... sí... los espero... ¡los espero! --- dijo, temblando frenéticamente y cortando la comunicación casi al mismo tiempo que hablaba.

Volvió a la pieza donde se refugiaba toda la familia, diciendo, mientras se paraba sobre otra camita:
--- Ya vienen... ya vienen para aquí...
--- ¿Les diste bien la dirección? ¡Mirá que es bastante complicado hallar la casa, lo que estamos casi aislados! ¡debiéramos prender todas las luces, para que se guíen!

Pablo había quedado colgado de lo primero que le dijo Amelia: “la dirección”. Él no recordaba haberle dado ninguna dirección a los bomberos... ¿cómo podía ser tan estúpido?
Sin decirle nada, se fue de nuevo a la cocina para llamar por teléfono sin que Amelia se diera cuenta de que lo hacía. No tenía ganas de soportarla burlándose de él cuando todo pasara y recordaran esto como una anécdota más.
--- Buenas noches... soy el oficial Rodríguez... ¿en qué puedo ayudarlo?
--- Oficial: yo hablé con usted hace un rato... el de la víbora en la cama... ¿se acuerda?
--- Por favor, señor... si puede hablar más alto, se lo agradeceré. No lo puedo entender.
--- Digo que yo soy el que habló con usted hace un momento, nomás... eh... el señor de la víbora en la cama... ¿se acuerda, no?
--- ¿Cómo dice...? ¿de qué víbora en la cama me habla?
--- ¿Ya se olvidó? ¡¡Pero si me aseguró que ya venían para aquí!!
--- ¡Ah, sí... entiendo... usted debe haber hablado con otro oficial... --- y alejando la boca de la bocina, gritó--- ¡¿Alguien atendió un llamado de un tartamudo que tiene una víbora guardada en la cama?!
--- ¡No soy tartamudo! ---dijo, tartamudeando lamentablemente--- lo que pasa es que estoy nervioso... y la víbora yo no
--- Oficial Jiménez a sus órdenes... ¿qué le puedo ayudar, amigo?
--- Vea, oficial... yo hablé hace rato con... creo que con usted... no sé... y no sé si le di la dirección de mi casa... no sé, vea...
--- Correcto. Usted se comunicó con quien habla y no le proporcionó los datos referentes a su domicilio. Por ende, no pudimos asistir al siniestro al que fuimos convocados, por cuanto pusimos en marcha el equipo de oficiales especialmente adiestrado para enfrentar siniestros de esta naturaleza y luego de cierto tiempo de avance, nos damos con la ingrata sorpresa de no conocer el domicilio declarado de la o las víctimas del ofidio.
--- Bueno. Anote. Anote, por favor
Le indicó minuciosamente cómo llegar hasta su casa en medio de los gritos con que Amelia lo llamaba desde la pieza, preguntándole qué hacía que no volvía y porqué los había dejado solos y si ya había encendido todas las luces.
Entró más tranquilo, con aire casi triunfal a la habitación.
--- Ya vienen los bomberos. Me han dicho que no hagamos nada, que no intentemos nada y que esperemos.
--- ¿Porqué volviste a llamar?
--- ¡¿Yoo?! ¡Noo! ¡Eso me lo dijeron cuando llamé la primera vez...!
--- ¡Pablo! ¿Porqué volviste a llamar? ¡¿Te habías olvidado de darles la dirección, no?!
--- ¡¡Pero por quien me has tomado!! ¡¡Yo no me olvidé de nada!!
Pronto estaban enredados en una discusión, casi olvidados del tema que los mantenía despiertos, gritándose de camita a camita, en medio de los gritos de miedo de los chicos.

El ulular de la sirena invadió la gritería, llegando a cubrirla.
--- ¡¡Llegaron los bomberos!! ¡¡Llegaron los bomberos!!
Los cinco comenzaron a saltar en las camas, movidos por la alegría: ya se sentían protegidos y liberados de la maldita víbora.
Olvidados de toda precaución corrieron hacia la calle a recibir a la brigada salvadora. Pablo había encendido todas las luces, incluidas las del baño de servicio y las de las lámparas de noche. La vivienda se hallaba iluminada como para una fiesta y fue este detalle el que guió a los bomberos, sin dudar, a su objetivo.
Pablo fue el último en abandonar la casa y cerró la puerta a sus espaldas. Los tres niños y Amelia gritaron casi en coro:
--- ¡No tenemos las llaves! ¡No cierres!
Demasiado tarde. La traba de seguridad ya estaba accionada y toda la familia y sus esperados héroes se encontraban en la vereda, mirando a Pablo con ojos asesinos.
--- El cerrajero más cercano está a algo así como... a media hora de aquí... --- dijo, como si se estuviera justificando.

El jefe del equipo no contestó y regresó al camión, volviendo casi en el acto blandiendo una hachita en la que se clavaron los ojos desvelados de los habitantes de la recién estrenada casa.
Pablo y Amelia, rodeados de sus tres hijos lo acompañaron con la mirada, y la boca abierta por la sorpresa.
Lautaro miró a Laureano y le explicó en su media lengua:
--- ¡Qué índo! ¡Agoga va´cer como en las pilícula! --- y haciendo el ademán con los bracitos--- ¡¡pum, pum, perta!!--- y comenzó a reír contento, acompañado por su gemelo.
Ossy escuchó la opinión de su hermano y se bajó de los brazos maternales, echando a correr en dirección al oficial para tener una mejor ubicación ante el inminente destrozo de la puerta.
Uno de los oficiales detuvo a los tres niños, llevándoselos de vuelta a sus padres:
--- Por favor, atiendan a los chicos y no los dejen acercarse. Puede ser muy peligroso. Nosotros nos encargamos. No se preocupen de nada.
Amelia tomó a sus hijos de manos del bombero sin responder una palabra. Parecía haber perdido la capacidad de comunicación o que se hallara hipnotizada, mirando fijo a la puerta, a punto de derrumbarse por los violentos y precisos hachazos que recibía de parte del diminuto pero fornido agente.

No hablaron una sola palabra durante las dos horas y media que duró la minuciosa inspección realizada por los expertos. Amelia estaba sentada en el interior de la autobomba con Ossy dormida entre sus brazos; los mellizos peleaban a gusto por “manejar” el camión bombero sin que su madre los frenara y Pablo dormía profundamente, sentado en el estribo del mismo con la cabeza apoyada en el rollo de la manguera.

Finalmente regresaron los hombres, dando por terminada la minuciosa inspección. No había el mínimo rastro del animal. ¿Estaba seguro de que había estado metido en la cama? ¿Cuándo lo vio y cómo?
--- Yo había logrado adormecerme, después de sentir mil ruidos que me despertaron toda la noche, cuando sentí clarito, clarito, a la víbora cuando se deslizó en la cama a mi lado. No podía llamar a mi mujer, que estaba profundamente dormida a mi lado, pero cuando ella se movió, la bicha se bajó de la cama y ahí la perdí. ¡Puff! ¡Desapareció la hija de mil puta!
Los ojos de Amelia echaban chispas, su rostro se había crispado y tenía un tono carmín violento:
--- ¡¡Lo soñaste!! ¡¡Lo soñaste!! Y todo este destrozo por una estúpida pesadilla tuya...
--- ¡¡NO!! ¡No lo soñé, estoy seguro!
--- ¡¡Lo soñaste!! ¡Lo soñaste, pelotudo! --- el tono era sibilante, amenazador.

Pablo miró a todos con asombro: ella jamás lo había tratado así. Los hombres le dieron la espalda, regresando a la unidad y poniéndola en marcha. Desaparecieron calle arriba, dejando tras de sí el olor acre de la mala combustión del envejecido esforzado motor y el ulular estremecedor de la sirena.
El silencio los absorbió a todos por unos segundos.
Quedaron parados en la acera, mirando con desolación la casa que estaba poco menos que en ruinas. Recién entonces se percataron de la presencia de los vecinos, que habían acudido atraídos por el ruido de la sirena y que ahora comenzaban a dispersarse, cuchicheando y riendo entre ellos. ¿De dónde habían salido, si la casa más cercana se hallaba como a tres cuadras de allí?

El primero en comenzar a acercarse a la casa fue él. Una manito se aferró de la suya: debía ser Laureano, porque era el más afectuoso y decidido de los gemelos. ¡Era tan difícil identificarlos que no podía entender cómo era que Amelia no se confundía jamás con ellos! Lautaro llegó después, tomándole la otra mano. Quedaron parados en el hueco donde antes estuviera una magnífica puerta de gruesa madera de mara boliviana y donde ahora sólo habían astillas desparejas sobresaliendo de los costados.
Recorrió el interior de la vivienda y lo que vio lo dejó con las piernas temblando: puertas y ventanas abiertas, alacenas, armarios, cajones, placares, todo-todo vaciado y esparcido por cualquier lado.
Levantó algo del piso y se quedó mirándolo sin saber de qué se trataba, a pesar de ser un simple juego de entretenimientos infantil.
Amelia pasó a su lado sin mirarlo, llevando a la niña dormida a la cama. Volvió sin decir palabra y tomó a los gemelos de un brazo a cada uno y los acostó sin más trámite. Pasó con altiva dignidad a su lado en dirección al dormitorio y al entrar en el mismo, trancó violentamente la puerta, dejándolo parado en medio del living arrasado.
Sin oponer resistencia, él se tiró en el sofá corrido por los bomberos hasta el centro mismo de la estancia y se quedó dormido en el preciso momento en que el primer rayo de sol entraba en la casa.





Alguien le sacudía los hombros y lo llamaba, cada vez con más fuerza:
--- ¡Eh, Pablo...! ¡Pablito! ¡Despertate! ¿qué mierda pasó aquí? ¡Eh, Pablito! ¡Pablito! ¡Che! ¡Eh! ¿Estás bien...?
La cara del Loco Arteaga se desdibujaba, acercándose y alejándose, llevada por las brumas del sueño. Trató de coordinar.
--- Hola, Loco. Nada. No te preocupés.
--- ¿Cómo que nada y mirá nomás la casa como está? ¡¡Si parece que estuviera en el centro mismo de Bagdad!! ¿Y quién te ha hecho mierda la puerta? ¡Con lo que cuesta! ¡Mamita!
--- No, no, nada.... quedate tranquilo. Nada importante... después te cuento.
--- El papi soñó que una víboda se le ´bía mitido en la pama, y shamó a lo bombedo y lo bombedo han roto todo-todo...
La vocecita de Lautaro lo terminó de despertar: venía desde el jardín. Encaramados en la ventana, los mellizos hacían cabriolas mientras contaban todo lo sucedido, corrigiéndose y ampliando uno el relato del otro. Con lujo de detalles. Ampliado pero sin distorsiones. Hasta lo de Amelia llamándole “pelotudo” delante del nuevo vecindario y del equipo de bomberos que habían acudido a auxiliarlos.
El Loco Arteaga escuchaba atentamente todo el pormenorizado detalle; Pablo se tapaba los oídos sentado en el borde del sofá, intentando no repetir ni con las inocentes voces toda la noche pasada.
--- Menos mal que acá ibas a tener paz y descansar como un bendito y que el silencio y... ¡qué cagada, hermano! ¡qué cagada!
--- ¿Y cuándo te empezás a reír?
--- Noo... ¿cómo me voy a reír ahora, si esto es para llorar? Después sí, no te vas a salvar... ¡pero ahora...! ¿Querés que te diga la vera? ¡Se me parte el alma! ¡Qué querés que le haga! --- concluyó el Loco, haciendo pucheros y mirando alrededor con expresión compungida, mientras sacaba un pañuelo y se sonaba estruendosamente
--- Gracias, hermano. Vos sí que sos un buen tipo. Gracias por todo...
--- Bueno, che: no es para que nos pongamos a moquiar ahora como unos maricas, ¿no? Uno por los amigos, se juega o no se es amigo, digo yo.
Quedaron en silencio, mirando al vacío. El primero en hablar fue el Loco Arteaga.
--- Así que la Amelia te trató de pelotudo delante de los bomberos y de los vecinos... ¡que ni siquiera los conocés todavía! ¡qué cagada, hermano! ¡qué cagada!
--- ¡Y todavía la ofendida es ella! Si vieras la forma en que me miró anoche... ¡parecía más víbora que la víbora que hizo el quilombo!
--- No... no... no me has entendido: lo que yo te digo es que qué cagada que la mina se haya dado cuenta que sos un pelotudo. ¡Porque si te lo dijo, es porque ya lo sabe...! ¿o no?
Pablo se quedó callado, mirando con los ojos empequeñecidos a un ignoto punto en la calle. No entendía muy bien qué le quería decir el Loco con su comentario.
--- Oíme, Loco... a vos te llaman “Loco” de cariño, o qué.
--- Bueno, que yo sepa, de cariño no es. Por lo tanto... es o qué.
--- ¡Ajá! O sea que el que te dice a vos “loco”, te lo dice porque está convencido que vos estás realmente loco de remate.
El Loco Arteaga se encogió de hombros en señal de asentimiento.
--- ¡Ajá! O sea que cuando la Amelia me trató de “Pelotudo”... ¡a mí! ¡a su marido! ¡al padre de sus hijos! Es porque realmente ella me considera un... “¿pelotudo?”
El Loco Arteaga se encogió de hombros en señal de asentimiento.
--- ¡Ajá! O sea que cuando mis amigos de toda mi vida me tratan de “pelotudo” es porque realmente ellos me consideran un... “¿pelotudo...?”
El Loco Arteaga se encogió de hombros en señal de asentimiento.
--- ¡¡Pero por qué no se van todos a la gran mierda!!
Gritó, cubriéndose la cara con uno de los almohadones del sofá, y dándole la espalda a su amigo.
--- Bueno, che. Tampoco es para que te lo tomés así, a la tremenda.
--- Llevate tu podrida camioneta y mandate a mudar de aquí, ¡haceme el favor!
--- Bueno... ¿ve’? ahora, empezás a mandarte la parte de la vedette. No me voy a ir nada porque hay que arreglar toda la casa antes que vuelva la Amelia.
--- ¿Cómo que vuelva la Amelia? ¿Adónde se ha ido ahora?
--- ¡Qué sé yo! Eso me dijeron los mellis cuando llegué.
--- ¿Y dónde están los demonios ésos ahora?
Corrió despavorido a la calle, acordándose que sus hijos habían estado en el jardín sin su permiso y ahora no los veía.
Comenzó a llamarlos a los gritos, con desesperación, yendo de un extremo a otro de la calle. Dos mujeres que pasaron trotando enfundadas en sendos joggings lo miraron con inquietud. Él las saludó para romper el hielo y ellas le respondieron con un movimiento casi imperceptible de labios. Mientras se alejaban, volvieron varias veces las cabezas, cuchicheando y riéndose.

Regresó a la casa, sin saber qué hacer ni qué actitud tomar. Se pasaba la mano por el rubio pelo, alisándolo con fuerza innecesaria.
En el vano de la destruida puerta, el Loco Arteaga lo miraba con expresión interrogante sosteniendo a los mellizos que, llorosos, se chupaban los dedos con gesto de miedoso asombro.
--- ¡Pero dónde se habían metido!
--- En el baño, papito. Lautaro quería hacer caca y yo acompañé.
---¿¡Pero por dónde entraron a la casa, que no los vi pasar?!
--- Pod la pedta de´fondo: tamén ´tá toda-toda rota... ¡qué bueno, pá!
--- ¡Ay, no Dios! ¡No puede ser! --- exclamó mientras corría a ver la victimada entrada.
Quedó parado, mirando en silencio el retorcijo de latas y vidrios rotos en que había quedado convertida la preciosa puerta elegida cuidadosamente por Amelia para salir al jardín trasero de la casa.

Tan sólo podía pensar en qué diría ella cuando la viera. No lograba encontrar otro pensamiento dentro de su cabeza. Le parecía estar viendo su carita pecosa de pelirroja natural, pasando del rojo al amarillo intermitentemente, mientras empequeñecía sus ojos, pequeños y verdes en un relampagueo de tormenta, intolerable. ¡Y era tan fácil de “engranar” la flaca!
--- Menos mal que no soñaste que te estaban asaltando los de Hammas, si no... ¡capaz que llamabas a la INTERPOL y a la CIA y te bombardeaban la casa!
--- Callate, boludo. No es hora para hacer bromas.
--- Te juro por Dios que no te bromeo: ¡te digo bien en serio!
--- ¿Ves? ¡Por algo te llaman loco!
--- ¿Y a vos? ¡por algo te dicen pelotudo!
--- Papilo... ¿esta note tambén llamás bomberos? ¡A mí me gustado mucho-mucho!
--- A mí tamén, ¿llamás, papilo, sí?



Entre el Loco Arteaga, Juanchito, Rafael y él mismo –Pablo—acomodaron la casa, lavando y guardando todo lo que pudieron. A pesar de ser domingo, los muchachos se fueron avisando uno a otro y cada uno de ellos se encargó de algo: Juanchito era muy amigo del fabricante de las puertas y ventanas que Pablo había comprado y no tuvo mayores problemas en reemplazarlas esa misma mañana, trayendo el mismo hombre en su camioneta al personal encargado del arreglo. Cuando llegó y evaluó los daños, miró a Pablo con cara de sorpresa y le dijo, muy serio:
--- Otra vez, tenga cuidado de lo que sueña: no vaya a tener un problema mayor... usted me entiende. A veces soñamos con cada cosa que... ¡Diosito querido! Mire si llega soñar con una manada de elefantes. ¡O con cocodrilos! Yo hace un tiempo soñaba con cocodrilos... ¡Qué suerte que no se me dio por llamar a nadie para que me saque los cocodrilos del sueño! ¡Diosito querido! ¡Qué despelote madre! ¿Pero se puede ser tan…?

Pablo lo escuchaba en silencio, con ganas de estrangularlo. Pero si lo hacía, ¿quién le repondría las puertas y repararía las ventanas, al fiado y en domingo?

Finalmente la casa quedó terminada. Los muchachos propusieron un asadito para festejar la reinauguración de la obra. Pablo no sabía qué decir: él tenía que saber dónde estaba Amelia. Eran más de las once de la noche y ella no había aparecido en todo el día, ni siquiera había llamado o dejado dicho dónde estaría.
Lleno de inquietud miró a sus amigos cómo comenzaron a tomar posesión rápidamente de la cocina y de la parrilla, sacando los vinos y las gaseosas que Amelia había comprado del Supermercado la tarde anterior a la mudanza. Veía abrirse botellas, envases con verduras, con carnes... latitas. Sabía que era la reserva que ella había preparado para el resto del mes, a fin de no perder tiempo con las compras. Era incapaz de decirles que se detengan. Que si querían estrenar la parrilla, que lo hagan con sus recursos. Sabía que si lo hacía iba a tener que soportar las cargadas de la barra de por vida: “dominao”, era lo menos que le iban a decir. Así que se sumó a los preparativos, tratando de parecer sereno y dueño de la situación. Además, les debía tamaño favor que le hicieron reparando la casa, dejándola como si nunca hubiera pasado nada con ella.

Los mellizos iban de un lado al otro contentos con todo el movimiento. Este asunto de la casa nueva, de los bomberos y los amigos de papá diciendo palabrotas y alborotando por todos lados los ponía tan felices que trepaban todo lo que era apenas más alto que el piso. Y de ahí, sin límites, incluidos los muchachos que reían jugueteando con ellos.
Cuando la carne estaba a punto de cocción, con varias botellas de vino agotadas y los niños con abundante gaseosa en sus pancitas, en medio del estruendo ensordecedor de los gritos y de la música se escuchó el insistente sonido del timbre.
Riéndose con ganas por un chiste subido de tono contado por Ricardo Pérez, el fabricante de puertas y ventanas que se había quedado con ellos a festejar y actuaba como si fuera el más antiguo miembro del grupo, Pablo fue a atender.
Parada en el vano de la puerta, con el rostro más enrojecido que su abultada cabellera y la pequeña Ossy cargada sobre la cadera, Amelia lo miraba con expresión congelada.

--- ¡Mi amor! ¡Mi amor! ¿Dónde estuviste? ¡Mirá cómo dejamos la casa con los muchachos!

Ella pasó a su lado como si no lo viera. Se detuvo en la cocina, miró todas las cosas preparadas, abrió la heladera, el freezer, apagó el equipo de audio y dirigiéndose a la instantáneamente silenciosa concurrencia, les dijo:
--- Sigan... sigan con su fiestita. Hagan de cuenta que esta casa es del pueblo. Que no hay una mujer ni niños a quienes respetar.
Y se retiró en dirección a su dormitorio, donde entró pegando un portazo que hizo temblar los cimientos.
Los mellizos se bajaron de la espalda de Rafael, quien los cargaba a caballito trotando por toda la casa y corrieron detrás de su madre, llamándola a gritos. Empujaron la cerrada puerta haciendo fuerza entre los dos, hasta conseguir abrirla.



El asado se consumió hasta adquirir el aspecto y color de una ciruela pasa gigantesca ante la desolada mirada de Pablo, sentado en la oscuridad del patio ante la mesa repentinamente vacía y rodeado de vasos sucios y botellas a medio tomar. Una Coca derramada lagrimeaba aún sus gotas marrones sobre su pantalón claro sin que él se diera cuenta.
¿Qué había hecho mal para que le sucedieran tantas cosas horribles en tan pocas horas? Ayer a estas horas estaban yéndose a la cama, cansados pero llenos de ilusiones soñando con un futuro ancho y venturoso y ahora, en vez de estar haciendo el amor como dos adolescentes, estaban separados de una manera cruel. No se animaba a ir y entrar en su dormitorio. Apoyó la cabeza entre los brazos y se puso a llorar con tristeza, repitiendo entre hipos:
--- Juro que no lo soñé... ¡La gran puta! ¡juro que no lo soñé!

De pronto, algo lo golpeó violentamente en la espalda: su campera de jean, arrojada por Amelia antes de cerrar con llave la puerta del patio y la de entrada a la casa, le lastimó con el filo de la lengüeta del cierre. Se paró de un salto y comenzó a accionar los picaportes de las puertas, ventanas y ventiluces que encontraba a su paso. Nada. Todo se hallaba prolijamente trabado.
Una oleada de furia creció dentro de él hasta hacerlo sentir ganas de mandar todo al diablo.
Se calzó la campera con movimientos cortos y violentos y, todavía poniéndosela echó a andar en dirección a la calle. Un taxi pasaba milagrosamente en ese momento, y lo llamó. Sentado en él, miró a la calle y recién se dio cuenta que estaba lloviznando finito.
Se apretujó contra el asiento de atrás, con frío. Al levantar la vista, vio que el taxista lo miraba con cara de preocupación. Trató de sonreírle, pero el hombre acentuó el gesto.
--- No me había dado cuenta que lloviznaba. Las preocupaciones... ¿vio?
--- Humm... --- fue la única respuesta.
“¡Pero andá a cagar, viejito!”, pensó haciendo un ademán con la cabeza y siguió mirando la garúa por la ventanilla del coche.

Bajó del auto, pagó con un billete arrugado que tenía en el bolsillo de atrás del pantalón. Controló el vuelto y, sin despedirse del hombre que lo dejó con un suspiro de alivio en frente de la casa, comenzó a caminar en dirección a la misma. Todavía tenía las llaves en su llavero, porque el lunes debía dejarlas en la inmobiliaria encargada de la venta y, si las sacaba, seguro que las dejaba olvidada. Las sacó acariciándolas con ternura. La vieja casa donde se criara y que su padre construyera con tanto amor. Se detuvo a contemplar con cariño el frente, como si hiciera años que no lo veía.
El ruido de la mala música que salía de la casa de al lado, se mezclaba con los ladridos de los innumerables perros del vecindario. La bocina del vecino que regresaba a casa, y se anunciaba de este abusivo modo, le erizó una vez más los pelos de la nuca.
Abrió el candado del portoncito de entrada, cruzó el jardín lleno de pozos recién abiertos para extraer las plantas preferidas de Amelia y metió la llave en la cerradura.
--- ¡Eh, don Pablo! ¿Qué tal la casa nueva? ¡Le envidio la paz que debe tener ahí, ¿no?!
Doña Carmela, vigilando la vida barrial como siempre, le hizo volver la cabeza a modo de saludo.
Entró en su anterior casa. Una extraña sensación de ser observado con burla por alguien lo hizo recorrerla entera. Con algunos trapos abandonados y cartones se improvisó una cama en el piso y se tendió a dormir. Los ruidos que llegaban de la calle eran diversos en variedad y en intensidad.

--- ¡Barrio de mierda! ¡No veo la hora de dormir en paz en mi casita! ¡Ese lugar sí que es tranquilo! ¡Voy a dormir como loco cuando me mude!
Antes de terminar de repetir el pensamiento que lo persiguiera por años, quedó profundamente dormido. Despertó sorprendido casi al mediodía. No recordaba haber dormido tanto en años.



El ruido de la llave en la puerta de calle lo alertó: alguien entró en la casa.
La figura de Amelia con los tres chicos rodeándola se recortó en la puerta de la habitación donde pasara la noche.
--- Sabía que te iba a encontrar aquí...--- le dijo, sonriendo con alivio--- por fin entendí qué te pasó: extrañabas tanto los ruidos de nuestra vieja casita, que no podías dormir en la nueva.
--- ¿Vos creés?
--- Sí, tonto... cuando yo te digo algo, siempre tengo razón... ¿o no?
Se arrodilló para besarlo, y los tres chicos se le tiraron encima, volteándolo y riendo a carcajadas.

--- Tomá: ésto es un regalo para vos. Te ayudará a dormir. Pero primero, vamos a “inaugurar” la casa nueva.



Agotado de amarla, se tendió de lado intentando dormir, cuando Amelia le dijo con voz entredormida :
--- ¿No vas a aceptar mi regalo?
Abrió el paquete, encontrando en su interior un walk-man. Puso el auricular en su oreja y todos los sonidos de su viejo barrio se le metieron en la cabeza: los bocinazos del vecino, la música de mal gusto, los ladridos... ¡hasta la voz cascada de doña Carmela!
--- Para que no extrañes los ruidos y te dejés de hinchar las pelotas por las noches... Que descanses, mi amor...
Y se dio vuelta, cayendo dormida casi en el acto.




Como saben, estoy en plena mudanza. Ayer recordé este cuento, CASA NUEVA, de mi absoluta imaginación, escrito hacen más de veinte años y publicado en mi libro HISTORIAS DE AQUÍ Y DE ALLÁ. Lo subí por que pensé que era apropiado por el momento en que estoy.
espero que les agrade.
Besotes

Se despertó en medio de la noche, sintiendo como si lo hubieran llamado. Asombrado, se sentó en la cama y prestó atención a los sonidos de la calle; ningún ruido perturbaba la quietud. A su lado, Amelia dormía profundamente, con un roncar acompasado. Suspirando ruidosamente, se levantó para ir al baño. La luz le hirió los ojos, haciéndole cerrarlos y abrirlos alternadamente hasta conseguir soportarlo.
Orinó largamente, semidormido, sentado en el inodoro.
Volvió a la cama tropezando con todo y se tiró en ella, retomando el sueño casi al instante.

Nuevamente lo sobresaltó el llamado, despertándolo. Mas no lograba detectar de dónde provenía. Envuelto en los vapores del sopor que lo dominaba, fue a la habitación donde descansaban los niños. Talvez habrían sollozado en una pesadilla, o pedido agua...
Encendió la luz del velador, y a la suave vislumbre pudo ver los infantiles rostros dulcemente sumidos en sus sueños. Los quedó contemplando con ternura. Acomodó sus frazadas y los besó, antes de apagar la lámpara y regresar a su dormitorio.
Se tendió en la cama, pero esta vez le costó hallar el descanso. Algo lo inquietaba, despertándolo cuando mejor dormía.
Encendió un cigarrillo y comenzó a fumarlo lentamente, buscando tranquilizarse.

La casa nueva. Al fin tenían su casa propia, nueva, recién terminada para ellos. El olor a pintura y pegamento todavía se percibía en ella, a pesar de haberla aireado lo más posible. Pero a él le gustaba sentir ese olor metiéndosele en la sangre, transitando sus entrañas. Demasiados sacrificios, demasiados sueños estaban mezclados con los ladrillos con que la habían construido.
El silencio alrededor y adentro era total... ¡tanto desear la paz y el silencio y aquí lo tenían sin medida! Apretó la colilla contra el cenicero, sonriendo satisfecho, y se cubrió para dormir, apretándose contra el cuerpo de Amelia que murmuró algo ininteligible sin despertar.

Nuevamente la llamada lo sacó violentamente de su sueño, pero esta vez pudo oír claramente la voz de la pequeña Ossy que gritaba desesperada: ¡Papito! ¡Papito!.
En dos zancadas estuvo junto a la camita de Ossy.
La niña continuaba en la misma postura, sin el menor asomo de haber interrumpido su sueño.
Se pasó la mano por el pelo. El sudor helado lo mojaba entero.
--- Debo haberlo soñado. --- se dijo, dándose aliento.
Miró la hora en el reloj de la flamante cocina: tres y diez de la madrugada.
--- ¡Mierda! Parece que esta noche no voy a poder conciliar el sueño. Debe ser el cansancio... me agoté con el traslado y eso es todo lo que pasa.
Se paró frente a la ventana del dormitorio de los niños a mirar el amplio patio con el jardín prolijamente diseñado por Amelia. La luz de la luna le daba un aspecto irreal, con sombras movedizas que se prolongaban y juntaban formando macizos que cambiaban de forma caprichosamente, al empuje de la suave brisa nocturna.
--- Esta es una noche para gozarla, no para dormirla...
Corrió las cortinas de delicado voile y se cercioró que la ventana estuviera seguramente cerrada, antes de volver a su cama.

Amelia había cambiado de posición durante el sueño y se la veía tan hermosa al suave resplandor lunar que la iluminaba sutilmente, dibujando con un perfilado sensual sus marcadas curvas, acentuadas por la maternidad.
La besó con suavidad en el cuello y se metió en la cama. Amelia se movió, hablando en ese extraño idioma en que hablan la mayoría de las personas cuando lo hacen durante el sueño.
Prendió otro cigarrillo y comenzó a recordar cuánto había soñado ese momento, ese tener su casita lejos del bullicio del centro de la ciudad, con su jardín, un asador... ¡un perro!... y ahora lo tenía todo, menos al perro. Pero ya el Julio Lazcano le iba a traer un ovejero alemán, hijo de la Daisy… ¡hermosa picha la Daisy! Ojalá que le consiguiera una perrita… son más fieles, mejores guardianas y cuidan a los chicos como si fueran sus cachorritos. Pensó en sus propios cachorros con ternura: ese día se habían portado de manera insoportable, sobreexcitados por el cambio.

Apretó el pucho contra el fondo del cenicero y se acomodó para dormir.
--- Tengo que bajar un poco el cigarrillo... éste será el último. ¡Lo prometo! Casa nueva, vida nueva... --- miró el cuerpo semidesnudo de Amelia, tendido a su lado --- quizás hasta me anime y le proponga a mi flaca que tengamos otro hijo... pero voy a esperar a que despierte, porque si la llamo ahora para proponérselo, lo más probable es que me muerda en vez de besarme.
Se acostó de espaldas a Amelia y al cabo de un rato había retomado el sueño.



Se vino a sentar de un salto en la cama, dando un grito ahogado. Alguien había entrado a la casa, estaba seguro: el estruendo de un tropezón dado contra una silla metálica de la cocina lo había alertado. ¡Y Amelia ni enterada, dormía como si nada! ¡Envidiable el sueño de la flaca!
Buscó algo para defenderse, lo único que encontró fue la banqueta del tocador. La cargó en una mano y, descalzo y sin encender ninguna luZ, caminó con sigilo hasta la cocina.
El corazón le dolía en la boca y su respiración le sonaba como trompetas en el silencio cortado tan sólo por el suave ronroneo del motor de la heladera. Al cruzar por el dormitorio de sus hijos, se deslizó en él como había visto hacerlo a Arnold Schwartzetneger en Mentiras Verdaderas y –comprobado que todo estaba en orden—siguió su sigiloso deslizarse en dirección a la cocina.
Avanzó de un salto hasta el interruptor de la luz y con un golpe seco la encendió.
La escena que iluminó lo dejó desorientado: no existía el menor indicio que alguien pudiera haber entrado a la casa, a no ser que lo hiciera por los tres milímetros de separación de abajo de la puerta.
¿Otra vez lo había soñado? ¿Qué le pasaba esta noche que no conseguía mantenerse dormido?
Todavía no eran las cuatro de la mañana, pero tenía claro que tenía apenas un par de horas para descansar. Había quedado en ir a buscar las últimas cosas a eso de las ocho de la mañana, y de ahí le llevaría la camioneta de regreso al Loco Arteaga que se la había prestado haciéndole mil recomendaciones. Observó hacia el garaje para asegurarse que estaba bien, bebió un vaso de leche y se encaminó de regreso a la cama.
“Esta noche dormiré como muerto”, había dicho al acostarse y, sin embargo, aquí estaba: cayéndose del sueño y sin poder hilvanar media hora de descanso.
Con una mezcla de rabia y de alivio, sintiéndose un poco estúpido, retornó a la habitación dando gracias que Amelia hoy tuviera el sueño extraordinariamente pesado y no lo pudiera ver haciendo el ridículo.
Su mano fue -- más por inercia que por real necesidad — hasta el paquete de cigarrillos que mantenía sobre la mesa de luz. “No”. Se dijo firmemente, recordando lo que se había propuesto rato antes, y lo abandonó antes de sacar uno. Sintió que la boca se le resecaba y se asfixiaba. “No me va a vencer, lo voy a hacer. Voy a dejar de fumar.”
Se quedó dormido profundamente. El cansancio lo dominaba a tal punto que ni las ganas intensas de un pucho lo iban a seguir desvelando.


En medio de las brumas que lo mantenían cautivo, sintió el deslizarse a su lado del cuerpo – áspero, raspante — que se metió en la cama. Sumido en la semiinconsciencia, intentaba despertar sin conseguirlo. Quería gritar y ningún sonido cruzaba su laringe. Un miedo creciente hasta llegar al pánico lo atenazaba, sin darle respiro. Amelia se dio vuelta en la cama, y el movimiento lo ayudó a despejarse. Un rápido siseo y el golpe seco al dejarse caer al piso del visitante nocturno, lo terminaron de sacudir. Encendió la luz, gritando aterrado. Amelia se sentó asombrada en la cama:
--- ¡Pablo! ¿Qué te pasa?
--- ¡Una víbora! ¡Se ha metido una víbora en la casa y ha estado en la cama! --- tartamudeó, de pie sobre la cama, presa del más crudo horror --- ¡No podía dormir, porque presentía que había “algo malo” dando vueltas por la casa! ¡Y se metió en la cama...! ¡Aquí...! ¡Aquí...! ¡A mi lado! ¡Qué asco!
--- ¡Dios mío! ¡Los chicos! ¡Los chicos! ¡No los vaya a picar!
Los chillidos de terror de ella se confundían con los gritos destemplados de él.
Sin bajarse de la cama Pablo se aproximó al borde, agachándose para mirar abajo. No había absolutamente nada.
--- No está... ¡se ha ido! ¡no está! --- dijo, al borde del desmayo.
--- ¡Los chicos! ¡Los va a picar! ¡Y dicen que saltan varios metros! ¡Dios mío! ¡Lo ví en una película, ví cómo saltaba y picaba a todos!
Y, venciendo el espanto que la bloqueaba, corrió descalza al dormitorio de los pequeños; al llegar junto a ellos, los levantó dando alaridos y aterrando a los chicos ante el inusitado despertar.

El pandemonio desatado era indescriptible, generando una escena de tétrico grotesco: Amelia, parada arriba de una de las camitas, cargaba en un brazo a Ossy, y apretaba contra su cuerpo -- casi asfixiándolos -- a los mellizos Lautaro y Laureano. Los tres niños lanzaban chillidos aterrados, sin saber de qué se trataba el asunto. Amelia gritaba histéricas órdenes a Pablo que, en calzoncillos y calzado con las altas botas de jardinería, buscaba moviendo las cosas con la escoba y dando saltos a los lados intentando esquivar los supuestos ataques de la serpiente, mientras contestaba a grandes voces a su desolada mujer.
--- ¡El teléfono! ¡Buscá el celular y llamá a los bomberos! ¡llamá a los bomberos! --- le gritaba ella, alzando la voz por encima de los gritos de los hijos hasta convertirla en un hiriente aullido.
--- ¡Quedate tranquila! ¡Quedate tranquila! ¡Atendé a los chicos, que yo me encargo!
--- ¡Haceme caso: buscá el celular... creo que está en la cocina ... ¡Y llamá a los bomberos!!
Pablo se quedó quieto un rato: ¿la cocina? ¿ir de nuevo a la cocina? ¿y si era allí donde estaba la maldita, y la encontraba y ella lo sorprendía y lo picaba... y se moría... y se moría irremediablemente, justo ahora, que tenía la casa?
--- ¡Andá a la cocina a buscar el celular y llamá a los bomberos, rápido!

Venciendo a duras penas el miedo que lo ahogaba, y moviéndose con la escoba como si de un palo de esquiar se tratara, avanzó hacia la cocina. El celular se hallaba sobre la mesa, abandonado y frágil, con su lucecita roja mirando al techo como un ojo insomne. De un manotazo lo tomó, apretó la protectora escoba contra su axila izquierda y sin dejar de mirar alrededor, intentando no ser sorprendido por la invasora, marcó febril el 100. Casi inmediatamente una voz cálida se escuchó del otro lado de la línea:
--- Buenas noches... oficial Jiménez a sus órdenes... ¿en qué puedo ayudarle?
--- ¡Una víbora! ¡Una víbora! ¡Una víbora! --- la voz le brotaba a borbotones, sin lograr aclarar los conceptos.
--- Tranquilícese, amigo... mantenga la calma y explíqueme: ¿está usted seguro que hay una víbora cerca suyo? ¿Podría decirme cómo es y dónde está?
--- No... no la he visto... pero se me metió en la cama... ¡en la cama!
--- ¿En la cama? ¡Por Dios, qué horrible! Mire, no haga nada... no intente nada... ¡espere que ya vamos para allá! ¿hola? ¿me oye?
--- Sí... sí... los espero... ¡los espero! --- dijo, temblando frenéticamente y cortando la comunicación casi al mismo tiempo que hablaba.

Volvió a la pieza donde se refugiaba toda la familia, diciendo, mientras se paraba sobre otra camita:
--- Ya vienen... ya vienen para aquí...
--- ¿Les diste bien la dirección? ¡Mirá que es bastante complicado hallar la casa, lo que estamos casi aislados! ¡Debiéramos prender todas las luces, para que se guíen!

Pablo había quedado colgado de lo primero que le dijo Amelia: “la dirección”. Él no recordaba haberle dado ninguna dirección a los bomberos... ¿cómo podía ser tan estúpido?
Sin decirle nada, se fue de nuevo a la cocina para llamar por teléfono sin que Amelia se diera cuenta de que lo hacía. No tenía ganas de soportarla burlándose de él cuando todo pasara y recordaran esto como una anécdota más.
--- Buenas noches... soy el oficial Rodríguez... ¿en qué puedo ayudarlo?
--- Oficial: yo hablé con usted hace un rato... el de la víbora en la cama... ¿se acuerda?
--- Por favor, señor... si puede hablar más alto, se lo agradeceré. No lo puedo entender.
--- Digo que yo soy el que habló con usted hace un momento, nomás... eh... el señor de la víbora en la cama... ¿se acuerda, no?
--- ¿Cómo dice...? ¿de qué víbora en la cama me habla?
--- ¿Ya se olvidó? ¡¡Pero si me aseguró que ya venían para aquí!!
--- ¡Ah, sí... entiendo... usted debe haber hablado con otro oficial... --- y alejando la boca de la bocina, gritó--- ¡¿Alguien atendió un llamado de un tartamudo que tiene una víbora guardada en la cama?!
--- ¡No soy tartamudo! ---dijo, tartamudeando lamentablemente--- lo que pasa es que estoy nervioso... y la víbora yo no
--- Oficial Jiménez a sus órdenes... ¿qué le puedo ayudar, amigo?
--- Vea, oficial... yo hablé hace rato con... creo que con usted... no sé... y no sé si le di la dirección de mi casa... no sé, vea...
--- Correcto. Usted se comunicó con quien habla y no le proporcionó los datos referentes a su domicilio. Por ende, no pudimos asistir al siniestro al que fuimos convocados, por cuanto pusimos en marcha el equipo de oficiales especialmente adiestrado para enfrentar siniestros de esta naturaleza y luego de cierto tiempo de avance, nos damos con la ingrata sorpresa de no conocer el domicilio declarado de la o las víctimas del ofidio.
--- Bueno. Anote. Anote, por favor
Le indicó minuciosamente cómo llegar hasta su casa en medio de los gritos con que Amelia lo llamaba desde la pieza, preguntándole qué hacía que no volvía y porqué los había dejado solos y si ya había encendido todas las luces.
Entró más tranquilo, con aire casi triunfal a la habitación.
--- Ya vienen los bomberos. Me han dicho que no hagamos nada, que no intentemos nada y que esperemos.
--- ¿Porqué volviste a llamar?
--- ¡¿Yoo?! ¡Noo! ¡Eso me lo dijeron cuando llamé la primera vez...!
--- ¡Pablo! ¿Porqué volviste a llamar? ¡¿Te habías olvidado de darles la dirección, no?!
--- ¡¡Pero por quien me has tomado!! ¡¡Yo no me olvidé de nada!!
Pronto estaban enredados en una discusión, casi olvidados del tema que los mantenía despiertos, gritándose de camita a camita, en medio de los gritos de miedo de los chicos.

El ulular de la sirena invadió la gritería, llegando a cubrirla.
--- ¡¡Llegaron los bomberos!! ¡¡Llegaron los bomberos!!
Los cinco comenzaron a saltar en las camas, movidos por la alegría: ya se sentían protegidos y liberados de la maldita víbora.
Olvidados de toda precaución corrieron hacia la calle a recibir a la brigada salvadora. Pablo había encendido todas las luces, incluidas las del baño de servicio y las de las lámparas de noche. La vivienda se hallaba iluminada como para una fiesta y fue este detalle el que guió a los bomberos, sin dudar, a su objetivo.
Pablo fue el último en abandonar la casa y cerró la puerta a sus espaldas. Los tres niños y Amelia gritaron casi en coro:
--- ¡No tenemos las llaves! ¡No cierres!
Demasiado tarde. La traba de seguridad ya estaba accionada y toda la familia y sus esperados héroes se encontraban en la vereda, mirando a Pablo con ojos asesinos.
--- El cerrajero más cercano está a algo así como... a media hora de aquí... --- dijo, como si se estuviera justificando.

El jefe del equipo no contestó y regresó al camión, volviendo casi en el acto blandiendo una hachita en la que se clavaron los ojos desvelados de los habitantes de la recién estrenada casa.
Pablo y Amelia, rodeados de sus tres hijos lo acompañaron con la mirada, y la boca abierta por la sorpresa.
Lautaro miró a Laureano y le explicó en su media lengua:
--- ¡Qué índo! ¡Agoga va´cer como en las pilícula! --- y haciendo el ademán con los bracitos--- ¡¡pum, pum, perta!!--- y comenzó a reír contento, acompañado por su gemelo.
Ossy escuchó la opinión de su hermano y se bajó de los brazos maternales, echando a correr en dirección al oficial para tener una mejor ubicación ante el inminente destrozo de la puerta.
Uno de los oficiales detuvo a los tres niños, llevándoselos de vuelta a sus padres:
--- Por favor, atiendan a los chicos y no los dejen acercarse. Puede ser muy peligroso. Nosotros nos encargamos. No se preocupen de nada.
Amelia tomó a sus hijos de manos del bombero sin responder una palabra. Parecía haber perdido la capacidad de comunicación o que se hallara hipnotizada, mirando fijo a la puerta, a punto de derrumbarse por los violentos y precisos hachazos que recibía de parte del diminuto pero fornido agente.

No hablaron una sola palabra durante las dos horas y media que duró la minuciosa inspección realizada por los expertos. Amelia estaba sentada en el interior de la autobomba con Ossy dormida entre sus brazos; los mellizos peleaban a gusto por “manejar” el camión bombero sin que su madre los frenara y Pablo dormía profundamente, sentado en el estribo del mismo con la cabeza apoyada en el rollo de la manguera.

Finalmente regresaron los hombres, dando por terminada la "minuciosa inspección." No había el mínimo rastro del animal. ¿Estaba seguro de que había estado metido en la cama? ¿Cuándo lo vio y cómo?
--- Yo había logrado adormecerme, después de sentir mil ruidos que me despertaron toda la noche, cuando sentí clarito, clarito, a la víbora cuando se deslizó en la cama a mi lado. No podía llamar a mi mujer, que estaba profundamente dormida a mi lado, pero cuando ella se movió, la bicha se bajó de la cama y ahí la perdí. ¡Puff! ¡Desapareció la hija de mil puta!
Los ojos de Amelia echaban chispas, su rostro se había crispado y tenía un tono carmín violento:
--- ¡¡Lo soñaste!! ¡¡Lo soñaste!! Y todo este destrozo por una estúpida pesadilla tuya...
--- ¡¡NO!! ¡No lo soñé, estoy seguro!
--- ¡¡Lo soñaste!! ¡Lo soñaste, pelotudo! --- el tono era sibilante, amenazador.

Pablo miró a todos con asombro: ella jamás lo había tratado así. Los hombres le dieron la espalda, regresando a la unidad y poniéndola en marcha. Desaparecieron calle arriba, dejando tras de sí el olor acre de la mala combustión del envejecido y esforzado motor y el ulular estremecedor de la sirena.
El silencio los absorbió a todos por unos segundos.
Quedaron parados en la acera, mirando con desolación la casa que estaba poco menos que en ruinas. Recién entonces se percataron de la presencia de los vecinos, que habían acudido atraídos por el ruido de la sirena y que ahora comenzaban a dispersarse, cuchicheando y riendo entre ellos. ¿De dónde habían salido, si la casa más cercana se hallaba como a tres cuadras de allí?

El primero en comenzar a acercarse a la casa fue él. Una manito se aferró de la suya: debía ser Laureano, porque era el más afectuoso y decidido de los gemelos. ¡Era tan difícil identificarlos que no podía entender cómo era que Amelia no se confundía jamás con ellos! Lautaro llegó después, tomándole la otra mano. Quedaron parados en el hueco donde antes estuviera una magnífica puerta de gruesa madera de mara boliviana y donde ahora sólo habían astillas desparejas sobresaliendo de los costados.
Recorrió el interior de la vivienda y lo que vio lo dejó con las piernas temblando: puertas y ventanas abiertas, alacenas, armarios, cajones, placares, todo-todo vaciado y esparcido por cualquier lado.
Levantó algo del piso y se quedó mirándolo sin saber de qué se trataba, a pesar de ser un simple juego de entretenimientos infantil.
Amelia pasó a su lado sin mirarlo, llevando a la niña dormida a la cama. Volvió sin decir palabra y tomó a los gemelos de un brazo a cada uno y los acostó sin más trámite. Pasó con altiva dignidad a su lado en dirección al dormitorio y al entrar en el mismo, trancó violentamente la puerta, dejándolo parado en medio del living arrasado.
Sin oponer resistencia, él se tiró en el sofá corrido por los bomberos hasta el centro mismo de la estancia y se quedó dormido en el preciso momento en que el primer rayo de sol entraba en la casa.


Alguien le sacudía los hombros y lo llamaba, cada vez con más fuerza:
--- ¡Eh, Pablo...! ¡Pablito! ¡Despertate! ¿qué mierda pasó aquí? ¡Eh, Pablito! ¡Pablito! ¡Che! ¡Eh! ¿Estás bien...?
La cara del Loco Arteaga se desdibujaba, acercándose y alejándose, llevada por las brumas del sueño. Trató de coordinar.
--- Hola, Loco. Nada. No te preocupés.
--- ¿Cómo que nada y mirá nomás la casa como está? ¡¡Si parece que estuviera en el centro mismo de Bagdad!! ¿Y quién te ha hecho mierda la puerta? ¡Con lo que cuesta! ¡Mamita...!
--- No, no, nada.... quedate tranquilo. Nada importante... después te cuento.
--- El papi soñó que una víboda se le ´bía mitido en la pama, y shamó a lo bombedo y lo bombedo han roto todo-todo...
La vocecita de Lautaro lo terminó de despertar: venía desde el jardín. Encaramados en la ventana, los mellizos hacían cabriolas mientras contaban todo lo sucedido, corrigiéndose y ampliando uno el relato del otro. Con lujo de detalles. Ampliado pero sin distorsiones. Hasta lo de Amelia llamándole “pelotudo” delante del nuevo vecindario y del equipo de bomberos que habían acudido a auxiliarlos.
El Loco Arteaga escuchaba atentamente todo el pormenorizado detalle; Pablo se tapaba los oídos sentado en el borde del sofá, intentando no repetir ni con las inocentes voces toda la noche pasada.
--- Menos mal que acá ibas a tener paz y descansar como un bendito y que el silencio y... ¡qué cagada, hermano! ¡qué cagada!
--- ¿Y cuándo te empezás a reír?
--- Noo... ¿cómo me voy a reír ahora, si esto es para llorar? Después sí, no te vas a salvar... ¡pero ahora...! ¿Querés que te diga la vera? ¡Se me parte el alma! ¡Qué querés que le haga! --- concluyó el Loco, haciendo pucheros y mirando alrededor con expresión compungida, mientras sacaba un pañuelo y se sonaba estruendosamente
--- Gracias, hermano. Vos sí que sos un buen tipo. Gracias por todo...
--- Bueno, che: no es para que nos pongamos a moquiar ahora como unos maricas, ¿no? Uno por los amigos, se juega o no se es amigo, digo yo.
Quedaron en silencio, mirando al vacío. El primero en hablar fue el Loco Arteaga.
--- Así que la Amelia te trató de pelotudo delante de los bomberos y de los vecinos... ¡que ni siquiera los conocés todavía! ¡qué cagada, hermano! ¡qué cagada!
--- ¡Y todavía la ofendida es ella! Si vieras la forma en que me miró anoche... ¡parecía más víbora que la víbora que hizo el quilombo!
--- No... no... no me has entendido: lo que yo te digo es que qué cagada que la mina se haya dado cuenta que sos un pelotudo. ¡Porque si te lo dijo, es porque ya lo sabe...! ¿o no?
Pablo se quedó callado, mirando con los ojos empequeñecidos a un ignoto punto en la calle. No entendía muy bien qué le quería decir el Loco con su comentario.
--- Oíme, Loco... a vos te llaman “Loco” de cariño, o qué.
--- Bueno, que yo sepa, de cariño no es. Por lo tanto... es o qué.
--- ¡Ajá! O sea que el que te dice a vos “loco”, te lo dice porque está convencido que vos estás realmente loco de remate.
El Loco Arteaga se encogió de hombros en señal de asentimiento.
--- ¡Ajá! O sea que cuando la Amelia me trató de “Pelotudo”... ¡a mí! ¡a su marido! ¡al padre de sus hijos! Es porque realmente ella me considera un... “¿pelotudo?”
El Loco Arteaga se encogió de hombros en señal de asentimiento.
--- ¡Ajá! O sea que cuando mis amigos de toda mi vida me tratan de “pelotudo” es porque realmente ellos me consideran un... “¿pelotudo...?”
El Loco Arteaga se encogió de hombros en señal de asentimiento.
--- ¡¡Pero por qué no se van todos a la gran mierda!!
Gritó, cubriéndose la cara con uno de los almohadones del sofá, y dándole la espalda a su amigo.
--- Bueno, che. Tampoco es para que te lo tomés así, a la tremenda.
--- Llevate tu podrida camioneta y mandate a mudar de aquí, ¡haceme el favor!
--- Bueno... ¿ve’? ahora, empezás a mandarte la parte de la vedette. No me voy a ir nada porque hay que arreglar toda la casa antes que vuelva la Amelia.
--- ¿Cómo que vuelva la Amelia? ¿Adónde se ha ido ahora?
--- ¡Qué sé yo! Eso me dijeron los mellis cuando llegué.
--- ¿Y dónde están los demonios ésos ahora?
Corrió despavorido a la calle, acordándose que sus hijos habían estado en el jardín sin su permiso y ahora no los veía.
Comenzó a llamarlos a los gritos, con desesperación, yendo de un extremo a otro de la calle. Dos mujeres que pasaron trotando enfundadas en sendos joggings lo miraron con inquietud. Él las saludó para romper el hielo y ellas le respondieron con un movimiento casi imperceptible de labios. Mientras se alejaban, volvieron varias veces las cabezas, cuchicheando y riéndose. Recién entonces cayó en la cuenta que seguía en calzoncillos y con las botas altas de jardinería puestas.

Regresó corriendo a la casa, sin saber qué hacer ni qué actitud tomar. Se pasaba la mano por el rubio pelo, alisándolo con fuerza innecesaria.
En el vano de la destruida puerta, el Loco Arteaga lo miraba con expresión interrogante sosteniendo a los mellizos que, llorosos, se chupaban los dedos con gesto de miedoso asombro.
--- ¡Pero dónde se habían metido!
--- En el baño, papito. Lautaro quería hacer caca y yo acompañé.
---¿¡Pero por dónde entraron a la casa, que no los vi pasar?!
--- Pod la pedta de´fondo: tamén ´tá toda-toda rota... ¡qué bueno, pá!
--- ¡Ay, no Dios! ¡No puede ser! --- exclamó mientras corría a ver la victimada entrada.
Quedó parado, mirando en silencio el retorcijo de latas y vidrios rotos en que había quedado convertida la preciosa puerta elegida cuidadosamente por Amelia para salir al jardín trasero de la casa.

Tan sólo podía pensar en qué diría ella cuando la viera. No lograba encontrar otro pensamiento dentro de su cabeza. Le parecía estar viendo su carita pecosa de pelirroja natural, pasando del rojo al amarillo intermitentemente, mientras empequeñecía sus ojos, pequeños y verdes en un relampagueo de tormenta, ¡intolerable! ¡Y era tan fácil de “engranar” la flaca!
--- Menos mal que no soñaste que te estaban asaltando los de Hammas, si no... ¡capaz que llamabas a la INTERPOL y a la CIA y te bombardeaban la casa!
--- Callate, boludo. No es hora para hacer bromas.
--- Te juro por Dios que no te bromeo: ¡te lo digo bien en serio!
--- ¿Ves? ¡Por algo te llaman loco!
--- ¿Y a vos? ¡por algo te dicen pelotudo!
--- Papilo... ¿esta note tambén llamás bomberos? ¡A mí me gustado mucho-mucho!
--- A mí tamén, ¿llamás, papilo, sí?



Entre el Loco Arteaga, Juanchito, Rafael y él mismo –Pablo—acomodaron la casa, lavando y guardando todo lo que pudieron. A pesar de ser domingo, los muchachos se fueron avisando uno a otro y cada uno de ellos se encargó de algo: Juanchito era muy amigo del fabricante de las puertas y ventanas que Pablo había comprado y no tuvo mayores problemas en reemplazarlas esa misma mañana, trayendo el mismo hombre en su camioneta al personal encargado del arreglo. Cuando llegó y evaluó los daños, miró a Pablo con cara de sorpresa y le dijo, muy serio:
--- Otra vez, tenga cuidado de lo que sueña: no vaya a tener un problema mayor... usted me entiende. A veces soñamos con cada cosa que... ¡Diosito querido! Mire si llega soñar con una manada de elefantes. ¡O con cocodrilos! Yo hace un tiempo soñaba con cocodrilos... ¡Qué suerte que no se me dio por llamar a nadie para que me saque los cocodrilos del sueño! ¡Diosito querido! ¡Qué despelote madre! ¿Pero se puede ser tan…?

Pablo lo escuchaba en silencio, con ganas de estrangularlo. Pero si lo hacía, ¿quién le repondría las puertas y repararía las ventanas, al fiado y en domingo?

Finalmente la casa quedó terminada. Los muchachos propusieron un asadito para festejar la reinauguración de la obra. Pablo no sabía qué decir: él tenía que saber dónde estaba Amelia. Eran más de las once de la noche y ella no había aparecido en todo el día, ni siquiera había llamado o dejado dicho dónde estaría.
Lleno de inquietud miró a sus amigos cómo comenzaron a tomar posesión rápidamente de la cocina y de la parrilla, sacando los vinos y las gaseosas que Amelia había comprado del Supermercado la tarde anterior a la mudanza. Veía abrirse botellas, envases con verduras, con carnes, latitas... Sabía que era la reserva que ella había preparado para el resto del mes, a fin de no perder tiempo con las compras. Era incapaz de decirles que se detengan. Que si querían estrenar la parrilla, que lo hagan con sus recursos. Sabía que si lo hacía iba a tener que soportar las cargadas de la barra de por vida: “dominao”, era lo menos que le iban a decir. Así que se sumó a los preparativos, tratando de parecer sereno y dueño de la situación. Además, les debía tamaño favor que le hicieron reparando la casa, dejándola como si nunca hubiera pasado nada con ella.

Los mellizos iban de un lado al otro contentos con todo el movimiento. Este asunto de la casa nueva, de los bomberos y los amigos de papá diciendo palabrotas y alborotando por todos lados los ponía tan felices que trepaban todo lo que era apenas más alto que el piso. Y de ahí, sin límites, incluidos los muchachos que reían jugueteando con ellos.
Cuando la carne estaba a punto de cocción, con varias botellas de vino agotadas y los niños con abundante gaseosa en sus pancitas, en medio del estruendo ensordecedor de los gritos y de la música se escuchó el insistente sonido del timbre.
Riéndose con ganas por un chiste subido de tono contado por Ricardo Pérez, el fabricante de puertas y ventanas que se había quedado con ellos a festejar y actuaba como si fuera el más antiguo miembro del grupo, Pablo fue a atender.
Parada en el vano de la puerta, con el rostro más enrojecido que su abultada cabellera y la pequeña Ossy cargada sobre la cadera, Amelia lo miraba con expresión congelada.

--- ¡Mi amor! ¡Mi amor! ¿Dónde estuviste? ¡Mirá cómo dejamos la casa con los muchachos!

Ella pasó a su lado como si no lo viera. Se detuvo en la cocina, miró todas las cosas preparadas, abrió la heladera, el freezer, apagó el equipo de audio y dirigiéndose a la instantáneamente silenciosa concurrencia, les dijo:
--- Sigan... sigan con su fiestita. Hagan de cuenta que esta casa es del pueblo. Que no hay una mujer ni niños a quienes respetar.
Y se retiró en dirección a su dormitorio, donde entró pegando un portazo que hizo temblar los cimientos.
Los mellizos se bajaron de la espalda de Rafael, quien los cargaba a caballito trotando por toda la casa y corrieron detrás de su madre, llamándola a gritos. Empujaron la cerrada puerta haciendo fuerza entre los dos, hasta conseguir abrirla.


El asado se consumió hasta adquirir el aspecto y color de una ciruela pasa gigantesca ante la desolada mirada de Pablo, sentado en la oscuridad del patio frente a la mesa repentinamente vacía y rodeado de vasos sucios y botellas a medio tomar. Una Coca derramada lagrimeaba aún sus gotas marrones sobre su pantalón claro sin que él se diera cuenta.
¿Qué había hecho mal para que le sucedieran tantas cosas horribles en tan pocas horas? Ayer a estas horas estaban yéndose a la cama, cansados pero llenos de ilusiones soñando con un futuro ancho y venturoso y ahora, en vez de estar haciendo el amor como dos adolescentes, estaban separados de una manera cruel. No se animaba a ir y entrar en su dormitorio. Apoyó la cabeza entre los brazos y se puso a llorar con tristeza, repitiendo entre hipos:
--- Juro que no lo soñé... ¡La gran puta! ¡juro que no lo soñé!

De pronto, algo lo golpeó violentamente en la espalda: su campera de jean, arrojada por Amelia antes de cerrar con llave la puerta del patio y la de entrada a la casa, le lastimó con el filo de la lengüeta del cierre. Se paró de un salto y comenzó a accionar los picaportes de las puertas, ventanas y ventiluces que encontraba a su paso. Nada. Todo se hallaba prolijamente trabado.
Una oleada de furia creció dentro de él hasta hacerlo sentir ganas de mandar todo al diablo.
Se calzó la campera con movimientos cortos y violentos y, todavía poniéndosela echó a andar en dirección a la calle. Un taxi pasaba milagrosamente en ese momento, y lo llamó. Sentado en él, miró a la calle y recién se dio cuenta que estaba lloviznando finito.
Se apretujó contra el asiento de atrás, con frío. Al levantar la vista, vio que el taxista lo miraba con cara de preocupación. Trató de sonreírle, pero el hombre acentuó el gesto.
--- No me había dado cuenta que lloviznaba. Las preocupaciones... ¿vio?
--- Humm... --- fue la única respuesta.
“¡Pero andá a cagar, viejito!”, pensó haciendo un ademán con la cabeza y siguió mirando la garúa por la ventanilla del coche.

Bajó del auto, pagó con un billete arrugado que tenía en el bolsillo de atrás del pantalón. Controló el vuelto y, sin despedirse del hombre que lo dejó con un suspiro de alivio en frente de la casa, comenzó a caminar en dirección a la misma. Todavía tenía las llaves en su llavero, porque el lunes debía dejarlas en la inmobiliaria encargada de la venta y, si las sacaba, seguro que las dejaba olvidada. Las sacó acariciándolas con ternura. La vieja casa donde se criara y que su padre construyera con tanto amor. Se detuvo a contemplar con cariño el frente, como si hiciera años que no lo veía.
El ruido de la mala música que salía de la casa de al lado, se mezclaba con los ladridos de los innumerables perros del vecindario. La bocina del vecino que regresaba a casa, y se anunciaba de este abusivo modo, le erizó una vez más los pelos de la nuca.
Abrió el candado del portoncito de entrada, cruzó el jardín lleno de pozos recién abiertos para extraer las plantas preferidas de Amelia y metió la llave en la cerradura.
--- ¡Eh, don Pablito! ¿Qué tal la casa nueva? ¡Le envidio la paz que debe tener ahí, ¿no?!
Doña Carmela, vigilando la vida barrial como siempre, le hizo volver la cabeza a modo de saludo.
Entró en su anterior casa. Una extraña sensación de ser observado con burla por alguien lo hizo recorrerla entera. Con algunos trapos abandonados y cartones se improvisó una cama en el piso y se tendió a dormir. Los ruidos que llegaban de la calle eran diversos en variedad y en intensidad.

--- ¡Barrio de mierda! ¡No veo la hora de dormir en paz en mi casita! ¡Ese lugar sí que es tranquilo! ¡Voy a dormir como loco cuando me mude!
Antes de terminar de repetir el pensamiento que lo persiguiera por años, quedó profundamente dormido. Despertó sorprendido casi al mediodía. No recordaba haber dormido tanto en años.

El ruido de la llave en la puerta de calle lo alertó: alguien entró en la casa.
La figura de Amelia con los tres chicos rodeándola se recortó en la puerta de la habitación donde pasara la noche.
--- Sabía que te iba a encontrar aquí...--- le dijo, sonriendo con alivio --- por fin entendí qué te pasó: extrañabas tanto los ruidos de nuestra vieja casita, que no podías dormir en la nueva.
--- ¿Vos creés?
--- Sí, tonto... cuando yo te digo algo, siempre tengo razón... ¿o no?
Se arrodilló para besarlo, y los tres chicos se le tiraron encima, volteándolo y riendo a carcajadas.

--- Tomá: ésto es un regalo para vos. Te ayudará a dormir. Pero primero, vamos a “inaugurar” la casa nueva.





Agotado de amarla, se tendió de lado intentando dormir, cuando Amelia le dijo con voz entredormida :
--- ¿No vas a aceptar mi regalo?
Abrió el paquete, encontrando en su interior un walk-man. Puso el auricular en su oreja y todos los sonidos de su viejo barrio se le metieron en la cabeza: los bocinazos del vecino, la música de mal gusto, los ladridos... ¡hasta la voz cascada de doña Carmela!
--- Para que no extrañes los ruidos y te dejés de hinchar las pelotas por las noches... Que descanses, mi amor...
Y se dio vuelta, cayendo dormida casi en el acto.

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Comentario por TERESA DELVALLE DRUBE LAUMANN el marzo 27, 2010 a las 10:34pm
Mil gracias, querido amigo Bernardo. Es un placer.
Besotes

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