"Ding, dong".  

                                                       Martha Estela Torres Torres

Desde que murió mi primo inesperadamente, me propuse rezar todos los días por los fieles difuntos de la familia. Incluí a maestros y amigos en mi interminable lista.

Quienes creemos en un más allá, esperando una vida futura podemos ayudar con oraciones a las personas fallecidas para que terminen pronto su estancia en el purgatorio y transiten a la eternidad. Con plegarias, sacrificios y caridad podemos impulsarlos a emerger de ese lugar de heladas tinieblas a la luz.

Han transcurrido dos años de mi promesa, y gracias a Dios he continuado con mi tarea de rescate: las almas siguen emprendiendo su vuelo.

En la celebración del día de muertos rezo con mayor fervor para que emigren al reino de la paz; mientras ofrezco mi trabajo, enciendo cirios y velas por la casa para su eterno descanso.

Este tiempo me da resquemor porque también se celebra el misterioso y oscuro Holloween que adquirió fuerza en los últimos años. Siendo una tradición extranjera, los disfraces, los dulces y la atemorizante decoración han hecho más atractiva esa festividad de Dionisio donde brujas y diablos aparentemente graciosos, se han enquistado en actividades especialmente de jóvenes que lamentablemente restan importancia, tiempo e interés a nuestras creencias y tradiciones.

Todos llegamos al día de muertos todavía con dificultades debido a la atroz pandemia que aún invade con cierta incertidumbre al mundo entero, pero así con nostalgia y dolor recordamos amorosamente a los que viven en nuestra memoria.                                                      

                                                                                    *

En la víspera, en el día de todos los santos impera un cielo esplendorosamente rosado, tibio y sin viento como en otros años. Las hojas marchitas apenas se mueven al compás de la suave brisa que las encamina hacia el ocaso. Ahora oscurece más temprano y la noche arriba silenciosa; su negrura da la impresión de otra esfera sideral, mística y abstracta que nos sumerge en una paz extraña e inquietante.

Al llegar la noche  me resigno a dormir con tristeza infinita pensando en mis difuntos, especialmente en mi madre que a pesar del tiempo y de las diversas actividades en mi vida, extraño tanto.

Recuerdo lo mejor de cada uno de mis seres queridos: sus virtudes, sus afectos, sus gustos, sobre todo su generosidad y amor. Cierro los ojos deseando que la noche transcurra en santa paz.

                                                                                      *

En la madrugada escucho el timbre de la casa, el sonido inconfundible en la puerta. Me incorporo asustada al darme cuenta que alguien llama a esta hora impropia, urgido tal vez por una emergencia. Me levanto de inmediato, voy de prisa con el corazón palpitándome con fuerza, pidiéndole a Dios que no sea una desgracia.

Me asomo por los cristales, pero no veo a nadie. Después abro inmediatamente y salgo hacia la reja para ver si alguien se encuentra cerca o ya va por la calle. Pero no. No hay nadie. Ninguna persona o auto va ni viene por la amplia y extensa calle.

Las casas, algunas con luces, permanecen cerradas e inmutables. El silencio reina absoluto, ningún ruido llega de la lejanía. Entro impresionada buscando el reloj para verificar la hora, y me sorprendo al ver que son las cuatro de la mañana. Cuatro dieciocho exactamente. ¿Quién ha llamado? ¿Quién?

Nadie, nadie llamó. Nadie llegó. Nadie apareció, entonces ¿Qué sucede?

Intrigada voy a despertar a Joaquín en la habitación contigua donde duerme plácidamente. Y lo empiezo a llamar con cierta inquietud.

—Oye, hermano, ¿escuchaste el timbre? ¿Oíste la puerta? —lo muevo para despertarlo.

—¿Qué si escuché qué? – atina a contestarme con otra pregunta inmerso

aún en el sueño.– No sé. Estaba dormido.

 —Ya sé, pero ¿escuchaste el timbre o algo?

—No. Claro que no.

—Entonces alguien vino a visitarme, y no es de este mundo.

—¿Qué dices? Seguramente lo soñaste.

—Claro que no, si me despertó el timbre. Alguien vino a darme la señal o el aviso. Seguramente salió del purgatorio y ya está en el cielo.

—Puede ser casualidad.

—No es casualidad porque hoy es día de muertos. Eligieron este día precisamente. Tal vez vinieron varias almas juntas porque ya son merecedoras de la gloria de Dios.

—O puede ser al contario…

            —¿Cómo al contario? No entiendo.

            —Tal vez vinieron, pero a pedirte que sigas pidiendo por ellas.

            —¿Qué pida por las almas que están en el vacío, en la sombra, en la espera, sufriendo penas corporales o espirituales? Pues seguramente, hermano.  

            —¿No te da miedo que te anden buscando los muertitos?

            —No, porque son invisibles y aunque purgan ciertas culpas, serán benditos en cuanto terminen su purificación.

            —¡Sí ya sé! Pero en serio ¿no te da pavor que almas en pena se te aparezcan en la noche para agradecerte tus rezos?

            —Te digo que no. Si son almas buenas…

            —Y ¿nomás vienen el día de muertos?

            —Las almas fieles sí, porque ayer estuvieron abiertas las puertas del cielo, pero las almas en pena andan vagando por el universo porque se quitaron la vida, y así permanecerán mucho tiempo, dice el padre Acosta. ¡Solo Dios sabe cuánto!

            —Vamos a dormir Tere –interrumpe Joaquín, bostezando– todavía podemos descansar unas horas.

            —Sí, hermanito, debemos recuperar el tiempo. Hasta mañana.

Minutos después van conciliando el sueño, pero de pronto escuchan claramente el timbre. Se repite el sonido: “Ding, dong”, inconfundible y preciso.

            —Hermano, ¿escuchaste? –grita Teresa, alterada.

            —Sí, iré a ver –responde Joaquín, incorporándose, apresurado.

Llega a la puerta y se asoma por los cristales. Nadie está afuera. Nadie alrededor.

            —No hay nadie, no se ve nadie –grita confundido.

            —Abre, corre y revisa la calle. Alguien está jugando —añade Teresa dudando un poco de la realidad, y avanzando hacia la puerta.

Joaquín abre de prisa y sale al fresco, a la oscuridad latente que domina el entorno. Algunos faroles de las casas permanecen encendidos. Aún no despeja el cielo ni la luz irrumpe en la oscuridad.

            —No hay nadie. Nadie, nadie. Son tus ánimas, son tus almas que vienen a buscarte en este día de muertos… Ha de ser la santa muerte…  –empieza Joaquín a exagerar para asustarla-  La santa…

            —La muerte no es santa, no me asustes, Joaquín. Mejor vamos a tomar café porque tengo mucho frío.

Acuden serios y pensativos a la cocina a calentar la jarra, y cuando el agua empieza a hervir se escucha claramente: “Ding, dong”, y Joaquín se incorpora como rayo y sale corriendo sin perder tiempo. Avienta la puerta de par en par para descubrir la verdad. Nadie, no se encuentra nadie en el umbral, ni en el jardín, ni en la calle. ¡Nadie! ¡Nadie!

En ese instante una fuerte corriente lo detiene. El cierzo con ráfagas cálidas y aromas dulces, invade la casa.

—¡Son ellas! —exclama Teresa, impresionada.

—Claro que no —refuta su hermano incrédulo a pesar de su percepción.

—Y entonces, ¿por qué te detuviste?

—No sé, pero mejor revisaré el timbre, puede haber un corto circuito, una falsa conexión —exclama Joaquín intrigado y molesto.

Usa, de mala manera, una escalerilla, quita la tapa del timbre y revisa los cables, pero todo está en su lugar. Mueve la campanilla simulando electricidad y apenas se mueve.

—Todo correcto  —asegura, tratando de tranquilizar a su hermana.

—¿Entonces qué pasa? –cuestiona Teresa temblando de frío. Cuestionando en sus comentarios.

—Es muy extraño, no sé qué pensar. Creí que alguien pudiera hacernos una broma pero no. Esto ya está muy raro…

—Son mis almas –expresa convencida Teresa–. ¡Créelo!

—Me resisto. ¿Cómo puedes pensar eso? ¡No hacen visitas a domicilio!

—¿Tú qué vas a saber? Si yo tengo orando por ellas mucho tiempo para rescatarlas; así que no hay duda; son ellas.

—Mira Teresa, te voy a comprobar que no son tus almas ni tus ideas… Voy a quitar el timbre para que ya no estés con esa moledera —y diciendo esto, jala con fuerza los cables eléctricos y desconecta la campanilla.

—Haz lo que quieras. Yo estoy convencida, pero allá tú. Mañana vas a tener que cambiar cables o comprar otro timbre.

—Pues ni modo, y ya. ¡Vamos a dormirnos que ya pasan las cinco!

 

Caminaron hacia su respectiva alcoba, apagaron la luz y se dispusieron a dormir un par de horas. El silencio se fue acentuando, esporádicamente se escuchaba algún ladrido en la lejanía. Poco a poco fueron respirando más despacio, más tranquilos, tratando de encontrar la suavidad del sueño. Trascurrieron varios segundos más, varios minutos pausados. Lentos, profundamente lentos…

En la intensidad del silencio se escuchó nuevamente el sonido estridente: “¡Ding, dong!”  “¡Ding, dong!” “¡Ding, dong!”

—¡Son ellos! ¡Mis seres queridos! 

 

 

             

 

 

 

 

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