“Coco, de la rebeldía a la leyenda de Chanel”: La cortesana malhumorada

La recordada “Amelie” ─curiosamente, un más que notable éxito europeo que aún no ha conocido adaptación made in Hollywood─ colocó a Audrey Tautou en el candelero cinematográfico internacional, dotándole casi inmediatamente de un estatus de estrellal; aunque, salvo la excepción que la llevó a convertirse en descendiente directa de Jesucristo, su carrera raramente la ha impulsado a abandonar las fronteras galas, lo que no implica, obviamente, que no se encuentre nutrida de títulos interesantes. Ahora vuelve a llamar la atención de la industria con este ambicioso proyecto que la ha metido en la piel de una leyenda de la moda mundial.

Gabrielle Chanel (Tautou) sueña con convertirse en una gran artista de variedades en París. Hasta que llegue su momento, actúa junto a su hermana Adrienne (Marie Gillain) en un cabaret a cambio de las propinas que consigan. Pero cuando ésta se promete en matrimonio con un adinerado barón, todo cambia para la muchacha, que deberá buscar el camino para salir adelante luchando en un mundo de hombres.

“Coco, de la rebeldía a la leyenda de Chanel” ─una traducción algo enrevesada del más sencillo y apropiado “Coco avant Chanel” (“Coco antes de Chanel”) original─ queda ante los ojos del espectador como uno de tantos biopics bien planificados, y dirigidos, pero que no puede ser tildado sino de innecesario, tramposo y acomodaticio, una vez más. La recurrente manía de los productores cinematográficos de plasmar en la pantalla los devenires existenciales de tantas y tantas figuras relevantes en términos históricos, sociales o políticos, deriva nuevamente en una propuesta insulsa, sosa, hueca incluso a pesar de sus pretensiones, principalmente porque lo que nos ofrecen carece del más mínimo interés para la mayoría.

Y es que quienes busquen en el film descubrir los fabulosos secretos de uno de los grandes pilares de la moda del siglo XX ─y posteriores, qué duda cabe─, quedarán frustrados ante lo que se dibuja como un aburrido perfil de la creadora que termina exactamente donde comienza el glamour de la pasarela.

Porque la realizadora Anne Fontaine centra su parca mirada en esos supuestamente fascinantes años pretéritos que llevaron a una muchacha de aspecto frágil a convertirse en un reclamo imprescindible de la más alta y rancia clase francesa de los albores de la pasada centuria.

Más allá de la cuestionable validez de sus métodos para conseguir huir del umbral de la pobreza ─allá cada cual, pero poca rebeldía y excesivo ego, orgullo e interés exhibe la protagonista─ y convertirse en un más que peculiar icono de la lucha de la mujer en un marco ridículamente encorsetado por el hombre, la principal tara de que adolece la cinta es la total inexistencia de ritmo narrativo a lo largo de las casi dos horas de metraje, superfluo y excesivo; tan sólo la participación del gran Benoît Poelvoorde, alejado aquí de sus registros más histriónicos, consigue despertar el ánimo de una platea ajena al mimetismo de la correcta protagonista con el tótem al que homenajea o a un plastificado Alessandro Nivola en el papel de un macho atípico ─para su momento─ y humanamente considerado.