Red de Literatura y Cine
Capítulo I
La conversación
El siglo XXI es pródigo en avances tecnológicos. En realidad, nadie sabe bien a dónde es que se va a llegar. ¡Tanta es la tecnología! Tantos son los avances que al teléfono celular solo le falta una extensión que permita tocar al otro del lado allá de la línea.
Por eso la conversación es en un tono bajo, como hablando consigo mismo. Un hombre y una mujer son los protagonistas. Ella se llama Raquel y lo contempla todo desde una posición privilegiada; a los que vienen y van a la carrera, a ritmo de tiempo que no aguarda.
Apenas es un porte aprendido. Todos sus sentidos están puestos en la voz del hombre que le habla desde el otro lado sentado en su camioneta muy cerca de una interestatal, haciendo tiempo antes de llegar a su casa. Descifrar el qué y las esencias es la tarea de ambos.
Leer entre líneas lo que significa cada inflexión de la voz, cada pausa, cada palabra.
Él se llama Francisco, todos le dicen Paco…
Se acostumbró a escucharlo, desde el principio. Cuando todavía los años no eran más que un asomo de ingenuidad. Aquella que les permitió confiar y al final les jugó una mala pasada.
En enero de 1986, sin más comunicación que la esperanza de un papel traído y llevado por el misericordioso servicio de correo postal de Cuba y de la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas se dijeron adiós en un aeropuerto moscovita. Había teléfono que conste, pero no como ahora, ni como después… teléfonos y teléfonos, operadoras y operadoras.
La noche anterior había sido de los cuerpos aferrados al desafío de la despedida. Ahora, mientras van destino a la terminal aérea y pisan fuerte el hielo que sobre el asfalto se ha acumulado se descubren inundados de fe.
La fe es una sensación tan placentera que no te deja ver los peligros del presente ni del mañana. La fe te inunda suave, ligera y uno se deja llevar por ella porque necesitas seguir respirando.
La terminal está repleta de gente. Las personas como en la torre de Babel hablan hasta el cansancio en cualquier idioma. Afuera cae una ligera capa de nieve, y se ve todo blanco.
La fe sonríe a los amantes, al hijo. Y ellos se divierten con ella. Hasta se les ocurre hacerle una broma:
— Estás alunada o embarazada.
— Loco — dice ella.
La fe es sencillamente como un vestido nuevo. Uno imagina que jamás va ni a romperse ni a ponerse viejo. Hasta ese día en que descubres que necesitas reemplazarlo.
El vuelo ha sido demorado. Serán trece horas con escala en Canadá, luego la Habana.
La nieve se torna un poco más blanca, pareciera no tan confiada. Tal vez, porque sabe lo efímera de la existencia. Caer, cubrirlo todo y luego convertirse en hielo y agua sucia.
Los dos se quedan por un instante aferrados en medio del bullicio, mirándose a los ojos, sin mucho más tiempo que el que permite el aletear de una mirada.
Ella quiere atrapar lo oscuro de su pelo y llevarlo consigo, echar en la maleta pequeña el cuerpo delgado del hombre, su risa y palabras. Él cierra los ojos un instante y la retiene desnuda en su retina. Luego su mano la obliga al abrazo. Y se funden los dos en una despedida tierna, alejados de la gente y del embrujo macabro de los aeropuertos con sus historias de sueños truncados, mentiras y verdades.
Finalmente, él queda atrás. En soledad. Regresa a la residencia estudiantil y se emborracha. La noche se le hizo larga a pesar del licor y de la compañía. Una chilena con la que se topó en las escaleras y que se compadeció de la humedad de sus ojos. Hablaron de todo, de la perestroika que estaba asomándose como novia incómoda, del frío, del trolebús y las chispas que deja arriba en los cables. Hablaron de todo menos del dolor de él. Una botella de vodka les hizo de concubina barata hasta que no quedó nada en el recipiente.
Después en medio de la borrachera él quiso imaginarse a la mujer que lo abrazó fuerte la madrugada primera, pero, no lo consiguió.
Dos lágrimas le inundaron el rostro. Solo dos lágrimas. La chilena se hizo la que no vio, y le dio batalla hasta que los quedaron sobre el lecho rendidos por el sexo y el alcohol.
***
En el aeropuerto de Canadá está nevando, pero, la nave aterriza sin contratiempos. Ella le ajusta al hijo el abrigo. Lo había confeccionado con sus propias manos. Sabía que haría frío y como el dinero era escaso recurrió a lo que la abuela le había enseñado. Zafó un abrigo viejo de él. Y con un lápiz fue trazando la prenda que necesitaba para el hijo. Una vez listo lo metió dentro. Manitas, pies, torso: calientito. Solo la carita blanca y los ojazos negros quedaron al descubierto. El mundo exterior es desafiante, pero, está caliente y eso es lo que importa. Algunos biberones para el camino. Una manzana, que gentil trajo la aeromoza. Un espacio en lo alto del cielo para la nave que avanza rauda…
Es el 31 de enero de 1986. Tres días antes el transbordador espacial Challenger, se ha desintegrado a los setenta y tres segundos de su lanzamiento. Era su décima misión. Sus siete tripulantes fallecieron. Pero, en un mundo sin el desarrollo que hoy tiene Internet, la noticia quedó relegada a cualquier plano.
La gente en el avión va confiada, no ha asomado su rostro ni Facebook ni Instagram ni Twitter y las noticias, aunque vuelan no lo hacen tan rápido como por estos días.
Nadie piensa en accidentes y puede que hasta ninguno sepa del suceso. La mayoría de los que viajan son jóvenes de regreso a casa o de vacaciones. Ella ya ha viajado en avión en otras oportunidades de La Habana a Moscú. El aparato es confortable, al menos esa es su percepción. La tripulación es afable y ha estado al pendiente de que no les falte nada.
Tras el descenso en Canadá están una media en hora en un salón de espera. Hay una pequeña tienda, pero no puede hacer ninguna compra. Recién graduada o no es una cubana viajando por el mundo sin un céntimo en el bolsillo. El gobierno revolucionario de la Isla paga su pasaje, pero no sus antojos. Conversa con el hijo y trata de no pensar. Dos años y medios transcurrirán pronto y volverán a estar juntos. El viajará en unos meses a su país de origen, Perú. Ella se siente tranquila. No habrá nada que los separe ni mujer ni ideas. Ambos se aman. Solo eso cuenta.
La letra de una canción llega a su memoria y la tararea en su yo más íntimo:
Tantas veces
recorriste tantas veces
mi cuerpo con tus manos (...)
Y al llegar a mi casa
me pasé…
***
Afuera hace frío. A él le duele la cabeza de tanto vodka. La chilena salió temprano de la habitación. Todo parece una pesadilla. Mira a su alrededor y se siente solo. Es una soledad abrumadora que espera pase pronto, pero, que ahora duele. Se incorpora lento, indeciso. La vida tiene que seguir y él lo sabe. Dos años y medio pasarán rápido, aunque tenga que repetírselo mil veces a su cerebro de hombre. La chilena estaba guapa, una belleza de mujer. Pero, su mujer es un ángel que un día cayó del cielo para enseñarle que la vida es mucho más que una aventura. Que la vida es un camino largo, escabroso talvez si lo miras con miedo y dudas, pero, si te levantas decidido a enfrentarla la vida es un regalo.
No se puede quedar en Moscú. Debe regresar a la ciudad donde estudia para hacerse ingeniero físico. No hay muchos letrados en su familia e ingenieros menos. La universidad es un reto. Otro idioma, otro país, otras costumbres; y su mujer. Porque pase lo que pase ella es su mujer.
El tren hasta la ciudad de Ereván, saldrá en unos veinte minutos. No lleva un gran maletín, solo sus recuerdos y una canción de despedida. Solo un mechón de cabello de ella. Algunas fotos y una herida abierta en lo más hondo, donde no llegan los intrusos a mirar porque el alma no puede andarse mostrando o los buitres acabaran con ella. Él lo sabe. No necesita haber vivido demasiado para saberlo.
En Ereván se sentirá mejor, a pesar de que es allí donde están los recuerdos. Se enfocará en sus estudios, en escribirle. Hará lo posible y lo imposible para mantener esa unión. Pero, necesita hablarse claro. Al final del camino no quiere sorpresas. Quiere sentir como ella el aroma de la fe, de que todo va a estar bien. Nada ni nadie podrá separarlos.
Una noche, estando el hijo en el hospital se le apareció borracho a exigirle fidelidad y amor eterno. Fue tanto el alcohol que no sabe cómo es que amaneció junto a ella en una de las camas de la habitación donde el hijo de apenas tres meses de nacido se recuperaba de algo que después se supo era asma. A la mañana siguiente, como un delincuente se escabulló entre los pasillos para que nadie lo viera. Una enfermera volteó el rostro y fingió no verlo, él apresuró el paso. Después de esa noche no ha podido dormir bien y se repite que el amor es un duende con el nombre de ella.
El tren echa a andar. Él consigue un asiento que le permite ver a lo lejos los campos cubiertos de nieve y las casas rusas que a poco aparecen y desaparecen en la distancia.
Necesita un tiempo para poner en orden sus pensamientos para aparentar ser fuerte y despreocupado ante sus amigos. Para atender a sus instintos también.
***
Ella lo ha escuchado y se ha quedado en silencio para después decir casi en un susurro:
—Por fin hablas, por fin lo sacas de adentro de ti…
Él hace como que no la oye y le vuelve a decir muy bajo, con un dolor intenso que solo ella entiende:
—No me esperaste, te casaste, no confiaste en mí.
Ahora el silencio tiene cuerpo y rostro y carne y sudor. Ahora el silencio es una mole que los consume a los dos. Cada uno pegado al celular escuchando la respiración del otro. Imaginando al otro, intentando hallar respuestas sin conseguirlo. Los segundos pasan majaderos, a su aire. Demoran cada centésima para hacerse más densos, más pesados. No hay manera de que sea diferente. Ni siquiera ahora.
Ella quiere entender. Él quiere entender. Pero el acertijo de la vida no va a ceder ni un palmo, tampoco esta vez. Los autos en la autopista pasan raudos y la gente donde ella está camina mucho más aprisa. Es el mundo inmerso en sus vaivenes inexplicables.
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Gracias Trina Mercedes Lee de Hidalgo, un abrazo.
Un relato que atrapa de principio a fin por su sencillez, fluidez de las ideas, temática desarrollada, me ha encantado leerte
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