Este cuento con sabor a Lovecraft, es de la autoria de la protagonista de mi libro, quien gentilmente me lo ha cedido para que lo publique. Es de horror cosmico y lleva la impronta de multiples lecturas de terror, como Ratas en las paredes, El cuervo, El color que cayo del cielo, Las aventuras de Arthur Gordon Pim y otros con los que parece haberse alimentado la inancia de mi personaje literario. Es que Ultima rumba en La Habana es una caja de sorpresas. Por eso esta historia, en vez de musica de miedo lleva un trasfondo de guaracha o chachacha.
MEMORIAS DEL SUBSUELO
La puerta resonó con reminiscencias de bronce, como el cercano trueno bajo el cielo de Glencoe, y hasta mi espalda llegó el hálito final del mundo exterior. Pero mi atención estaba centrada en la estancia insinuada bajo el lábil resplandor de las antorchas.
Un salón inmenso o serie inmensurable de salones, creado por un enigmático constructor muerto hace eones. Las tinieblas conviven con las débiles luminarias e impiden determinar la altura, la vastedad, las fantasías ocultas tras las columnas. Yo, la mistagoga, desconozco aún los confines, el exacto número de puertas, los recodos, las goteras sorprendentes que pueblan sus resquicios y se desploman sobre el explorador desconfiado.
Al habituarse mis ojos esa primera vez a la opresiva oscuridad vi una luz y a ella me dirigí por el denso bosque de columnas, obviando los susurros de seres rastreros que huían del peso de mis sandalias, como yo del miedo, acompañante viscoso. Con él caminé muchas horas, subiendo y bajando, en tanto la luz parecía huir ante mí. Al disiparse los vapores de la niebla se mostraba la lejanía imprecisa de la hoguera, siempre en implacable repliegue.
Agotada, anduve los corredores, la teoría de subterráneos y la desierta llanura de piedra: el país de los Plutónidas, seres invidentes que existieron hace milenios. Los jeroglíficos a relieve denuncian sus ideas sobre el cosmos; los menhires decorados con animales de la profundidad, monstruos sin ojos de alargadas orejas y tentáculos en la frente sirvieron de modelos al tacto exacerbado de los escultores.
Pavorecida, continué persiguiendo la hoguera hasta que, al fin, quedó inmóvil en la negrura, agrandándose a medida que mis huellas quedaban impresas en el polvo.
El viejo se mantuvo inmutable cuando quedé bañada por el resplandor de las pulidas paredes que multiplicaban el surtidor de fuego surgido de la tierra como un nimio volcán. Me paré inmóvil en la inasible frontera de la oscuridad, esperando una señal, un gesto, que no vino. El otro miraba las llamas, instalado en el milenario silencio, decrépita estampa de la vejez semejante a una estalactita. Como un animal nocturno- hoy comparto ese privilegio-sus ojos brillaban frente a la llama y era su figura la estatua sedente de un dios felino disfrutando del calor más allá de la última cacería. Me asaltó la idea de que el anciano fuera uno de los Antiguos o quizás heredero de esa raza, de una edad inconcebible. Sentí la modorra subir por mis miembros y el sobresalto me ganó cuando percibí la voz y vi las estrías del rostro moverse. -¿Eres la elegida del Dios? preguntó con voz tan profunda como la pétrea habitación.
-Soy- dije con voz más firme de lo permitido por la costumbre.
-Entonces, cuando se haga la señal, viajaremos hasta el lugar de los secretos.
Y calló mientras hacía un gesto vago hacia el fuego que, quise pensar, era una invitación a sentarme. Juntos compartimos el filtrar de las aguas, el leve movimiento de la tierra, el crecer de las rocas vivas, guardianas del mundo de las salamandras, los dominios oscuros que desterraron la luz e incidieron sobre el árabe loco para que copiara el Necronomicón, el más arcano de los libros inexistentes, pensado por los Antiguos y recibido en sueños, para su desgracia, por algunos infelices. ¡Que las Potencias me protejan de su destino!
Mucho fue el tiempo gastado en la inmovilidad, en tanto la flama crecía de manera imperceptible pero inexorable, acercando el instante de la marcha y el encuentro con lo desconocido.
La elevación del fuego hacía refulgir las paredes, negras como el alma de un pedófilo; cuando la altura de la hoguera llegó a lo inconcebible su grosor adelgazó tanto que apenas calentaba el aula de piedra. El ermitaño ordenó: ¡tiéndete! y ambos aguardamos, acostados sobre el lecho de rocas, pulido por otros cuerpos anteriores, de distinta morfología, miramos y vimos la señal, caracteres desconocidos que se inflamaron en el techo. El anciano musitaba algo, una oración tal vez. De pronto comprendí que traducía los torcidos renglones del Dios, el mensaje grabado en la roca mil millones de años antes. He aquí lo que dijo:
- Fuego en la montaña y en mi vida / aurora negra lamida por la llama / de un sol apresurado hacia la muerte / en la selva que guarda la memoria / inerte y circular de la belleza. / Arma extraña del destino / mujer lunar que desconozco / los días se besan con tus labios / la espalda inaccesible a mis canciones / vibrantes en la mano del milenio. Hizo una pausa y, titubeante, continuó:
¿Qué arena esconde en el camino / errante del poeta equivocado / quien marcha tras el rastro de una nube? / Serás la nube y el camino / de un rostro grabado en la espesura./ yo, poeta alucinado / fui hereje / soy...cenizas
El silencio del viejo y la oscuridad repentina nos sepultaron de inmediato, unidos. Durante algunos segundos nadie habló y la paz se engrandeció en nuestros cerebros. La temperatura, la tiniebla y la suspensión de los ruidos estuvieron a punto de hacernos felices. Pero, un silbido creciente y el rasguño de unas garras, me convencieron de que el viaje había comenzado.
El resoplido de un animal y la fosforescencia que llegaba de las galerías contrarias a mi camino reciente, hicieron latir mi corazón: pronto mi tarea sería cumplida. El miedo se desvaneció ante el honor del sacrificio; si pasaba la prueba sin abandonar la cordura sería poderosa. La más poderosa.
Algo rasgó el aire, una rasposa correa recorrió mi cuerpo, lavando la tierra e impureza. Con los ojos cerrados soporté el extraño contacto, lenguas que me recorrían hasta lo recóndito. De inmediato fui colocada sobre una rugosa montura y se inició la marcha hacia lo desconocido. Creo que entonces perdí el sentido.
La fresca corriente de aire que movía mis cabellos sacó mi cerebro del olvido. Al abrir los ojos encontré un círculo monstruoso: diez salamandras agazapadas sobre piedras me observaban, inmensas, con ojos de gránate almandino. Sobre una piedra mayor un macho casi transparente se dejaba envolver por el fuego de un surtidor, gemelo del guardado por el viejo, quien se encontraba arrodillado ante la bestia, a una distancia suficiente para que no lo quemase el ardor del torrente. Mantenía los ojos cerrados y su actitud tranquila y despegada me dio la sensación de que había visto esto en incontables ocasiones.
El terror había remitido. Intuí lo que debía ocurrir y estaba preparada para ello. Mi guía aguardaba con los ojos sellados, impertérrito. Entonces el gran macho, las otras eran hembras, decidió moverse, avanzó hacia el antiguo servidor y, abriendo sus enormes mandíbulas, lo tomó en la boca, tragándolo de una sentada. Mi espanto helado casi me aniquila, pero el lagarto realizó una especie de enjuague y después, con delicadeza, regurgitó al hombre envuelto en una brillante costra que se adhería al cuerpo vivo y reflejaba la luz.
Maravillada, vi marcharse al coro de salamandresas llevando al hombre, cuya piel comenzaba a suavizarse bajo la película que lo envolvía en posición fetal.
Al quedar sola, siento frío en mi piel y un extraño miedo se apodera de mi ser. Puedo oír sus pasos, las uñas poderosas, el aliento del único animal que sobrevive a las llamas, se regodea en ellas y logra recibir carga vital de su contacto. Una de sus patas me toca levemente, intenta indicarme algo. Vuelvo mi cuerpo, lo despojo de la ropa y, casi involuntariamente, miro al ser que me solicita. Ya está lista la verga, larga e intolerable. Me vuelvo hacia la tierra y levanto mi vulva que recibe los lengüetazos bífidos del reptil; una de las dos puntas se introduce en mi vagina y siento que un choque eléctrico, una cálida corriente asciende hasta el cerebro, en tanto la serpiente acaricia cada terminación nerviosa, lame los jugos, prepara la cavidad para la punta de su lanza, lubricando con la misma saliva regeneradora que envolvió al anciano. Mi sexo parece crecer, abrirse a la luz y el calor que porta el reptil; estoy a punto de gritar de placer cuando un delicioso dolor invade mis genitales. El fuego me ha tomado y se abre camino mientras dos garras sujetan mis brazos y la lengua acaricia mi cuello, la espalda, los senos, de forma imposible para un amante humano. La extraordinaria sensación se acompaña de una luz suave llegada desde las rocas, resplandecen las paredes con intensidad, como nuncio de un evento inmediato. Mientras me refocilo veo, entreveo soñadora, un tornasol que irisa el exterior de las peñas, baña las estalactitas e invade las oscuras cavidades del techo. Un rumor desconocido, estremecedor, se escucha sobre mis jadeos y el silbido de amor del saurio. La temperatura ha subido, todo está blanco, lechoso
¡Voy a morir! En el último espasmo...
¡Horror! ¡Es terrible! Monstruoso! ¡He visto! ¡Han llegado!
¡Oh Dios! ¡Ellos están aquí!
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