Cuentos urbanos: El inventor (XVI) - La invasión del cielo

 



VII. La ocupación del cielo

 

Desde este momento, la historia de lo que ocurrió en la ciudad de Gijón pierde todo atisbo de verosimilitud. Los periódicos nacionales e internacionales que refirieron la noticia, no supieron qué calificativos aplicarle. Pero quedó claro que las cosas más bellas no tienen por qué restringirse al campo de lo irreal.

 

Nadie esperaba que alumbrara sobre Gijón una mañana de tan aparente tristeza. El día de Navidad. El cielo destapó su azul más espléndido, y en el mar cabrilleaban los rayos de un sol tan vivaz, que parecía poseer la jovial inquietud del estado líquido. Había belleza repartida por los jardines y las fachadas de la ciudad. Aunque las personas no manifestaran ningún signo de esperanza, el cielo y el mar la contenían en grado sumo… ¿Cómo si no podría haber ocurrido el milagro?

 

Los soldados patrullaban por el paseo marítimo. Bajo las luces tan acrecidas de la mañana, Cimavilla tenía semejes de fortaleza medieval. El tiempo se había estancado, y nada parecía que fuera a ocurrir en uno u otro sentido… Sin embargo, algo estaba a punto de suceder.

 

Esa misma mañana, la tristeza condujo de nuevo a Barrientos al balcón de la Torre del Reloj. No tenía idea (aunque no le hubiera costado imaginarlo) de que lo estaban observando desde un punto situado en las florestas del Jardín Botánico Atlántico. El coronel Bertin fue oportunamente informado de este particular, y, por si fuera necesario, mandó disponer un francotirador que tuviera a Barrientos en todo momento en el punto de mira. Barrientos no lo sabía de cierto, pero una especie de frío propagándose por su fluido sanguíneo le hacía barruntarlo. Y la verdad era que de unas horas a esa parte había perdido todo interés por su supervivencia. Esto también lo presentía el coronel Bertin. Barrientos se ha vuelto loco, y Barrientos sirve de inspiración a todo el movimiento que se ha originado en la ciudad de Gijón. Si Barrientos desaparece de escena, todo lo inmediato a él se desmoronará como un castillo de naipes.

 

La mañana azuleaba en los confines más distantes del mar. Gijón quería abrirse a un nuevo día. Barrientos se acodó en la barandilla de la terraza, y proyectó una ensoñadora mirada hacia el lejano barrio de Cimavilla. Seguía con el hormiguillo en la sangre. El francotirador, mientras tanto, no había dejado de apuntarle. ¿Qué importaba la vida si se le habían agotado todas las razones de existencia? Sentía que en su alma se descamaban los ideales de antaño.

 

Sus ojos apreciaron un fulgor plateado en Cimavilla, justo a la altura del “Elogio del Horizonte” de Chillida. Y fue entonces cuando la mañana liberó su grito, que nacía de la tierra y el mar. Empezó a ocurrir algo totalmente inexplicable.

 

Quizá él lo supiera por haberlo leído en alguna parte. La paloma es la única representante del mundo de las aves que permanece fiel a su pareja. Y en el corazón de Barrientos halló cálida acogida esta noción de fidelidad. Sus ojos se dilataron maravillados cuando por el lado más apartado del mar surgió un reflejo blanco, que al cabo de pocos segundos asumió el dulce parpadeo de un escuadrón de mariposas.

 

–¿Son palomas? –se sorprendió preguntándose en voz alta.

 

El cielo se fue cubriendo con un cariz de milagro, y sobre la tierra se extendía todo género de sombras volubles. Quienes contemplaban el espectáculo, sentían el alma sobrecogida por una emoción desconocida. No sólo eran palomas; también se percibían los vuelos de cosas cuya presencia en el cielo se diría inverosímil: la más variada representación del reino de las aves (águilas, garzas, cigüeñas, flamencos, gansos salvajes, golondrinas, tucanes, pájaros cantores, somormujos, aves del paraíso, charranes árticos…) y de las especies marinas (orcas, anguilas, delfines, ballenas, escualos, pulpos, peces luna…) , globos de superficies reflectantes, imágenes de palacios escondidos entre nubes y montañas, lunas de verano, mamíferos de los mares y de las selvas, lágrimas que formaban ocelos en las alturas, campanas ensambladas por un tejido de hojas de acebo, ángeles batiendo sus alas y amorcillos liberando el clamor de sus trompetas… Y así centenares de imágenes que a lo largo de las épocas han poblado los sueños de la humanidad.

 

Encabezando este celeste desfile, iba una paloma mensajera.

 

Los militares que patrullaban el paseo marítimo, no sabían qué disposición tomar ante semejante despliegue de milagros. ¿Debían abrir fuego o esperar a ver si realmente aquello representaba una amenaza? Las armas apuntaban a lo alto, como previendo la orden de ser utilizadas. Pero el comandante Serrano se mostraba indeciso.

 

Todo había ocurrido de un modo muy súbito, y en la ciudad de Gijón no había cabeza que no mirara hacia arriba, a semejanza de las armas de los soldados. Las cámaras de televisión estaban capturando las imágenes que inmediatamente darían la vuelta al mundo. El cielo, tan nítido y azul en un principio, pareció oscurecerse; sombras indefinidas se deslizaban por la tierra a una velocidad de quitar el hipo; algunos pensaron que eran como cometas que surcaban los aires. Por el espacio se propagaba el sonido de algo semejante a un rabioso batir de alas. El milagro se había apoderado de la extensión de la bahía de San Lorenzo, y recaló tomando la curva del río Piles. Se diría que la Universidad Laboral era la siguiente etapa del recorrido.

 

Superado el estupor del principio, Cimavilla prorrumpió en vítores y palmadas. El padre Leandro se arrodilló junto al atrio de la iglesia de San Pedro Apóstol; estaba convencido de que en este asunto mediaba la intervención de Dios.

 

Irene sentía deseos de iniciar un desenfadado baile de felicidad. Ella no sabía que también sus padres y su hermana asistían desde su ventana al espectáculo de la invasión de los cielos, y tampoco sabía que estaban soltando abundante caudal de lágrimas por la emoción de lo que veían y por el recuerdo de ella.

 

El milagro fue concebido para que fuera admirado por todos, y no hubo quien no saliera a la calle en ese sagrado momento de la mañana. Hasta los retenidos de la Universidad Laboral vieron franqueado el paso para que pudieran salir al Patio Corintio y así dirigir la mirada a los cielos. Seguía percibiéndose el enérgico batir de alas y el sugerente ronquido de las trompetas de los querubes. Luces en el cielo y sombras en la tierra.

 

Todos estaban eufóricos en el colegio de La Salle. El director creía estar asistiendo a un prodigio similar a las visiones que tuvo el profeta Ezequiel a orillas del río Quebar. Los alumnos jaleaban y agitaban los brazos al colmo de su entusiasmo. Veían animales salvajes y catedrales en el cielo. El mismo entusiasmo se hacía prolongable a Jerónimo Ortega; nunca había creído en milagros, pero, conforme pasaban los segundos, era evidente que aquello no podía tener traza de una alucinación colectiva. Entretanto, el mundo, a través de las cámaras de televisión, asistía boquiabierto a aquella muestra de lo imposible.

 

Ya empezaban a verse los terrenos de la Universidad Laboral moteados por las sombras proyectadas desde el cielo. El coronel Bertin sabía que Barrientos seguía en el punto de mira del francotirador, y sólo faltaba su orden para que aquél dejara de ser un problema. Empero, a los militares no les gustan los imprevistos milagrosos, y Barrientos quedó momentáneamente relegado a un segundo plano de consideración.

 

Las palomas describieron un apretado círculo en torno a la Torre del Reloj. El francotirador perdió de su visual la imagen de Barrientos. Las palomas revoloteando y el cielo plagado como de extrañas cometas.

 

De repente, una paloma se destacó del resto de la bandada, y fue a parar a la proximidad de Barrientos. Éste observó que llevaba un pequeño tubo anular sujeto a la pata izquierda. ¿Se trataba de un mensaje para él? ¿De quién, si así era?... Con sumo cuidado, tomó el tubito de la pata de la paloma, ella emprendió el vuelo de nuevo y él se dispuso a averiguar lo que contenía ese mensaje… Las palomas y otras bandadas de aves seguían trazando sus tirabuzones en torno a la Torre del Reloj. Barrientos experimentó una honda conmoción, que se expandía por todo su pecho. El mensaje estaba concebido en los siguientes términos:

 

 

Aunque uno pretenda lo contrario, al final termina creyendo.     G.A.

 

 

La algarabía del cielo iba en aumento. Barrientos se quedó sin poder precisar el rumbo de sus pensamientos. ¿Creer en qué?

 

El soldado francotirador se puso en comunicación con el coronel Bertin por medio de su dispositivo de onda corta.

 

–Señor, he perdido de vista al objetivo. La masa de pájaros me impide visualizarlo.

 

El coronel Bertin estaba desbordado por la semblanza que había asumido el fenómeno. Si únicamente se tratara de una bandada descontrolada de pájaros, podría otorgarle cierta lógica; pero lo desconcertante del caso era la gran cantidad de imágenes oníricas que se habían adueñado del escenario de los cielos. ¿Barrientos qué pintaba en todo esto?

 

–Soldado, queda abortada la operación. Abandone su puesto.

 

Las aves seguían formando un tupido bucle en torno a la Torre del Reloj. La emoción de Barrientos abarcaba más allá de su pecho. ¿En qué era necesario creer? Muchos años de una vida gris e insípida podían verse neutralizados por tan sólo un instante de gloria. Poner los brazos en cruz una y otra vez, y acoger los milagros que el cielo dispensaba con insólita largueza. Era necesario creer en ello, y toda creación desea destapar la impronta de su autor.

 

–G. A., yo también tengo el anhelo de creer. Pocas veces en mi vida he creído como en este momento. Gracias, quien quiera que seas, G. A.

 

Proyectó una vez más su mirada hacia Cimavilla. Entornó los párpados, pues no estaba seguro de que su visión no estuviera entorpecida por una especie de fiebre. Después de tan inverosímil catálogo de imágenes en el cielo, no había de resultarle extraño avistar una enorme esfera transparente suspendida en la cresta del promontorio de Cimavilla, justo en la localización del “Elogio del Horizonte” de Chillida. Barrientos no estaba seguro de que esta visión se hiciera extensiva a todos los habitantes de Gijón, y de rechazo al mundo entero, a través de los objetivos de las cámaras de televisión.

 

De repente, dentro de la esfera se definieron los rasgos de un hombre de extraña apariencia: boina vasca, abrigo oscuro, gafas de montura de acero, rostro poblado de espesa barba. Ese hombre parecía mirarle a él en exclusiva. Una mano sarmentosa le saludó desde el interior de la burbuja. Barrientos, pese a su acaloramiento, lo comprendió todo con claridad meridiana. Estaba seguro de que el hombre de la burbuja no era otro sino el misterioso G. A. Ya no le quedaban dudas acerca del fundamento de su creencia. Algo extraordinario, algo que determinaría el resto de su vida, se estaba verificando delante de sus ojos.

 

Dejándose llevar por un emocionado impulso, saludó a su vez al hombre de la burbuja. Saludó a G.A.

 

CONTINUARÁ…

 

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

 

 



 

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