Volvían una mañana de las lejanías del mar. La barca iba tan cargada de atunes, que casi se salían por la borda. Jem manejaba el timón, y Melody se encontraba a proa, en la amura de babor, justo en el extremo opuesto a su padre. El mar ostentaba el azul más bello de California, las nubes se disolvían en el cielo como pensamientos de madrugada. Parecía mentira, reflexionaba Jem, pero su hija ya había cumplido tres años. Y cada vez se le agudizaba más el deseo de retenerla a su lado.
En el muelle había dos personas esperando que la barca atracara. Un hombre y una mujer, tan bien vestidos que parecían sacados de una película policiaca de Hollywood.
Jem arrugó el ceño, mientras que Melody lo desplegó hasta casi tocar el techo de la frente.
–Mister Sandoval, soy James Lowell –se presentó el hombre–, y mi compañera es miss Caroline Andrews. Venimos de parte de Asuntos Sociales. Desearíamos hablar unas palabras con usted.
–Yo no tengo nada que hablar con ustedes –repuso Jem en tono desabrido.
–Señor, nos han llegado informes de que usted tiene una hija a la que todavía no ha matriculado en la escuela, y tampoco existe constancia de que le haya puesto las vacunas correspondientes a su edad.
–Es asunto mío. Yo no husmeo en las vidas de los demás, y, de igual modo, no permito que se metan en mi vida y en la de mi hija, por añadidura. ¿Quién me ha denunciado?
–No ha sido formulada ninguna denuncia –aclaró la mujer–. Simplemente nos han informado de lo que acaba de explicarle mi compañero.
–Eso es lo que quiero saber… ¿Quién les ha informado?
–El sheriff del condado –respondió lacónicamente James Lowell.
–¡Ahora lo veo claro! El sheriff es un feligrés que nunca falta a la iglesia.
–No veo qué relación tiene ese detalle con lo que nos ocupa.
–Será usted, porque yo, repito, lo veo absolutamente claro.
Jem barruntaba la proximidad de una tormenta aún más violenta que las que asolaban aquella parte del Pacífico. No era lo bastante lerdo como para no saber que cuando se libraba una lucha contra el coloso burocrático, siempre la parte contraria llevaba las de perder.
–¿Qué quieren ustedes de mí? –preguntó por últimas.
–Queremos que garantice a su hija los derechos que le viene negando –repuso la mujer en tono neutro.
–¿Qué pasaría si considerase conveniente incumplirlos?
–Sencillamente el condado le arrebataría la custodia de su hija –terció el hombre, delatando cierta severidad.
–¿Habría que ir a juicio?
–Desde luego.
–¿Tendría posibilidades de ganarlo?
–Casi ninguna.
–Pues bien, iremos a juicio.
Los dos funcionarios de Servicios Sociales intercambiaron unas miradas cargadas de estupor. Acto seguido se fijaron en la niña, reparando en que tenía la piel tostada por el sol y el pelo muy claro, casi como la miel rubia. Sus ojos eran verdes, mientras que los de su padre presentaban un color impenetrable, similar al de un anochecer despojado de estrellas. La niña desempeñaba el papel de la luz combatiendo las tinieblas, cuyo representante no podía por menos de ser su padre. Los ojos de la niña se volvieron una laguna, y de los mismos corrieron sendas cascadas de amargura.
–Quiero ir con otros niños –prorrumpió con palabras cortadas por sollozos.
Jem se quedó rígido como una estaca. Los funcionarios de Servicios Sociales, acuciada de repente su expectación, se acercaron a la niña.
–¿Qué dices, Melody? –le inquirió dulcemente miss Caroline.
–Mi padre no quiere que me junte con otras personas.
Una desagradable sensación de frío, más quemante que todos los fuegos del averno, le invadió el corazón a Jem. El amor de su vida, lo único que le quedaba en el mundo y podía consolarle de la ausencia de Rebeca, le estaba colocando en la picota. Se le descompusieron los intestinos al percatarse de su nuevo fracaso. ¡Maldita fuera la vida! Hasta su propia hija se tiraba a sacarle los ojos.
–¿Es cierto lo que Melody está afirmando? –le preguntó James Lowell, mudando su acento a las más severas inflexiones.
–Es cierto –respondió impertérrito.
–¿Por qué razón?
–Por protegerla de las gentes malas, que en este pueblo se reproducen como medusas.
–Es de usted de quien hay que protegerla –terció asqueada miss Caroline.
–Sólo podrán arrebatármela haciendo de mí un cadáver.
–Vamos a tener que ponerlo en conocimiento del sheriff.
–Como si lo ponen en conocimiento del gobernador de California.
–¡Papá, no estás bien! –exclamó Melody con la voz tomada por el espanto.
Llegados a este punto, Jem sintió que los brazos le flojeaban. Contra su propia hija no cabía lucha posible. Se quedó mirándola como una estatua de piedra; por un instante, se notó incapaz de liberar el aire de sus pulmones. Melody dio un paso hacia donde estaban los funcionarios de Servicios Sociales.
–¿Es lo que quieres, querida niña? –preguntó Jem, mientras una emoción dolorosa le serpenteaba el pecho.
–Quiero ir a jugar con otros niños –dijo ella, sin atreverse a mirarlo.
–¿Pueden llevársela ahora? –preguntó Jem a los dos funcionarios.
–Sólo si usted lo consiente –dijo el hombre–. En caso contrario, habría que esperar al veredicto del juez.
–Mi voluntad es la de mi hija. Si ella prefiere a la otra gente, yo no puedo hacer más por disuadirla. Yo no soy un monstruo.
–Nadie lo pone en duda, mister Sandoval –dijo Caroline Andrews, trasluciendo una nota de emoción en su tono de voz.
–En mi casa hay ropa y cosas que se debería llevar. Aquí les dejo la llave.
–Gracias por facilitarnos la labor, mister Sandoval –dijo James Powell, haciéndose cargo de la llave–. ¿No nos acompaña?
–Prefiero quedarme aquí.
En ese instante, halló el suficiente arrojo para mirar a su hija de nuevo. Ella mostraba en las líneas de su rostro la misma congoja e incertidumbre que a él le dominaban. Jem dejó quietos sus labios, pero pudo percibir el eco de las palabras que en su interior se estaban articulando: “Te quiero, mi niña”.
–Tendrá que firmar la cesión de la custodia –le advirtió James Powell.
–Firmaré lo que haga falta.
Los dos funcionarios no pasaban a creerse el cambio de actitud que se había operado en el padre de la niña, cuando al principio pusiera tantos impedimentos.
Tras firmar un improvisado documento en el que renunciaba a la custodia de su hija, Jem se quedó como si le hubieran asestado un golpe en mitad de la frente. Parecía verlo todo entre brumas, como si la realidad hubiese perdido el carácter que le es propio. No sabía qué hacer ni qué decir. Sus ojos no podían despegarse de la que hasta hacía pocos segundos fuera el objeto de su vida.
–Melody, despídete de tu padre –dijo Caroline Andrews, marcándosele un nudo en la voz.
La niña, dudando asimismo de la realidad de esta situación, no se atrevía a alzar sus párpados. No sabía qué sentimiento era más fuerte en ella: si el cariño por su padre o el deseo de integrarse en una sociedad de la que no tenía el menor conocimiento.
–Adiós, Papá –acertó a pronunciar no obstante.
–Adiós, mi niña –murmuró Jem en un tono que era una auténtica endecha de sufrimientos.
Melody y los dos funcionarios se alejaron del muelle como la nube que se adentra en las distancias marinas. Jem subió de nuevo a la barca, y de ahí no se movería en un buen rato. Seguían los pescados allí, con sus escamas reflejando el furor del sol matinal. Tenía la rotunda sensación de no haber luchado lo suficiente para conservar a Melody a su lado. Pero si ella misma no quería estar con su padre, ¿qué le quedaba por hacer a éste? Una vez más había un derrotado, sin saber quién era el vencedor. Un fracaso más que Jem había de sumar a los numerosos que habían jalonado su paso por la vida.
Llegó el momento en que el sol se situó en el meridiano, los rayos caían con implacable perpendicularidad, apenas si se formaba una sombra a bordo de la barca. Jem despreciaba la vida en sociedad, y no se imaginaba el alivio que habría podido experimentar si hubiera dado curso a las lágrimas.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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