Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (XIX) - Las peripecias que pasó Jem para encontrar a Rebeca

 
Pido perdón por la extensión del capítulo, pero quiero dejar cerrada esta parte de la historia.
¿Cómo fueron previamente las cosas para Jem? Su corazón no llegó a apaciguarse, ninguna noche pudo descansar en un mismo sueño. Haber perdido al amor de su vida y ahora a su hija. No podía asimilarlo, pese a tener una afincada costumbre de soledad. Melody estaba en una casa de acogida allí mismo, junto a la costa de San Juan Capistrano. La casa se veía desde el mar, y muchas veces Jem embarcaba para situarse en una adecuada perspectiva que le permitiera atisbar aquélla con ayuda de unos prismáticos. Y desde allí podía observar a Melody jugando en la playa con otros niños y tratándose con otras personas, entre las cuales destacaba Arthur Seygfried, el párroco. Entonces el mar se volvía sumidero de penas para el padre despechado, para el amante frustrado, para el hombre que gastó su vida en soledad. No podría aguantar mucho de esa forma, así lo presentía con más vehemencia conforme pasaban los días.
El nombre de Rebeca venía investido de un fugaz carácter de esperanza en los momentos en que contemplaba las constelaciones de una estación que acudía al encuentro de otra. Si Rebeca hubiera permanecido a su lado, a pesar de todos los inconvenientes a que se enfrentaban, estaba convencido de que Melody hubiera seguido con ellos y hubiera crecido feliz, alejada de los efectos de la melancolía que traía aparejada la soledad de su padre. Rebeca era símbolo de esperanza y redención, así lo sentía Jem con más poder cada día que pasaba. Rebeca era la personificación de todo lo bello y amable de la vida. Jem debía encontrarla, a menos que prefiriera enfrentarse a la lobreguez de sus días. Mirando desde el mar a la casa de acogida donde Melody había iniciado un nuevo caminar, se afianzó en esta certeza. Ahora que ya no tenía otras responsabilidades que atender, había llegado la hora de retomar con ahínco la búsqueda de Rebeca. Decidió, en consecuencia, procurarse los servicios de un detective privado que abordara las líneas de investigación que él, Jem, se veía incapaz de llevar a cabo por cuenta propia debido a su desconocimiento de cómo funcionaba el mundo apartado de las aguas del océano.
En la lonja del puerto se enteró de la dirección de un detective privado que acababa de jubilarse y que respondía al nombre de Carson Stevens. Se había ido a vivir a una pequeña villa situada en la isla de Santa Catalina, donde empleaba las horas dando largos paseos por el litoral y cuidando de las plantas de su pequeño jardín.
Jem decidió jugarse el todo por el todo. Una madrugada de tiempo sereno enfiló la proa de su barca rumbo a Santa Catalina, que distaba pocas millas de San Juan Capistrano. Era la culminación de la mañana cuando, tras haber atracado en una tranquila cala, dio con la villa del detective.
Carson Stevens se encontraba casualmente en el jardín, trasplantando esquejes de rosal de Alejandría. Se trataba de un hombre obeso, de rostro grasiento y ojos azules, redondos como canicas. Se protegía del sol y de su calvicie con un ajado sombrero de paja. Tenía la blusa marcada por enormes cercos de sudor. Tan enfrascado estaba en su labor, que no pudo por menos de arrugar el ceño en cuanto vio a Jem traspasar la cancela del jardín.
Jem no se anduvo por las ramas. Con tono suplicante requirió los servicios del detective, quien en un primer momento se mostró severo e inflexible. Pero en cuanto abrió los oídos a las explicaciones del desdichado pescador, abatió la frente y se quedó unos instantes pensativo… Acababa de jubilarse, como quien dice, aún no había tenido tiempo de degustar plenamente las mieles del descanso, pero no cabía duda de que el hombre que tenía al lado sufría, y, en principio, la búsqueda de una mujer, que para más señas había sido actriz porno, no se le antojaba complicada. No era porque la historia del pescador le conmoviera especialmente, sino porque se trataba de un caso de sumo interés, que era distinto a otros que había abordado a lo largo de su larga carrera como detective.
Con la promesa de ir a visitarle a su galpón de San Juan Capistrano, Carson Stevens se despidió de Jem y siguió enfrascado en sus tareas de jardinería. Jem se fue con una esperanza peregrina palpitándole en su interior. Al fin y al cabo las cosas podrían mejorar y no ponerse peor de lo que estaban.
La esperada visita no tardó en verificarse. Al cabo de cuatro días, el detective se presentó en el galpón de Jem, justo cuando éste acababa de regresar de una nueva jornada en el mar. Le traía noticias alentadoras. No le había hecho falta salir de Santa Catalina (por lo que sus honorarios no serían muy elevados) para averiguar que Rebeca Evigan era efectivamente Solange Reyes, y sin duda se podrían obtener noticias de ella por medio de Jimmy Staunton, el realizador que había dirigido todas las cintas porno en que ella había intervenido; éste tenía los estudios en una casa de West Covina, localidad no muy distante de Los Ángeles.
Jem se mostró un poco alicaído. No se creía que ella hubiera regresado al mundo porno, pero esta noticia era mejor que nada. Carson Stevens le ofreció ir a Los Ángeles para hacer una investigación más exhaustiva; reconocía que desde que se había retirado, le daba pereza andar de acá para allá, y por eso, en la presente ocasión, sólo se había limitado a contrastar algunos datos a través de Internet; no obstante, si este indicio no le parecía a Jem lo suficientemente satisfactorio, estaba dispuesto a afinar aún más en sus pesquisas. Jem se lo agradeció, pero le dijo que con esta información ya tenía bastante. Algo le decía que, tirando del hilo del realizador porno, conseguiría dar con el paradero de Rebeca.
Tras cobrar sus honorarios, el detective se marchó, conmovido por la mirada que apreció en los ojos del pescador, en la cual ahora se aunaban la tristeza y la esperanza.
Antes de tomar una decisión definitiva, Jem aparejó su barca y se dirigió al sitio desde el cual podía avistar desde la lejanía el jardín de la casa de acogida en la que ahora su hija habitaba. Melody desdibujándose como una imprecisa silueta en el horizonte costero. Una niña preciosa que tenía una madre y un padre. Y merecía disfrutar de la presencia de los dos. Jem ya no vaciló. Partiría de inmediato en busca de Rebeca. Le haría entender que no podían estar separados por causa de las habladurías; era mejor resistir las acechanzas de los meapilas de San Juan Capistrano que sufrir la ausencia de las personas amadas. Puso en funcionamiento el motor de la barca, ansioso de emprender un nuevo rumbo.
Esa misma tarde tomó un autobús, y a primeras horas de la madrugada sus ojos apreciaron el soberbio skyline de Los Ángeles. En la terminal se enteró de un autobús que partía con destino a West Covina, pero eso no sería hasta la hora del alba. Se dispuso, pues, a descabezar un sueño en uno de los bancos que allí había. No llevaba de equipaje más que su tosco macuto de pescador, y, apoyando en éste la cabeza, cayó en un reparador duermevela. En alguno de los sueños que debió tener, se le apareció la figura de Rebeca, tan adorada, y se afianzó en el propósito de remover cielo y tierra hasta dar con ella.
A mitad de la siguiente mañana, el nuevo autobús le dejaba en las calles de West Covina. Llevaba escrita en el papel que le había facilitado el detective la dirección del realizador de películas porno. Se trataba de una casa que, a no dudar, en el transcurso de las noches ofrecería el aspecto de una mansión terrorífica, aunque a escala reducida. Resultaba llamativo ver las persianas bajadas y clausurados los tragaluces de lo que debía de ser la buhardilla; quizá se debiera a que aún la mañana no estuviera avanzada. Jem comprendía que su visita a Jimmy Staunton tal vez no se desarrollase por cauces de cortesía, pero sus deseos de dar con Rebeca eran verdaderamente imperiosos. Buscó la puerta principal, y llamó al timbre.
Acudió a abrirle una mujer de ascendencia mexicana, que tenía toda la pinta de una empleada doméstica. Jem preguntó por Jimmy Staunton, y a su vez la mujer le preguntó para qué quería ver a su jefe; Jem le respondió que se trataba de una cuestión de vida o muerte y que le urgía ver al dueño de la casa sin la menor demora. La mujer respondió que su jefe estaba en mitad de un rodaje y que era forzoso esperar a que acabara. Jem comenzó a amoscarse, estaba muy cansado del largo viaje que había hecho y no estaba dispuesto a esperar o a marcharse sin una respuesta.
Por los sonidos, le resultó fácil averiguar dónde se encontraba la zona de rodaje, y hacia allá se encaminó, haciendo caso omiso de las elocuentes advertencias de la empleada doméstica.
Al abrir una puerta se dio de manos a boca con una ardorosa escena lésbica, en las que dos tentadoras actrices de color se estaban comiendo mutuamente el chichi. Allí sólo había un hombre grabándolas con una cámara de Super8, por lo que Jem infirió que se debía tratar sin duda de Jimmy Staunton. Éste se volvió hacia el intruso con un gesto de rabia, que se mudó en estupor en cuanto Jem le preguntó dónde se encontraba Rebeca, por otro nombre Solange Reyes. Las dos actrices dejaron de comerse el chichi, y en un principio pensaron que la presencia del intruso obedecía a una modificación de última hora del guión, pero al ver lo nervioso que se había puesto Jimmy empezaron a temer que aquél fuese un psicópata. Jimmy dijo no saber nada de Solange, pero al mirarle a los ojos, Jem comprendió que estaba mintiendo.
El cansancio y la desesperación hicieron mella en su, por lo habitual, reposado temperamento. No se veía con ánimo de suplicar a ese mindundi de voz afeminada; tampoco su oratoria podía ofrecerle argumentos convincentes que poder esgrimir en esta ocasión. La sangre se le agolpó, pues, en el rostro, y, apelando a sus ejercitadas fuerzas de marino, agarró de las solapas de su chupa de cuero a Jimmy Staunton, quien enseguida se apercibió de la desventaja en que se encontraba ante una hipotética pelea. Jem lo arrinconó contra la inmediata pared, mientras las actrices salían despavoridas de la habitación. La empleada doméstica, por su parte, hizo ademán de coger el teléfono para llamar a la policía, pero se contuvo de hacerlo a cuenta de la mirada fulminante que Jem le dirigió.
Acto seguido, Jem repitió a Jimmy la pregunta que le había hecho, advirtiéndole que como le dijera un embuste volvería en su busca para hacérselas pagar muy caras. Jimmy tragó saliva y desembuchó todo lo que sabía, motivo por el cual Jem le liberó las solapas. Precisamente esa misma mañana Solange tenía que ir a un hotel de Los Ángeles para hacerle una mamada a un político corrupto que él, Jimmy, conocía y con el que estaba en deuda. Jem, al percatarse de que aquél había extorsionado a Rebeca, no pudo reprimir asestarle un puñetazo en la boca del estómago. Luego puso pies en polvorosa.
Le había sonsacado a Jimmy la dirección del hotel y el número de la habitación a la que Rebeca debía presentarse. El tiempo no le venía sobrado si quería evitar que la mujer de su vida se viera envuelta en una desagradable situación.
Se gastó un buen puñado de dólares en la carrera de un taxi que lo dejó junto a la misma marquesina del hotel. Hizo caso omiso del recepcionista, quien, en vista de que un intruso se colaba en uno de los ascensores, avisó inmediatamente al personal de seguridad. Jem subió las doce plantas con el corazón en un puño, mayormente por la emoción de reencontrarse con Rebeca después de tanto tiempo. Llegó a la habitación en cuestión, oyó los gritos de aquélla y fue cuando comprobó lo acertado de la intuición que lo había conducido allí.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
 
 

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