Los de seguridad atendieron a Rebeca y Jem con todos los miramientos debidos a su calidad de víctimas, en tanto que el político de alma corrompida pasó a manos de la policía por su situación de agresor de Rebeca. Ella ya se encontraba mejor, y un brillo especial en su mirada traicionaba la emoción que le provocaba el reencuentro con Jem.
–¿Por qué nos dejaste? –preguntó Jem al despertar la siguiente mañana, teniendo a Rebeca abrazada en una cómoda cama.
Ella rehusó contestar a esta pregunta, y en cambio dijo:
–Dime con quién dejaste a Melody.
Notó que parecía disminuir la presión de los brazos de Jem.
–Ella no quería estar conmigo.
–¿Qué disparate estás diciendo?
–Quisieron quitármela, pero fue ella quien quiso irse de mi lado. Entonces consentí que se fuera con ellos.
Rebeca endureció ostensiblemente su tono de voz.
–¿Sabes, por lo menos, adónde la llevaron?
–Sí, está en el mismo San Juan, en una casa que asoma a la costa. Muchas veces la veo jugar en el jardín desde mi barca. Parece feliz.
–¿Cómo puedes pensar eso si no tiene a sus padres?
–Me tuvo a mí, y no era feliz –respondió Jem, con una extraordinaria carga de melancolía en su acento.
En ese instante apuntó un asomo de remordimiento en el alma de Rebeca. ¿Qué acusación cabía formularle a Jem si ella misma los había abandonado hacía ya tanto tiempo? Reflexionó que ahora era momento de dejar atrás los errores del pasado y unir fuerzas para buscar una solución.
–¿Esa casa a quién pertenece? –preguntó.
–Me parece que está a cargo de la parroquia –respondió Jem–. Allí llevaron a la niña los de Asuntos Sociales.
–¡Tenemos que ir a por ella!
–Contigo iré adonde haga falta.
Jem se atrevió a besarla en los labios.
***
Se casaron, en la iglesia católica de la Placita Olvera. No había nada que pudiera impedírselo. Además Rebeca conocía a Orestes Molina, el párroco, un hombre ya cercano a la edad de retiro, alto, delgado sin ser escuálido, con abundante cabellera blanca y la tez oscura característica de las regiones desérticas de la Baja California. Él conocía a Rebeca de verla cada día al frente de su tienda, y habían simpatizado bastante, aunque ella, por el tiempo que le requería su negocio, no fuese una feligresa que acudiera a misa con relativa frecuencia. Sin embargo, pese a la mala experiencia que había tenido con el estamento católico en San Juan Capistrano, quiso dejar en Placita Olvera las cosas bien sentadas desde un principio. Orestes Molina le inspiró la suficiente confianza para confiarle los secretos que ocultaba su pasado. Y el cura lamentó y sintió verdadera indignación por la actuación de su homólogo en San Juan Capistrano. No obstante, no logró convencer a Rebeca para que regresase al lado de Jem y su hija. Ella, Rebeca, seguía obstinada en la idea de que era una mala influencia para aquéllos; y, en principio, continuó sumida en la apatía que su nueva situación de soledad había traído consigo.
El tiempo pasó, ocurrieron las cosas que han quedado consignadas más arriba, y Rebeca conoció la felicidad de volver a estar al lado de Jem. Era como una señal del cielo. Él la amaba verdaderamente, había dejado todo por ir en busca de ella, la niña inclusive. Orestes Molina tenía razón: el pasado no importaba, siempre había oportunidades para quienes albergaban el sincero deseo de enmendarse.
Rebeca se casó con Jem con un sencillo vestido blanco. Era el color de la pureza, y aunque Rebeca hubiera hecho de una parte de su vida un desenfreno, ahora se consideraba limpia de toda mácula; en caso contrario, un hombre como Jem no hubiera movido cielo e infierno para dar con ella. Orestes Molina los bendijo y les deseó toda la dicha y fortuna posible en su nueva situación de casados.
–Tenemos que ir a por Melody –planteó Rebeca apenas salieron por el umbral de la iglesia.
–Se hará así –dijo Jem con la determinación que le infundía la seguridad de saberse casado con Rebeca.
–No debemos perder tiempo.
–De inmediato.
Rebeca volvió a sentir un leve apunte de remordimiento. ¡Cuánto tiempo había estado separada de su hija, y ahora le abordaban deseos de recuperarla lo antes posible! Intuía que la lucha crucial estaba a punto de iniciarse. Melody en el seno de la Iglesia que había segregado a su padre y a su madre. Su madre, exponente de cobardía, tanto tiempo alejada de ella.
Pero en cuanto Rebeca miró a Jem a los ojos, sintió que sus dudas se disipaban.
–La vida nos espera.
–Claro que sí, Rebeca.
De cierto, el color blanco jamás sentó tan bien a una recién casada.
***
«No todos tienen por qué pensar igual», se iba diciendo Rebeca mientras el autobús de línea acometía las últimas curvas hasta San Juan Capistrano. Jem llevaba el gesto sombrío pero tenía alegría y valor en la mirada. Rebeca se sentía extraña después de todo lo que había sucedido. «Mi hija está en este lugar, y aquí llegan sus padres».
Era una alegre mañana de junio. Había tiestos en flor en los balcones de las primeras casas que el autobús dejó atrás. Rebeca fue asaltada por el recuerdo de las flores de la Placita Olvera. Interpretó la presencia de las nuevas flores como una señal favorable a sus propósitos. «Dios será tan bondadoso que nos permita recuperar a nuestra hija», dijo en un momento dado. Jem arrugó el ceño. Sus sentimientos religiosos, a lo que comprendía, no estaban tan asentados como los de su mujer, pero no quiso expresar sus dudas; ahora, con la presencia de Rebeca, tenía arrojo de sobra para enfrentarse a todas las dificultades que se les pudieran presentar.
El autobús rindió viaje cerca del mar, a no demasiada distancia del galpón de Jem. Éste apreció que su barca continuaba amarrada en el muelle, y se sintió gozoso, aunque no por completo, pues le faltaba tener con él a Melody. Estaba seguro de que los primeros pasos que daba en su nueva vida eran los certeros.
–Iremos a la casa donde se encuentra Melody –determinó Rebeca, tan pronto soltaron su equipaje dentro del galpón.
–No va a ser tan fácil –repuso Jem–. Firmé un papel, y ahora lamento haberlo hecho.
–Todos nos equivocamos –contemporizó Rebeca, mientras una sombra de compunción empañaba el verdor de su mirada–. Yo la primera.
–Pero tu error ya ha sido reparado. Ahora corresponde reparar el mío.
–Te amo, Jeremías Sandoval.
El pescador vaciló, y tuvo que apoyar su mano derecha en la silla que tenía al lado.
–¿Por qué dices eso? Ha sonado muy extraño.
–Te ha soñado extraño porque es enormemente verdadero –dijo ella abrazándolo.
–Tú sabes que mi lengua es torpe.
–Pero tus sentimientos son menos torpes que los míos. Siempre tuviste claro que me querías.
–La vida no me parece clara. Pero en la vida destella mi familia, mi barca, el cielo y el mar.
Sólo dirigiendo la mirada a lo alto, más allá del marco de la ventana, pudo encontrar cabida el sentimiento que se apoderó de Rebeca. Un rayo de sol alumbró las constelaciones de polvo que gravitaban en el aire del galpón, se dieron destellos de oro que duraban menos de un parpadeo. Rebeca se sepultó aún más en el pecho de Jem. No necesitaba más pruebas de que los milagros existían. El polvo que alumbraba el rayo de sol era francamente hermoso.
CONTINUARÁ...
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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