El océano se cubrió de rizos de espumas turbulentas, al tiempo que a Arthur Seygfried la frente se le perlaba de sudor. Una deriva imprevisible de los vientos había apartado la embarcación de la proximidad de la isla de Santa Catalina, y, frente a la proa, se cernía el peligro de mar abierto. Los niños empezaban a mostrar signos de inquietud. ¿De dónde había surgido ese cielo tan amenazadoramente bajo, en que las nubes humosas arrojaban las primeras gotas que casi se podían considerar granizo?
Cerca del párroco estaba Melody. Ella mantenía la serenidad; de algo le tenía que valer lo mucho que había navegado con su padre por esas mismas aguas. Pese a su corta edad, intuía que se habían metido de lleno en un buen lío.
Intentando que el timón le obedeciera, el párroco no le había metido rizos a la vela mayor, por lo que el viento inflaba la misma, al tiempo que impulsaba la embarcación con una rapidez casi de susto. De nada le valía dar giros incesantes a la rueda del timón, en el intento de enmendar el rumbo en sentido al continente o, cuando menos, a la costa de la cada vez más alejada isla de Santa Catalina. En sus tiempos de convivencia con el mar se había centrado más en los asuntos de la capellanía castrense y apenas nada en los eminentemente marineros, e ignoraba que en los casos de tempestad el furor de las olas se impone a las órdenes del timón, y lo más prudente, de poder hacerse algo, es meter rizos a la vela si no se puede orientar en sentido contrario al viento; en este caso, como el viento soplaba del Nordeste, arrastrando desde el continente nubes de maleficio, la situación era preocupante, y el párroco carecía de los conocimientos necesarios para poner al pairo la embarcación. Ésta se alejaba, se alejaba, amenazando con meterse a cada nuevo embate de las olas en las honduras del océano. Y llovía, cada vez con más fuerza.
El sudor empapaba la frente del párroco. Los niños ya se quejaban, y sabía que toda palabra de consuelo que pudiera brindarles tendría un significado vacío. La embarcación se encaminaba hacia alta mar dando pantocazos. Las agujas de lluvia impactaban en las mejillas de los niños, ya de por sí mojadas por las lágrimas que empezaban a aflorar. Era forzoso admitirlo de nuevo: Arthur Seygfried estaba falto de los conocimientos para gobernar una embarcación en situación de tempestad.
Las nubes se oscurecían, el viento refrescaba, las aguas se agitaban buscando sus corrientes en las lejanías del océano.
Melody, la hija de padres desnaturalizados en opinión del párroco, extendió su brazo en dirección al Este. Sus ojos luminosos de infancia habían distinguido un punto borroso en las aguas, definido por los escasos rayos de sol que la matriz de las nubes permitía escapar. Un punto que creció en tamaño y adoptó la forma de una barca pesquera, que llevaba la vela principal desplegada, no sin cierta temeridad, volando sobre las crestas de las olas hacia el lugar donde ellos se encontraban.
Entretanto, con el fin de no asustar a los niños, el párroco ahogó una exclamación de pánico… A sus pies había un charco de agua. ¡Se había abierto una vía en el casco de la embarcación! ¡Lo que faltaba en las presentes circunstancias! Las nubes rugiendo, el viento y las olas ejecutando la danza del caos. Echó mano de su teléfono celular para marcar algún número de emergencia, a efectos de que les mandaran a la patrulla guardacostas para que acudieran a rescatarles. Pero entonces se acabó de poner pálido del todo. No sólo era la vía de agua; a esto había que sumar que a su celular se le había agotado la batería de un modo inexplicable; era una fatalidad teniendo en cuenta que antes de zarpar se había asegurado de tenerla totalmente cargada.
–¿Se está hundiendo el barco? –preguntó uno de los niños al reparar en el charco cada vez más expansivo que formaba la vía de agua.
–No es nada –trató de excusar el párroco, la frente anegada en un sudor más frío que la lluvia que estaba cayendo.
–¡Es verdad, nos hundimos! –reiteraron otros niños.
–No nos asustemos –terció Melody con voz jubilosa–. Mi padre viene a rescatarnos.
Entonces todos los de la embarcación aguzaron la mirada. La vela inflada que avanzaba hacia ellos era el símbolo de la salvación, de la esperanza que se resistía a perderse. Los ojos del párroco alternaban entre esta última visión y la del charco de agua que iba creciendo a sus pies. Y sí, aquélla era la barca de Jem el solitario, el padre de Melody, el único que sabía encontrar rutas en el mar en medio de las tempestades.
Los niños vitorearon a la barca que, en contra de todo sentido de prudencia, se debatía entre los caprichos del viento y las aguas erizadas. Cada vez más próxima, cada vez más determinada a acudir en salvamento de quienes sólo podían mostrar desesperación ante tamaño peligro.
Pronto se distinguió la figura de Jem poniendo toda su destreza en el manejo del timón. Sus ojos vigilaban tanto la vela hinchada como la proximidad de la embarcación damnificada; y también reconocieron el rostro de Melody entre los niños, y el rapto de emoción subsiguiente se tradujo en una pérdida de estabilidad en el equilibrio que trataba de imponer a su barca.
–¡Papá! –dijo Melody, sólo eso, pero de un modo que hizo que hasta la misma tempestad se serenase por una fracción de segundo.
–¡Hija! –exclamó Jem, pero al momento orientó de nuevo sus pensamientos a la lucha contra el temporal.
Arthur Seygfried respiró con alivio momentáneo, por cuanto a partir de ahora las decisiones tan comprometidas no recaerían en él. Vio cómo Jem aflojaba las drizas que mantenían tensa la vela principal de su barca y cómo con una inteligente maniobra de timón emparejaba su borda con la de la embarcación que se iba a pique. Los relámpagos se hicieron más frecuentes, despertando el terror de los niños.
–¡Hay que transbordar! –le dijo Jem al párroco, gritando para imponerse a la voz de los elementos–. ¡Vaya pasándome los niños de uno en uno! ¡Deprisa!
Arthur Seygfried obedeció, aunque no tuviera por costumbre hacerlo y menos si el que le mandaba era un hombre con fama de miserable. Fue tomando a los niños en brazos y resollante se los pasaba a Jem, quien rápida y delicadamente los depositaba en el piso de la barca. Llovía ahora con una crudeza inusitada, aunados el mar y el cielo. Jem tomó a Melody cuando a ésta le llegó el turno. Quiso estrecharla largamente entre sus brazos, los ojos de ella animados por un nuevo e inmenso sentimiento, pero lo urgente de la situación no permitía lugar a demoras.
La tempestad había sido ocasionada, como ya intuyera Jem, por un tornado del desierto que se había extendido hasta la franja litoral, removiendo las aguas y acumulando y exprimiendo lluvia de las masas nubosas suspendidas a una altura de trescientos metros. Jem sabía que ante esta situación la mejor maniobra consistía en adentrarse en el océano, antes que intentar la aproximación a la costa, con el más que asegurado riesgo de que la barca zozobrase con todos los niños a bordo.
–¿Adónde vamos? –le preguntó el párroco, en tanto que hacía equilibrios vacilantes en aras de sostenerse en pie.
–Es peligroso volver a tierra –especificó Jem–. Se trata de una tormenta del desierto. Por eso esta mañana no parecía que el mar iba a acabar de esta manera. Vamos adonde las aguas nos lleven, y afortunadamente nos conducen al islote Anunciación, a pocas millas manteniendo esta deriva.
–¿Tiene usted teléfono celular? ¿No sería prudente avisar a los guardacostas?
–Tengo celular, pero de poco nos sirve porque en esta zona no hay cobertura. De todas formas, los guardacostas no pueden hacer nada por nosotros en este momento. La tormenta irá remitiendo cuanto más nos internemos en el mar. El islote Anunciación es un buen sitio para esperar que llegue la calma.
–Confiamos en usted, Jeremías Sandoval.
Combinando acertadamente vela y motor, la proa de la barca fue abriéndose paso entre las ondulaciones del mar, que, conforme a lo que Jem vaticinara, se iban suavizando paulatinamente. Los niños se apaciguaban. Melody tenía un brillo indescifrable en la mirada. En el entrevero de la lluvia acertaron a distinguirse los perfiles dentados del islote Anunciación.
–Estamos a salvo –anunció Jem, reparando en el menguante fragor de los truenos.
Con la proximidad del islote, la electricidad ambiental fue disminuyendo, hubo un sosiego del oleaje y el viento se tornó una sinfonía de perfumes salados. Las nubes entablaron la paz con los cielos, dispersando los últimos espasmos de la tormenta, que aún se aferraba a la marca del litoral californiano.
Jem detuvo el motor, arrió la vela y, accionando el timón, hizo que la barca se metiera en el apartadero del islote. Había petreles y gaviotas encaramados a los pináculos y farallones de en derredor, aguardando para regresar al continente a que la ya apartada tempestad abortara sus furores postreros. La barca fondeó en el resguardado ancón, y fue entonces cuando los niños se consideraron a salvo. Arthur Seygfried notaba que se había quedado sin la capacidad del habla. Miraba a Jem, y Jem lo miraba a él, aunque la mayor parte de las miradas de aquél fuera para su hija. Así y todo, Jem halló ocasión de decir:
–Pronto oscurecerá. Pasaremos la noche al abrigo de una cueva que hay aquí. Mañana podremos regresar a casa.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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