Cuentos urbanos: Lautaro vivía en las cuevas (VI) - El adiós de la abuela Nila

 





Cinco días después, nadie hubiera pensado que Lautaro había pasado buena parte de su vida en las simas ocultas de la Tierra. El recibimiento que le tributó su familia fue clamoroso. Las lágrimas de emoción alternaban con las risas vehementes.

 

Lautaro encontró muchas diferencias en sus padres y sus hermanos; la riqueza y la opulencia les habían mudado la apariencia por completo. Sólo la abuela Nila conservaba su fisonomía de siempre, si bien lo profundo de sus arrugas y la nieve de sus cabellos delataban el inevitable paso del tiempo.

 

-¡Mi niño valeroso!... Por fin regresas a mi lado… Ahora ya puedo morirme tranquila.

 

A Lautaro se le formó un nudo en la garganta. No le gustó que su abuela, postrada en cama, pronunciara tales palabras. Sus emociones rebasaban la medida de lo que le era dable soportar. Verse rodeado de su familia, después de tan largo intervalo de separación, no tenía posible traslación al lenguaje hablado.

 

Pero al final los ánimos acabaron serenándose. Todos volvieron a sus quehaceres, y Lautaro habría de buscarle un sentido a su nueva existencia. Tras mucho sopesarlo, decidió irse a vivir con su hermana Arlene y la abuela Nila.

 

Ésta última se enfrentaba a las horas finales de su vida. Por más intentos que hiciera, no podía levantarse de la cama. Su voz se iba apagando gradualmente, lo mismo que sus fuerzas. Sus ojos suplían los requerimientos que sus labios no acertaban a pronunciar. Quería vivir para disfrutar más tiempo de la presencia de Lautaro, quien prácticamente no se movía de la cabecera de su cama.

 

Todos los demás de la familia estaban ocupados con sus tareas y otros azares de la vida; hasta la misma Arlene se veía absorbida por sus obligaciones en la universidad. Lautaro era el único que disponía de todo su tiempo para pasarlo al lado de la abuela Nila.

 

Y él la miraba y creía poder escuchar las palabras que a ella le hubiera gustado dedicarle. A veces el silencio se tornaba tan espeso, que se percibían cosas que escapaban al mundo tangible.

 

Escucha, Lautaro, presta atención a mis palabras.

Hoy estoy alegre como un pájaro,

cuando ayer lloraba como una bebita

por saber que no estabas a mi lado.

 

¿Qué hacías en las cuevas y barrancas,

si sabías que pendiente estaba mi vida

de una sola mirada tuya?

Quiero que me lo expliques.

 

Lautaro, querías vivir en soledad,

y era porque tus ojos tan profundos

eran incapaces de liberar las lágrimas

que por ti mis ojos han derramado.

 

Ya me estoy muriendo,

y será entonces cuando la soledad

te haga todo el daño

que a mí me produjo tu ausencia.

 

Lautaro, aprende a amar a las personas,

y entonces tu cueva

será la anchura entera del mundo.

No olvides mis palabras.

 

 

Lautaro se levantó de su asiento, besó la mano de arrugado nácar de su abuela y se acercó a la ventana. Sentía deseos de llorar.

 

En el exterior, los aires se poblaban con el revuelo otoñal de las hojas. El alma de Lautaro era como el pájaro solitario que, partiendo de los cielos grises, se adentraba en la lejanía buscando climas más apacibles.

 

La abuela Nila sonreía continuamente, pese a que sus fuerzas se iban consumiendo conforme los árboles se despojaban de sus hojas. Lautaro ocupaba sus manos en fabricar bellos obsequios para su abuela: un quetzal de suave madera de acacia, una rosa elaborada con papeles de colores, un espejo tallado en forma de luna en cuarto creciente, una litografía que representaba un risueño lago rodeado de vegetación frondosa… Los ojos del joven recordaban, y en esos recuerdos estaba presente la mirada amorosa de la abuela Nila.

 

Los padres de Lautaro acudían de visita con frecuencia, y siempre le preguntaban:

 

-¿Por qué no os venís a la casa grande? Allí os encontraríais más cómodos, y a la abuela no le faltarían cuidados.

 

En una de estas ocasiones, Lautaro oprimió los labios y respondió:

 

-Yo vivía en una gruta, y la habitación de la abuela, sombreada por los árboles de fuera de la ventana, me recuerda a mi antiguo hogar.

 

Una tarde lluviosa de mayo, la abuela Nila les dijo trabajosamente a sus nietos (Arlene y Lautaro):

 

-Me gustaría tener vuestras fuerzas y salir a bailar bajo la lluvia, como hacía de joven, cuando habitaba en una choza en el campo.

 

-¿Cómo te sientes, abuelita? –le preguntó Arlene, abocándose a su proximidad.

 

-Siento que me estoy elevando sobre los picos más altos de la cordillera, a punto de emprender el viaje más largo de mi existencia.

 

-Abuelita…

 

-No debes llorar, Arlene. Eres una joven bonita y pronto te casarás, pues estás a punto de encontrar al amor de tu vida.

 

-¡Oh, abuelita!

 

 -Lautaro, sin embargo, se quedará solitario para siempre. Sabe vivir sin la presencia de los humanos, y, cuando yo me vaya, descubrirá que no le hace falta vivir acompañado para encontrar la felicidad.

 

-¿Es eso cierto, abuelita? –preguntó Lautaro.

 

Las palabras de la abuela Nila ya eran pronunciadas desde un lugar muy distante. Lautaro sintió una pena profunda y corrosiva desenvolverse por toda su alma. Realmente, su abuela había manifestado su destino, el de Lautaro, con claridad meridiana; la gente empezaría a huir de su proximidad, y se quedaría solo para siempre. Cuando la abuela Nila se fuera para siempre, ya no tendría sentido su vida entre los humanos.

 

Una fresca mañana de junio, el cielo lucía despejado, sin una sola arruga de nubes que enturbiara su aparente uniformidad. La ventana permitía el paso de suaves resplandores dorados. La abuela Nila había pasado la noche, raro en ella, en un mismo sueño. Sus fuerzas se habían restaurado un tanto, y tenía el corazón lleno de optimismo. Sus ojos se fueron abriendo pausadamente, y recibieron la atropellada impresión de un milagro.

 

Sobre la repisa de la inmediata chimenea estaban alineadas siete fastuosas figuras de pájaros, todas ellas batidas en oro y guarnecidas de ricas pedrerías… Figuras como aquélla que fue el origen de la fortuna familiar.

 

-Abuelita, te las regalo todas –dijo Lautaro.

 

La abuela Nila hizo esfuerzos por hablar con nitidez.

 

-Mi niño, yo sabía que habías sido tú el que había traído esa figura a casa. La familia tiene todo que agradecerte. Y tú has sido el único que pudiendo vivir en la opulencia, te abrazaste a la humildad de la soledad.

 

-Estos pájaros son lo único que pude salvar del terremoto –explicó Lautaro-. Cada uno de ellos tiene el precio de un reino… Pero de nada le sirve un reino a quien no quiere gobernar ni ser gobernado.

 

-Lautaro, me queda muy poco tiempo en este mundo. Te comprendo muy bien, pero me gustaría que pasaras tu vida entre tu familia, codeándote con la gente. La soledad puede llegar a parecer un licor dulce al paladar; pero cuando vas sumando años, termina pesando como una losa, impidiendo el movimiento de tu alma.

 

Lautaro no ofreció ninguna respuesta. Tomó los pájaros de la repisa de la chimenea, y se los acercó a la abuela Nila para que pudiera admirarlos a su sabor.

 

-Estos pájaros acabarían con el hambre y la pobreza en la América Austral –dijo ella-; son los pájaros de las esperanzas cumplidas.

 

-Son los pájaros de la soledad –matizó Lautaro.

 

-Por eso mismo necesito que me dejes sola. Regresa al salón, al lado de tus padres y tus hermanos. Acompáñales y hazles comprender el amor que sientes por ellos. Te conozco, y sé que vas a pasar mucho tiempo sin verlos.

 

-Abuelita Nila…

 

-Yo estoy a punto de irme, querido mío. Pero no te entristezcas; mi amor se quedará contigo para siempre.

 

El silencio se aposentó en toda la alcoba, como si desde los aires se hubiese precipitado un pesado telón de boca. Lautaro hubo de realizar esfuerzos sobrehumanos para dejar a su abuela en soledad… Hay un instante en la vida en que la soledad es absolutamente necesaria.

 

Lautaro bajó las escaleras con el alma henchida de melancolía.

 

En el salón se encontraba reunida toda su familia. Las conversaciones se suspendieron, tan pronto fue perceptible el dolor que sus pupilas transparentaban.

 

-¿Cómo está la abuela? –preguntó Isis, su madre.

 

-Está comenzando el vuelo junto a los pájaros de la soledad –dijo Lautaro enigmáticamente.

 

-No entiendo las cosas que dices, hijo mío –dijo Esteban, su padre.

 

CONTINUARÁ…

 

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

 

http://eljardinerodelasnubes.blogspot.com/






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Comentario por jardinero de las nubes el diciembre 18, 2011 a las 12:29pm

Gracias a vosotros, siempre.

Comentario por Ismael Lorenzo el diciembre 18, 2011 a las 12:28pm

Jardinero, gracias por compartir con nosotrs tus maravillosos relatos.

Comentario por Alina Galliano el diciembre 18, 2011 a las 11:45am

COMO SIEMPRE UN GUSTO LEERTE.. FELICIES FIESTAS Y UN 2012 ESPECTACULAR .

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