Érase una vez el hijo de un dios que se sentía solo. Su padre siempre estaba ocupado haciendo y deshaciendo mundos, dando y quitando vidas. Un día le dijo:
—Padre, quiero un compañero de juegos.
El dios se negó: —Eres demasiado joven para tanta responsabilidad. Un amigo requiere tiempo y paciencia.
—Tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad, para ser exactos.
—Tendrás que jugar con él, procurar su bienestar, escuchar sus preocupaciones, alimentar su cuerpo y su alma...
—No me importa.
—Te hará sufrir. Hagas lo que hagas nunca estará contento y peligrará su vida a cada instante.
—No le quitaré el ojo de encima y le educaré para que no de problemas.
—De acuerdo, hijo. Pero recuerda que es inevitable que al final muera. Debes estar preparado para sobrellevar la pérdida.
—Para eso falta mucho. No pensemos en ello.

Al día siguiente el dios complació al hijo y creó un amiguito de juegos para él, un niño humano. Era pequeño y calvo en la mayor parte del cuerpo, menos la cabeza, y frágil y caprichoso, pues nada más recibir la vida se puso a temblar y a llorar, sin ni siquiera saludar como es debido al hijo de un dios.
—No sé qué le pasa. Creo que no le caigo bien.
—No es eso, sólo tiene frío. Y aún tiene que aprender a hablar. Te lo dije... Habrás de ocuparte de él.
El hijo del dios arropó al niño entre sus manos y lo acercó a su corazón, que ardía con la fuerza del sol. Enseguida el niño se durmió.
—¡Oh! No es tan difícil.
—Calma, esto no ha hecho más que empezar.

A las horas el niño despertó y volvió a llorar. El hijo del dios, advertido por su padre, imaginó que tendría hambre. Estaba preparado. Mientras el niño dormía había recolectado algunos frutos y bayas de los planetas creados por su padre. Le dio de beber el rocío de las estrellas y el niño se volvió a dormir.
—Duerme mucho. Me aburro.
—Dale tiempo. Tiene que crecer.

El tiempo para un dios no se mide como el de los humanos y en pocos días el niño cambió: comenzó a trepar, y pronto a correr, y parecía querer expresar alguna verdad.
—Ha llegado el momento de que le enseñes a hablar.

El hijo del dios enseñó palabras al niño. Al principio quiso enseñarle sólo palabras buenas: vida, amor, felicidad... Pero no le quedó más remedio que enseñarle también la antítesis de estas palabras, porque su significado no se comprende enteramente sin su opuesto. Así es como el niño tuvo conocimiento de la existencia de la muerte, el desamor o la infelicidad. Con el tiempo aprendió la diferencia entre el bien y el mal y descubrió que la maldad era más divertida. Cuando se portaba mal conseguía llamar la atención del hijo del dios, que le hiciera caso por un momento y se olvidara de contemplar el movimiento de los planetas.

Así es como a cada día el niño se portaba peor: echaba a correr, se escondía, robaba, rompía cosas y molestaba a los seres de otros planetas. El hijo del dios, desesperado, pidió ayuda a su padre. El dios fabricó una bola de cristal para el niño con todo lo que necesitaba para sobrevivir: comida, agua, luz y calor, y lo encerró allí. El niño humano se sentía desdichado y el dios creó una compañera para él. Eso calmó un poco la soledad del niño, pero en vez de contentarse con las comodidades que tenía en su mundo se pasaba los días con la nariz pegada al borde contemplando el exterior y todas las cosas que ya no estaban a su alcance. El hijo del dios le veía sufrir y sufría con él. Así que tomó una decisión: guardó la bola de cristal en su bolsillo y pidió a su padre que borrara los recuerdos del niño. Nunca volvió a sacar la bola del bolsillo, pero la mantuvo siempre cerca del corazón.

El niño olvidó al hijo del dios, aunque de vez en cuando se preguntaba si habría algo más que el mundo que conocía y algo en su interior le decía que no estaba solo. Observó la tierra que pisaba y decidió llamar Tierra al mundo conocido. Por las noches contemplaba la oscuridad a su alrededor y se imaginaba otros mundos, parecidos al suyo pero diferentes, y aunque no podía verlos sabía que estaban ahí, en algún sitio, de alguna manera los recordaba. El niño ignoraba que no podía llegar hasta ellos, ni ellos hasta él, sin romper el muro de cristal que los separaba y destruir con ello su propio mundo. Pero soñaba y en su ignorancia era feliz. Y así creció y se convirtió en un hombre y su compañera en una mujer y tuvieron hijos y se amaron hasta el último día de sus vidas.