(El árbol de los cuervos) Caspar David Friedrick

Alejo Urdaneta

DEUS EX MACHINA

Recuerda Alfonso sus juegos adolescentes mientras se forma en torno a él un ambiente de despedida, esta vez silenciosa y cargada de pesadumbre. Están lejos la aventura y el río, pero no se disipa la sorpresa del hallazgo que lo convirtió en piedra, con la muda serenidad del miedo. En ese instante evoca los sucesos de la hacienda de vacaciones, y evoca con temor los amuletos que usaba el capataz Bras de Fer, siempre cargado de collares y pulseras, al punto de haber pensado que era brujo. Y también los secretos del jardinero que escondía el algún recodo del jardín piezas venidas de otros mundos; y las oraciones del padre Gerardo, admonitorio y severo. La sombra de los gatos, los espejos enmohecidos, el perfil de cipreses sobre atardeceres de cera se irán con él ahora, cuando regresa al colegio para quedar interno en el aprendizaje de las normas de la conducta y el temor de Dios.

Adalberto era el más intrépido. Inventaba juegos peligrosos que los llevaban al río, para cruzarlo por la parte más profunda sin el apoyo de piedras o ramas. Y lo seguía Alfonso, más cuidadoso a causa de una imperfección en la pierna, como Lord Byron. Pero Alfonso no quería que le dejasen atrás, y menos que se le diera un trato especial a causa de su defecto. El río era importante porque en la otra ribera estaba la casa de Laura, amplia y llena de misterio, que cerraba sus puertas al atardecer para iniciar ritos que ellos ignoraban. En los juegos de vacaciones trenzaban aventuras que construían con pedazos de madera y cortinas viejas, para atraer la atención de Laura, flaca y vivaz, con un tierno halo de misterio que los niños admiraban. Con los trozos de madera querían hacer el casco de una embarcación que cubrirían con las cortinas raídas, para luego sembrar en la ensenada del río una barcaza de piratas llena de sorpresas. Así vendría la vecina para acompañarlos en su andanza y darles, quizás, alguna esperanza sentimental. Esa era, por lo menos, la intención de Adalberto, lanzado, con olvido del puente de caña que lo cruza, en las aguas del río, hasta llegar al otro lado y llegar al lugar donde construirían la barcaza de madera. A poca distancia venían las huellas de Alfonso, marcando el limo de la playa con trazos desiguales, anegado de desesperación adolescente que no podía competir con el arrojo y liviandad del otro.

A la hora del crepúsculo se acercaban al pórtico de la casa de Laura. Silbaban con suavidad para llamarla, sin resultado. Sólo podía percibirse el movimiento de la cortina de la sala, como si alguien estuviese detrás espiando la presencia de los muchachos. Se admiraban de la forma de la casa, por su tétrica fachada y los pasajes en ascenso que conducen a la puerta principal. Algo más extraño que la misma Laura habitaría la casa, pero a ellos sólo les atraía la niña – mujer que aparecía a los ojos en ambigüedad de sugerencias. Sabían que con ella vivía un viejo a quien llamaba abuelo, y un ama de casa o aya de la niña, que servía para todo, desde cuidar al anciano hasta mantener presentable a Laura, así fuese para que se paseara por el borde del río y llegara al linde del pueblo sin entrar en sus calles. Sólo le estaba permitido a la niña asistir a la misa del domingo en compañía del aya, y en esas ocasiones los niños podían acercársele para invitarla a su nave pirata anclada en la ensenada del río. Ella siempre rechazó la invitación, en actitud de coqueteo, porque parecía que no sentía por ninguno de ellos más que la curiosidad de los primeros encuentros.

Uno de esos días habían por fin podido hablarle a Laura, al salir del templo, porque el aya se distrajo en conversación con algún amigo, y sólo pudieron decirle que la verían en el río para que viera el barco. Ella aceptó en forma ligera y prometió que estaría allí al caer la tarde del día siguiente.

El silencio a la hora de la cena era muestra de una emoción intensa, un secreto que a nadie podían decir para que se cumpliera su deseo. Fue ligera la permanencia en la mesa, y por cualquier motivo se levantaron para salir a las seis de la tarde al encuentro con Laura.

Cruzaron la verja y tomaron el camino que desciende al río. Llevan la zozobra y la ansiedad del encuentro, pero no saben qué dirán ni cómo actuar ante la niña que vendrá a esta cita de luciérnagas. Desde este lado de la ribera el barco parece un hombre acostado, cubierto con una manta negra, recortada contra la exigua luz, y sólo se mueve con la brisa como si llamara con brazos de carbón. El temor los acompaña pero más puede la curiosidad del hallazgo, y es fugaz la sombra y el río es llanura inmutable y ellos esperan. Miran aquella silueta que suena como un violoncelo, escuchan el vaivén del tiempo que ronda su desasosiego, sueñan y sueñan con las entrañas que se abrirán esta noche de búhos; pero sienten también la admonición del padre Gerardo que golpea con cilicio de otoño, y encuentran entonces el mundo sombrío que contrasta con la alegría que suponen la única felicidad.

El rumor del río es discontinuo, borbotones de sangre entre las piedras, y suave la espuma suave el puente de caña que los llevará al regazo de Laura. Ora pro Nobis en el resplandor de la luna y en las cuentas del rosario que reza el sacerdote en el templo encalado de la plaza; Ora pro Nobis en perdón del pecado de esta noche. Todavía sienten el reclamo de la virtud, pero sus deseos son como las piedras engarzadas en el agua, que quieren escapar de la prisión y rodar por el cauce del río. El puente es un crujido y la noche salmodia de grillos.

El relincho corta el silencio. Un trompo metálico que alumbra la noche inmadura, un trote pausado que se aleja del otro lado del río, luego el silencio del caballo y el batir manso del agua. Por allá parece que huye Bras de Fer, resbalando de cuchillos y amuletos, y la sombra del barco es móvil y resplandece de collares de luna. Escuchan un grito que es alarma o lujuria. Se adelanta Alfonso sobre el limo para dejar sus huellas torcidas, mientras Adalberto corre más veloz y alcanza la orilla opuesta con piedras en los zapatos empapados de espuma. Se espantan los murciélagos y del cascarón del barco surgen sombras que corren entre marañas de viento, huyendo en jadeos de ansiedad sudorosa hacia una oscuridad más lejana, en busca del sendero escarpado de bancales húmedos, escalones de niebla hasta el portón de la casa de Laura. Los niños van también por el mismo camino, en persecución de algo que ignoran. Su carrera es el relincho del caballo y el fulgor de los insectos de la noche.

La senda se detiene en la puerta de la casa, lúgubre en la oscuridad que se mete en el silencio. Agotados por el miedo y aun así rebosantes de firmeza, alcanzan el portal. Quizás imaginen un saludo de bienvenida en la mirada de la mujer ama de casa, en los pasos apagados que se acercan: pisadas sobre una alfombra desteñida de tiempo. Se han detenido los pasos y la puerta permanece cerrada, pero sienten la presencia de alguien en la casa, detrás de la puerta. Llaman con suaves golpes, sin respuesta otra vez. Empujan la puerta y el umbral se ilumina levemente con el tenue fulgor de las velas. Los pasos que creyeron escuchar era el goteo del agua en el cántaro encerrado en su prisión de madera, y ninguna otra muestra de vida que el sudor de su miedo y su arrojo. Más portales abren extensos salones apenas iluminados. En un sofá de pergamino está un hombre viejo dormido, y el laberinto se extiende hasta que Laura silencio, Laura gemido, Laura placer. Los collares de Bras de Fer son campanas enredadas sobre el cuerpo de Laura, la isla de su cuerpo se anega de aguas de tormenta y ella es ahora una dársena donde se estanca la furiosa lujuria del capataz.

El grito viene de todos los rincones de la casa y los niños huyen y los bancales arenosos son ahora precipicios que Alfonso no puede saltar. Y cae, y su pierna Lord Byron se dobla mientras Adalberto ven, no te detengas, crucemos el río. Regresan después, lentamente, y estarán mudos por horas para curar la pierna herida de Alfonso, que deberá permanecer muchos días en reposo.

El silencio de los caballos se hizo tenaz en la hacienda. Adalberto debe volver al colegio para dibujar en sus cuadernos el rictus del río y la sombra movediza del barco. Alfonso se quedará un tiempo, convaleciente, y Laura será otra vez, será mañana.

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Comentario por BEATRIZ SUSANA OJEDA el abril 20, 2020 a las 3:18am

Me encantó. Muy bien contado. Ha sido un placer leerte amigo Alejo.

Muchas gracias por compartir tu talento.

Abrazos.

Comentario por Nuria de Espinosa el abril 15, 2020 a las 12:36pm
  1. Empezó gustándome ya que mi marido se llama Alfonso y aunque triste me ha gustado. Un abrazo 

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