Michael Mann es, a los 66 años, un director y guionista de corte clásico. Estudió cine en Londres y se forjó en la televisión de los setenta, con «Starsky y Hutch» y «Corrupción en Miami». Sus últimos títulos han sido grandes éxitos: «Heat», «El dilema», «Ali» y «Collateral», hasta cerrar el círculo con la adaptación de «Miami Vice».

En «Enemigos públicos» cuenta la vida de John Dillinger, uno de los grandes criminales de los años 30, después de una intensa labor de documentación centrada en el libro de Bryan Burrough.

A Mann le apasiona su protagonista porque era un personaje contradictorio. «Yo puedo sentir empatía por Dillinger, comprenderlo como hombre, aunque él fuera un manipulador tan hábil y no le importaba tanto a la gente como hacía creer. También hay que decir que en toda su vida "únicamente" mató a un policía. Me aburren los personajes de sólo dos dimensiones. Los locos fundamentalistas, por ejemplo, no me interesan en absoluto. Son la hez del mundo. Me da lo mismo que sean islamistas o ultraortodoxos judíos. Nunca haría una película sobre ellos».

El cineasta de Chicago explica que Dillinger llegó a ser muy popular gracias a su capacidad para «manejar a los medios». «Si entraba a robar en un banco, les decía a los clientes que no les iba a robar a ellos, preguntaba a los rehenes si tenían frío… También tenía un gran sentido del humor. Hasta le escribió una carta a Henry Ford para agradecerle que construyera los mejores coches para escapar de un atraco. A Ford le gustó tanto que pagó una página en la prensa para publicarla». «Dillinger —prosigue Mann— era un hombre que salía de la cárcel después de diez años y quiso vivir cuatro vidas. Y lo hizo en cuatro meses. Vivía la pasión, el amor, robaba un banco cada dos semanas, salía a bailar… No paraba. No lo delataban gracias a lo bien que caía. Era la persona más popular del país, después del presidente. ¡Iba al cine!».
Por otro lado, explica el director, aunque era una persona muy inteligente, John Dillinger «nunca tuvo un plan a largo plazo, como largarse a Brasil. Era capaz de organizar al milímetro un atraco, pero no sabía qué haría la semana siguiente.
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La policía quería a Dillinger muerto y empezaron a utilizar la tortura, a castigar a la familia. Es horrible lo que ocurrió. Al final trajo a unos hombres que eran muy parecidos a Dillinger, que sólo conocían el lenguaje de las armas». «La culpa (o el crédito)», dice Mann medio en serio, «era de los rusos». «Desde los tiempos de los zares, eran muy crueles, pero buenísimos en su trabajo. Cuando llega Lenin y forma lo que luego será la KGB ya son tremendamente profesionales. Adoptan todas las nuevas técnicas. De ahí la Gestapo también aprovechó muchas cosas. Hoover estudia todo esto y decide que tiene que centralizar a las fuerzas del orden, además de ser rígido e implacable».

Mann se desmarca de la crisis actual como inspiradora de una película que transcurre en tiempos de la Gran Depresión. «Cuando empezamos a rodar, en 2007, no había esta crisis. Y todavía hay una gran diferencia. En 1943, había un 25 por ciento de desempleo y ahora hay un 9 por ciento. Ahora han quebrado cuarenta bancos. En aquel entonces, sólo en Chicago, cerraron 144. Eso explica la reacción del público de la época. Uno podía quedarse sin nada de la noche a la mañana, después de trabajar toda su vida. Por eso odiaban a los banqueros e idolatraban a quien los castigaba. Pero la disparidad nunca ha sido tan grande como ahora, por cierto, entre los que ganan mucho y los que no tienen nada»