Red de Literatura y Cine
EL ex edificio de los Seguros sociales del barrio Los Andes: Una historia que muchos desconocen. (Crónica)
Por: Esteban Herrera Iranzo
En los primeros días de febrero del año pasado, pedí a mi hijo Esteban que me llevara en su auto a la casa de Los Andes en que yo me había criado — y en la que ahora viven unos familiares nuestros –. Había llegado a Barranquilla unos días antes y quería verla, recórrela metro a metro de la sala al patio y luego sentarme allí, en una mecedora, con una tasa de café en la mano y repasar en mis recuerdos todo cuanto había sido mi vida en ella, como solía hacerlo hace algunos años que iba de visita estando mis padres vivos.
Al pasar por la calle 57 entre las carreras 24 y 25, vi el estado de abandono en que se encuentra el edificio en que funcionó por años la clínica de los Seguros sociales de Los Andes: puertas y ventanales destrozados y corroídos por el óxido, pintura sucia y deteriorada por el paso del tiempo, pilas de basura a su alrededor… Sentí que era una parte de mi vida la que estaba destruyéndose, y es que este edificio constituye un episodio muy importante en la historia de quienes vivíamos a su alrededor en los años cincuenta. En efecto, en1956, mientras gran parte del país vivía una guerra partidista sangrienta, en Barranquilla la ley había declarado la guerra a un hampa plagado de unos instintos inescrupulosos. Para entonces los Herrera nos habíamos mudado de San Isidro a Los Andes, ya que nuestros padres habían negociado con la empresa de bienes raíces “John Castro”, un lote de terreno por el que debían pagar un peso colombiano mensualmente, y en él habían hecho construir una media agua. Nuestra situación económica era entonces precaria y para remate éramos una de las primeras familias en llegar a aquel sector lleno de monte y a pocos metros de donde “La Mano negra” solía botar los cadáveres de sus “ajusticiados” después de haberlos sometido a las más crueles torturas. Y es que se ha dicho siempre que la Remonta quedaba a un costado de los Andes, pero a mí no se me olvida que los terrenos de este barrio fueron extraídos precisamente de ella.
Aún recuerdo con pánico aquella pregunta que mi madre se hizo una mañana cuando, asustada porque en la noche había sentido que “alguien le había rodado la cama”, se enteró de que a unos pocos metros de nuestra vivienda habían aparecido dos hombres muertos de una manera violenta: ¿Adónde carajo nos hemos venido a meter?
Para aquel tiempo éramos cuatro hermanos, o sea seis personas en total y, “Bellota”, la perra de la casa. Sí, la perra de la casa pues en aquel tiempo no se hablaba de “mi mascota” sino de “el perro o la perra de la casa”. A Bellota la habíamos traído de San Isidro, donde mi madre la había comprado por cuarenta y cinco centavos a un campesino que vendía por la calles bollos de mazorca en días de semana y gallinas, pájaros y cachorros de perro los fines.
Para esos días se mudó a Los Andes un muchachito, muy callado por cierto, al que su familia llamaba Ernesto, ya que su nombre era Carlos Ernesto –, quien años después habría de convertirse en uno de los grandes periodistas de la ciudad –, que tenía un perro negro, grande, al que llamaba “Furia”, según decía porque su color era el mismo de un caballo llamado así que aparecía en las revistas de historietas que conocemos como “Paquitos”. Y era con él que nosotros íbamos a San isidro a comprar pan para el desayuno cuando en las tiendas de Los Andes no lo había. Y es que para ese tiempo este, al igual que otros productos de corta duración, se escaseaban mucho, quizás porque eran pocos los vecinos y los tenderos no se arriesgaban a comprarlos en cantidades. Nuestra amistad con él había nacido por un romance entre Bellota y Furia. Recuerdo que ella parió cuatro cachorros de este, dos machos y dos hembras, uno de ellos negro como su padre, y nosotros le ofrecimos a Ernesto uno pero él no lo quiso; dijo que con su perro le bastaba. Así que regalamos tres y nos quedamos con el negro, al que dimos por nombre precisamente “Negro”.
Un día, muy temprano, serían quizás las cinco de la mañana, mi hermano Joao y yo íbamos con Ernesto a comprar pan a San Isidro, pues en los Andes no lo había, y habíamos tomado por el camino central de La Remonta, que era el más ancho de todos cuantos había en este monte y por el que podíamos llegar de una manera directa. Para ese tiempo Negro era ya un perro grande, muy parecido a su padre, y él iba con nosotros, pues era nuestra costumbre llevarlo siempre que salíamos a la calle, y no por pasearlo pues en aquel tiempo no se acostumbraba pasear a los perros – al menos en nuestro barrio – sino para que él nos protegiera de otros perros, ya que en los Andes todo mundo tenia estos animales para cuidar su casa de los ladrones, que eran muchos, especialmente por las noches, y algunos eran muy agresivos.
Habíamos avanzado, tal vez, una tercera parte del trayecto, cuando vimos que a un lado del camino, quizás a unos cincuenta metros del lugar por donde íbamos, se hallaban tres hombres ordeñando unas vacas que eran de Molano, un interiorano mayorista de reses que vivía en San Isidro y tenía algún ganado con sus críos pastando allí. Mi hermano y yo, al no ver a este con ellos, supimos que eran ladrones pues él las hacia ordeñar en su presencia, y no a las cinco sino a las seis. Lo sabíamos porque nosotros habíamos vivido a unas cuantas casas de él y esa era la hora en que lo veíamos salir con el ordeñador, un hombre delgado y muy bajito, apodado “lobito”, que llevaba siempre una cabuya al hombro y un cántaro en la mano. Así que se lo dijimos a Ernesto y echamos a correr para atrás. Sabíamos que si aquellos nos veían podíamos pasarla feo.
Cuando llegamos a casa estábamos tan pálidos y agitados que mi madre nos preguntó qué nos había pasado. Recuerdo que mientras le contábamos lo sucedido, ella nos miraba sin decir una palabra, pero cuando terminamos se quitó un fajón de cuero que usaba siempre en la cintura: ¿Y – quien – carajo – los – mandó – a – comprar – pan – a – la – Remonta? Un fuetazo a cada uno por cada palabra de la frase, y tan fuertes que Negro salió en carrera para la calle y después no quería entrar, por más que lo llamábamos.
Mas, los ladrones, no contentos con robarle la leche a Molano, regresaron una noche a la Remonta, mataron tres de sus vacas, las descuartizaron y se llevaron la carne, dejando allí todo lo que era viseras, hueso y costillas, no sin antes pelar estos por completo. ¡Pero ahí fue Troya! pues al parecer aquel denunció el hecho a las autoridades y desde el día siguiente, hasta unos quince días después, aparecieron hombres muertos por cuanto rincón podía haber en la Remonta. Supongo que ahí cayeron los que eran y los que no. Por supuesto que todo mundo sabía que la Mano negra estaba detrás de ello.
Y ahí no terminaron las cosas, pues una mañana, temprano, mis hermanos y yo acabábamos de desayunar y habíamos salido a la terraza de nuestra vivienda cuando vimos a unos vecinos que corrían por la carrera 25 hacia la calle 57, que era donde empezaba La Remonta. Nosotros echamos a correr y al llegar a ella vimos que, en lo que podría ser hoy la parte derecha trasera del ex edificio de los Seguros sociales, había un grupo de personas que se hallaban en círculo mirando algo que supuestamente estaba en el suelo -¿Qué pasó? Preguntó mi hermano Joao a una señora de cierta edad que venía con dos muchachitos. Y fue precisamente uno de estos quien respondió – ¡Mataron al Águila Negra!
Cuando yo oí la frase me estremecí. ¿Cómo podía ser que hubieran matado a un hampón tan peligroso, que se había caracterizado por su gran astucia para eludir, un sin número de veces, la acción de las autoridades, según se decía porque tenía pactos con el diablo? Nos acercamos al lugar y vimos el cadáver de un hombre de unos 36 años, moreno, delgado y de baja estatura, que se hallaba en el suelo, bocarriba, con la cabeza apoyada en la palma de su mano derecha y los pies descalzos y cruzados uno encima del otro. Vestía una camisa crema, desabotonada y abierta en tal forma que podía vérsele el pecho con el tatuaje de un águila negra, elaborado, sin dudas, por alguien que conocía muy bien de este arte, y un pantalón caqui muy deteriorado que le llegaba una cuarta arriba de los tobillos. Su cara era fileña, nariz respingada y ojos achinados, y su boca, de labios muy delgados y entreabiertos, mostraba parte de una dentadura pareja y al parecer completa. A su lado había una correa de cuero marrón que aún conservaba un lazo con el que posiblemente sus asesinos le habían presionado el cuello para que “vomitara” algo que supuestamente debía saber. Aunque presentaba una herida de puñal ligeramente debajo de la clavícula y un tiro a quemarropa detrás de la oreja, no había una gota de sangre a su alrededor, lo que hacía pensar que lo habían matado en otro lugar y arrojado allí.
Los presentes, por su parte, hacían todo tipo de comentarios, unos hablaban sobre la posición en que se hallaba el cadáver, como la de quien se acuesta a descansar plácidamente sin importarle un bledo nada, asociándola con una burla de sus asesinos en su contra, otros con algún rito que aquellos habían querido realizar con él. Mientras, otros, por su parte, comentaban lo que sabían o pensaban de él: “Que era un vividor”, “que desde niño le había gustado lo ajeno”, “que de simple ladrón de patio había pasado a ser un hampón de alta peligrosidad”, “que atracaba y apuñaleaba a sus víctimas sin el menor escrúpulo”, “que no le importaba en lo mínimo el dolor de los demás”, “que parecía haber nacido sin entrañas”, “que tarde o temprano tenía que encontrarse con alguien más malo que él”, “que era mejor que lo hubieran matado”… Una mujer que llevaba una ponchera con algunas frutas, dijo, incluso, que “la culpable de su desgracia fue la abuela que lo crio, porque siempre le toleró cuanta porquería se le venía a la cabeza”. Y esto parecía ir de la mano de aquella creencia del sector de que “todo hampón había sido criado por una abuela, una madrina o una amiga de la familia, que por hallarse en un estado de edad avanzado, había perdido la fuerza para criar y tenía que alcahuetearle después cuanta conducta proviniera de la mala crianza que le había dado. – Y es que en aquel ámbito de hace más de sesenta años, la gente en su mayoría campesinos de escasa formación académica que habían llegado a la ciudad durante la gran migración de los años treinta, sacaba sus propias conclusiones de lo que la experiencia le decía. Más, todos coincidían en que el crimen provenía de la Mano negra, y que esta debía haber sacado clandestinamente al hombre de la cárcel, pues este se hallaba pagando condena.
Sin embargo, no todo es eterno. Un día, estando mis hermanos y yo en casa, oímos las sirenas de unas radio – patrullas. Nos asomamos a la puerta y vimos a varias personas que corrían por la carrera 25 precisamente hacia la calle 57. Pensando que se trataba de otro muerto nosotros echamos a correr también y al llegar al inicio de la Remonta, vimos que sobre la calle 57 se hallaban varias radio patrullas y dos autos particulares de color negro parqueados. Y al frente, justamente donde hoy queda la entrada del ex edificio de los Seguros Sociales, habían varios soldados y policías que parecían custodiar a un hombre vestido de militar, que, acompañado de dos hombres de pantalón y chaqueta oscuros, miraban hacia el suelo -. “Es el general Rojas Pinilla” -, dijo alguien y enseguida comenzaron los comentarios de cuantos allí estaban: – “Acaba de poner la piedra de lo que será una ciudadela para la salud” -, dijo otro.
El alto oficial y los dos hombres, seguidos por varios uniformados del ejército y la policía, caminaron hacia el lugar en que se hallaban los dos autos particulares, los abordaron y partieron en medio de una gran caravana de sirenas.
Días después la prensa anunciaba que la ciudadela de la salud iba a empezar con la construcción de un edificio en el que funcionaría un hospital para tuberculosos. Y efectivamente, a los pocos días empezaron los trabajos de limpieza de esa parte de la Remonta, y seguidamente las obras de construcción. Esto trajo cierto aire de tranquilidad a los vecinos de los barrios aledaños, pues la monumental obra contrató los servicios de unos vigilantes armados que velaban por su seguridad. De modo que “los ajusticiadores” tuvieron que idearse una nueva manera de botar sus muertos, como fue la de arrojarlos al Cementerio Calancala por encima de la pared trasera, así que los familiares y curiosos que querían verlos tenían que entrar por la puerta de entrada de él, que da la cara hacia Loma fresca, un barrio aledaño a San Isidro y a menudo confundido con este por quienes desconocen la historia del sector.
Algo más de un año después, el edificio estaba terminado y comenzó a funcionar en él el hospital de los tuberculosos. No obstante, con la caída del general, el diez de mayo del 57, este quedó abandonado por años y solo hasta principio de los 70 comenzó a prestar sus servicios como Clínica de los Seguros sociales. Recuerdo que para esos días apareció en la prensa una noticia con la fotografía del edificio, en la que sostenía que era una de las clínicas de los Seguros sociales más modernas de Sur América.
Ahora que el edificio vuelve a encontrarse en estado de abandono, cabe una pregunta ¿Cuáles serán los nuevos planes gubernamentales para con él?
FIN.
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