El cine de sangre y silencio de Celia Rico y Andrea Jaurrieta, dos voces nuevas, maduras y distintas

Adriana Ozores y María Vázquez en 'Los pequeños amores', de Celia Rico

El Festival de Málaga vive su primera jornada pletórica con 'Los pequeños amores' y 'Nina', dos visiones de la mujer y dos momentos de lo mejor del nuevo cine español.

Celia Rico y Andrea Jaurrieta, vuelven a encontrarse, a encontrarse vuelven. Las dos fueron candidatas al novel (con uve) en 2018 por sus respectivas direcciones de 'Viaje al cuarto de una madre' y 'Ana de día'. Hablamos de los Goya.

Ahora se ven de nuevo las caras en Málaga seis años después, pandemia mediante, con su siguiente trabajo. La primera firma 'Los pequeños amores', un regreso a su mundo de cuidados, madres e hijas (aprendan el término 'hijidad'), y la segunda persevera en su particular, almodovariana a su modo y muy cinéfaga visión de las identidades rotas de la mano de 'Nina'.

Las dos, por decirlo de alguna manera, insisten en sí mismas, pero un par de octavas más arriba y en un tono más depurado, más elevado, más sabio. Sea lo que sea el nuevo cine español, el nuevo cine son ellas, ellas son el nuevo cine, desde posiciones tan distintas entre sí que se diría idénticas.

Los actores Íñigo Aranburu , Patricia López Arnáiz, Aina Picarolo y Darío Grandinetti, junto a la directora Andrea Jaurrieta

Por empezar por la jugada de más riesgo, 'Nina', de Andrea Jaurrieta, es una historia de sangre.

Dice Celia Rico que las mujeres aprietan los dientes y sangran, que es una forma de señalar el silencio impuesto y el dolor endémico a su condición. Y Andrea Jaurrieta le da la razón con toda una película sangrante.

De hecho, si algo distingue, señala y hasta condena a 'Nina' es su condición de película permanentemente manchada de rojo y de culpa. Se cuenta la historia de una mujer que regresa a su pueblo después de tantos años y lo hace armada con mucho más fuego del que es capaz una simple escopeta. Le asiste el deseo e incluso el derecho de desagraviar al abuso/violación que sufrió de niña. No hay más, por la sencilla razón de que no cabe más. Todo un universo de afrenta, de dolor y, ya se ha dicho, de sangre y de silencio entra en tan sucinto argumento.

Patricia López Arnaiz da vida a la mujer que acude a vengarse y Darío Grandinettiencarna al prohombre local que, por supuesto, no se sabe culpable de nada (suele pasar). Los dos actores, como es norma en su trabajo, tan intensos y contenidos por fuera como desaforados por dentro. La película avanza por la pantalla como una ensoñación perfectamente realista como si se tratara de un documental de las emociones ocultas o de un retrato meticuloso de todo aquello que no se ve. Y siempre pendiente de la herida del pasado sin renunciar a escarbar en la responsabilidad que arrastra el presente.

Jaurrieta depura sus maneras torturadas y concienzudamente melodramáticas de su primer trabajo para proponer ahora una puesta en escena mucho más consciente y más preocupada por la representación que por el verismo al que nos tiene acostumbrado el último cine español. La directora se acerca a los modales de Almodóvar para componer un 'thriller' (o western en verdad) que discurre enteramente por los rostros de sus personajes, por los pliegues de cada una de sus dudas, por la fractura de su tormento.

Llama la atención el empeño de la directora de forzar cada plano hasta el límite y hacerlo aun a riesgo de ligeros desenfoques, sin preocuparse lo más mínimo de que quizá un par de notas suenen desafinadas. La secuencia de la persecución en el que se mezcla el pasado y el presente y donde víctima y verdugo se intercambian los papeles se antoja sencillamente memorable. Solo este momento justifica la película entera y demuestra la madurez de una directora en pleno dominio de su voz.

La película coloca en el centro no tanto la venganza como el reconocimiento de la culpa. El pueblo entero fue testigo de lo que ocurrió, pero calló. Y años después, continúa ese mismo silencio de dientes apretados. Y de sangre.

La sangre derramada sigue ahí, pero ahora esa sangre tiene nombre y el hecho de nombrarla restituye la identidad de la mujer rota y recompone la carne aún quebrada por la cicatriz que dejó la intervención quirúrgica tras el aborto que siguió al abuso. 'Nina' es así una película colocada al borde de todas las grietas que cuestiona el modo de representación de lo estrictamente irrepresentable.

EL AMOR INCONDICIONAL COMO ASPIRACIÓN Y HERIDA

'Los pequeños amores', de Celia Rico, da la réplica en sentido estricto a la película anterior de la directora 'Viaje al cuarto de una madre'. Se diría que una y otra lucen la misma relación de, por poner un ejemplo mayor, 'Antes del amanecer' y 'Antes del atardecer', de Linklater. O, dado el caso, la relación simbiótica que mantienen entre sí cada una de las estaciones imaginadas por Éric Rohmer. Es así. Se cuenta el regreso a la casa familiar de la hija por culpa de un accidente doméstico. El personaje de Adriana Ozores, que vive sola, se cae, queda inmóvil en una silla de ruedas y su hija, a la que da vida María Vázquez, vuelve a casa para cuidar a su madre primero y para todo lo que viene después a continuación.

Lo que sigue es muchas cosas y muy graves, pero todas ellas pronunciadas con una voz tan tenue y clara como profunda. Se narra una muy cruenta batalla en la que se dilucida el deseo y la proyección de lo que seremos. ¿Quién cuidará de nosotros cuando lo necesitemos? ¿Quién nos dará la mano? O de otro modo: ¿cómo acercarse siquiera a la plenitud del amor incondicional y perfecto de una madre? La película avanza con paso tan firme como precavido por esas pequeñas guerras (que también son los amores diminutos del título) donde los papeles acaban por invertirse y la hija acaba por hacer de la madre de la madre. Y en su camino, Celia Rico se las arregla para dejar rastros de un cine entendido como experiencia donde el espectador es invitado primero a reconocerse (su historia es nuestra historia) y luego a perderse dentro.

'Viaje al cuarto de una madre' discurría entre cuatro paredes y en invierno. Y ahí se medían Anna Castillo y Lola Dueñas en una despedida necesaria para crecer y, con el paso tiempo, aprender a reconocerse. Aquella era una película cálida y muy abrigada de pijamas de felpa. Ahora, en Los pequeños amores, la hija vuelve en verano. Y lo hace sola, ya adulta y probablemente sin opciones ni deseo de ser ella madre. Apenas llega, descoloca el mundo milimetrado de su madre y lo hace suyo.

'Los pequeños amores' es una película de camisones, puertas abiertas, planos profundos, siestas perezosas y ventiladores. Es una película sobre el tiempo deseado y perdido, sobre el futuro proyectado y temido, y también sobre los largos silencios de culpa, de dientes apretados y de sangre derramada.