Red de Literatura y Cine
" EL GENIO" Ángel Medina
Siempre he mostrado orgullo por mi anticuaría. Y de sus objetos antediluvianos. En Portobello Road, Londres, hay muchas tiendas dedicadas a este negocio, pero creo que la mía es especial. Poseo mercancías para coleccionista y ricachones. En ella hay muebles con muchos años sobre su esqueleto, e incluso alguno procedente de las excavaciones de 1738, en Herculano y Pompeya. Asimismo, jarrones etruscos, de la Italia del siglo IX al II a. C, de preciosos colores, con láminas de plata y relieves dorados. Curiosidades, como un almanaque de la Edad Media, y obras artísticas, como la copia fidedigna de un cuadro de Bacon inspirado en el retrato distorsionado del Papa Inocencio X, que cobró vida gracias a los pinceles del inmortal Velázquez. Y muchas otras que no cabría enunciarlas. A mí, por la que siento más predilección es por un Stradivarius, cuya madera de abeto para la parte superior, y sicomoro para el fondo permiten desgajar de él un sonido perfecto capaz de rasgar el espíritu más sensible y alcanzar el alma.
Estaba absorto haciendo inventario de todas estas joyas, preguntándome para mi fuero interno si habría algo que pudiera desear poseer y que interesara al mundo, cuando el sonido de la campanilla me advirtió de la llegada de alguien. Se trataba de un individuo enjuto y estirado, cejijunto y con abundante cabellera ensortijada, reluciendo en su rostro las dos bolitas de sus ojillos bizqueantes, como el que sabe que tiene algo especial que ofrecer, portando bajo el brazo un cilindro de unos 20 centímetros. Al verme, con un hilillo de voz que apenas se atrevía a escapar de su garganta y aire misterioso, me dijo:
Escuchándole, di un respingo. Era solo una pista, pero algo sé de arte. Mas, para no mostrar interés en exceso, por si acaso llegábamos a un acuerdo, y a fin de que no se excediera en sus pretensiones, controlé mis emociones.
En tanto esto decía, depositó sobre mi mesa el tubo. Lo miré con fijeza y extraje los papeles enrollado que estaban en su interior. Conforme los observaba, crecía mi certeza. Luego, cogí una lupa y lo escudriñé de cabo a rabo. Finalmente, le dije que debía comprobar su autenticidad, le firmé un documento y le anticipé la nada detestable suma de diez mil libras esterlinas, conviniendo en encontrarnos a la semana siguiente para cerrar el trato.
Aquellos días me sirvieron para constatar la autenticidad de la carta y los bocetos. Hice practicar un análisis de las fibras del papel, datándolo entre los siglos XIII y XIV. y un peritaje vino a confirmar la grafología del firmante de la misiva, comparándola con la de otras obras en la que había sido plasmada por el insigne artista. No había duda de que era auténtica. Al punto entendí que tenía la oportunidad de hacerme con algo de excepcional valía, imposible de ser tasado por su valor mercantil. Aquel hombre posiblemente haya sido el mayor genio de la historia. Tan solo quedaba un escollo, y no precisamente baladí. El pago. Y como estaba firmemente decidido, a pesar de la estima que le profesaba, decidí poner en venta el Stradivarius.
Recreándome con tal excepcional documento, recordé al personaje. Alguien que, como el arco iris supo irradiar su luz sobre la humanidad para deleite del arte, y ante cuyo nombre ha de inclinarse la testa. No sé por qué, evocándolo, me viene a la memoria su aversión hacia la guerra, calificándola de “locura bestial”, algo que, tras la lectura hube de reconsiderar.
Ardor belicista. Tal vez, porque cuando se desencadena una contienda, aun siendo criticables los excesos de medios, en ocasiones se piensa en la economización de vidas del propio bando, y se desea acortarla. Algo así debieron de pensar los americanos cuando decidieron arrojar aquellos hongos de horror sobre la población del sol naciente. O quizá, porque cuando se protege a alguien con el mecenazgo se crea un vínculo de reciprocidad y dependencia.
La emoción del hallazgo hace que mis ojos se nublen, y al abrirlos, creo vislumbrar que la tinta se va contrayendo hasta formarse bolitas negras, que crecen poco a poco hasta transformarse en dos monigotes que consiguen cobrar vida, elevándose sobre el papel.
Por la redacción de la lectura, imagino la escena entre los dos hombres que conversaban.
Uno es de aspecto venerable, mirada inteligente, ojos entrecerrados y muy observadores, envueltos en grandes bolsas de carne hinchada, nariz un tanto desafiante, como la de una ave de presa, la boca estirada y comisura caída de sus labios, lo cual le confería un aspecto severo y al tiempo bondadoso, contribuyendo a todo ello su blanca y larga cabellera que se desparramaba sobre su rostro hasta venir a encontrarse con una barba igualmente abundante (en realidad y a fuer de ser sincero no se trata de un esfuerzo mental, sino que está condicionada al haber visitado la Biblioteca Real de Turín y tener la oportunidad de contemplar su autorretrato, de tiza roja). El otro, un guerrero y mecenas conocido como “el Moro”.
La sonrisa de Ludovico se mostró maquiavélica. No en vano el genio de su protegido era inconmensurable, y así habría de juzgarlo las generaciones venideras.
El Duque no disimulaba su alegría. Los ingenios doblegarían a sus enemigos, pudiendo someterlos a sus deseos. Nadie podría resistir semejante potencial bélico, considerándose en aquel momento invencible. El genio de un solo hombre era superior al poder militar de su ejército y el armamento convencional del momento.
Aquellas dos figuras que habían brotado del papel, reviviendo por un momento en mi retina volvieron a disolverse en la escritura. De su autenticidad no me quedaba duda, y la carta, viniendo de quién procedía era una auténtica joya. El valor auténtico emanaba del firmante de la misma. No sé bien si un hombre que se hizo genio o un genio que se convirtió en hombre. Más que artista, el mismo arte. Porque fue pintor, escultor, arquitecto, músico, matemático, ingeniero, inventor, anatomista, geólogo, cartólogo y botánico. Todo ello en grado de perfección. Y ahora, merced a la carta que había caído en mis manos y que ignoraba que existiera, asimismo, como hijo del mundo, también encerraba contradicción, pues, amando la paz, odiando la guerra, se inclinaba hacia ella para satisfacer a quien le protegía, financiando su mecenazgo los inventos. Nada más y nada menos que Ludovico Sforza, reconocido por el sobrenombre de el Moro.
Mientras depositaba el documento en mi caja fuerte y me frotaba las manos por aquel tesoro, que no iba a dejar escapar, pensaba que, a pesar de todo, Leonardo da Vinci solo ha habido uno.
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