Red de Literatura y Cine
A Carmen Bravo
Había sido propiedad de la abuela de mi esposa. Al poco de casarnos, lo trajo a casa y comenzó mi martirio. No era más que un jarrón con tres rosas a medio abrir grabadas en su contorno pero, aunque no acertara a descubrir qué motivo ni qué parte de él me causaba aquella sensación, una vaga inquietud comenzó a despertarme su presencia en casa desde el primer momento en que mis ojos lo contemplaron. Se lo expliqué a mi mujer y ella, poco dada a tolerar mi tendencia a dejarme abatir por preocupaciones inútiles y sufrimientos innecesarios, quiso liberarme de mi agobio intentando persuadirme de que lo absurdo o irreal de la causa de un temor lo convertía en un sentimiento sin valor alguno y, además, dañino porque impedía disfrutar de la vida si, objetivamente considerada, carecía de cualquier otra dificultad o motivo de disgusto como era mi caso.
Pero horror tan inexplicable no me fue posible tampoco gobernarlo con los argumentos de la razón y aquella pieza de fino cristal, invadiendo cada vez más mi interior, me producía un pavor cada vez mayor. Dejé de tener valor para mirarlo cuando pasaba a su lado pero este acto de cobardía hacía que mi temor se volviera todavía más envolvente pues ahora mi imagen interior del objeto había sustituido casi al objeto mismo y parecía cobrar independencia. Así, sin distinguir con claridad si era una fantasía o una observación real, llegué a sospechar que, en el dibujo de las rosas, se camuflaba el rostro de un demonio. No quise comprobarlo, sentía que mi horror, si se confirmaba que mis delirantes pensamientos respondían a la realidad, sería demasiado insoportable.
No quería que se perdieran las fronteras entre el adentro y el afuera, era esencial para mí que cuanto temía siguiera en los dominios de lo improbable porque las sensaciones de que estaba siendo presa mi espíritu eran demasiado horribles y, si el mundo se contaminaba de ellas, perdería la única vía de escape que me quedaba.
Continuando la fabricación de mis delirios, llegué a creer que las tres rosas del jarrón eran una satánica alusión a los tres pecados capitales, el mundo, el demonio y la carne, y que el objeto había sido concebido para recoger la sangre de una virgen en alguna misa negra. No había fundamento real alguno para estas sospechas pero ¿cómo liberarse de una creencia, llegada de lo más hondo, que nos posee si no tenemos la prueba absoluta de que no es real?
La fantasía se extendió a la abuela de mi esposa y pensé que ella debía ser consciente de la utilidad de aquel vaso ceremonial cuando lo adquirió y sospeché vínculos con el satanismo en parte de la familia. La angustia más insoportable me perturbó en la cima de mi demencia cuando, en mi pensamiento, se infiltró la probabilidad de que mi esposa fuera objetivo de las intenciones perversas de esos familiares. Ella no era una virgen a la que asesinar en una misa negra, obviamente había dejado de serlo, pero yo hacía el razonamiento de que los acólitos del diablo desean la destrucción de la felicidad y ejercer el mal en sus manifestaciones más deplorables. Acabábamos de casarnos, éramos en teoría dos seres dichosos e inocentes que amaban la vida y poseían almas bondadosas y luminosas. Sin duda un acólito del demonio desearía destruir de alguna manera todo eso.
Cuando llegaba la noche, la inquietud me impedía el descanso, dormía muy poco, lo que aumentaba la cantidad e intensidad de mis fantasías en mi fatigada mente. En el trabajo, sentía la desesperación de no saber a ciencia cierta en qué estado se encontraba mi mujer y muchísimas veces la llamaba por teléfono, lo que provocaba su perplejidad y consternación. Ella no sabía lo que ocurría en mi interior, era inútil que lo supiera, no podría ayudarme, ella era inconsciente de lo que ocultaba su familia y jamás reconocería realidad en esas elucubraciones y, si no fuera así, si ella fuera conocedora de tan perversos secretos y llegaba a revelármelo, el mundo real perdería su inocencia, todas las aterradoras imágenes que poblaban mi espíritu pasarían a la realidad y quedaría atrapado en un sombrío infierno para siempre.
Toda esta agonía habría continuado indefinidamente, quizá incluso hasta cambiar mi carácter o volverme loco, de no ser porque provocó un desenlace inesperado la noticia de mi esposa de que iba a quedarse unos días en casa de su madre para cuidarla pues acababan de operarla de la rótula.
Aterrorizado por esta nueva, me abracé a ella y con tono desesperado y suplicante le dije:
-¡Carmen, no vayas! No sé por qué motivo lo siento así pero me parece que tu familia quiere hacerte mal.
-¿Te lo ha dicho alguien o es otro peligro imaginario como el del jarrón? -dijo ella con gravedad.
Yo la solté y comencé a caminar de un lado a otro de la habitación agitadamente. De pronto, paré y, mirándola a la cara, le dije con la fragilidad y aflicción de un niño pequeño:
-Es el jarrón otra vez, Carmen. No he podido desprenderme de mi inquietud. No quiero que sea verdad lo que pienso pero no puedo dejar de pensarlo.
-¿Qué piensas? -me preguntó ella entonces.
Yo abatí la mirada y dije:
-Prefiero no decírtelo.
Ella dio un bufido de irritación y salió de la habitación aceleradamente. Al instante volvió con el jarrón en las manos y me lo puso delante del rostro.
-¡Míralo! -me gritó-. Es un jarrón como cualquier otro. Mi abuela lo compró cuando tuvo a mi madre, junto con la vajilla y las cortinas. Es un jarrón precioso. ¡Agárralo! ¡Tócalo!
Le obedecí y, por primera vez desde hacia muchos días, lo observé directamente. El espanto me dominaba como jamás lo había hecho desde que llegó la pieza a casa. Lo tenía entre las manos pero me parecía tan imposible que eso estuviera sucediendo como sujetar sin quemarme un hierro incandescente. Y, de pronto, sucedió algo inesperado. Vino a mi memoria aquel lejano día de mi niñez totalmente olvidado, tan olvidado que, en un principio, pensé que era otra de mis fantasías.
Mi abuela estaba enferma y mi madre se dedicaba a rezar y a poner velas a las figuras religiosas que había en casa para procurar su curación de un modo sobrenatural. Yo estaba llegando a la pubertad y sentía ya cierta aversión hacia los comportamientos que denotaran infantilismo. Lo que vino a mi memoria fue cuando mi madre me puso en la mano un jarrón con tres rosas a medio abrir y me dijo blandamente, como si me invitara a jugar:
-Hijo, ve y pon estas flores ante la imagen del corazón de Jesús, que a ti, como eres pequeño, te va a hacer más caso.
Con el jarrón de mi esposa en las manos, en medio del infinito horror que me provocaban las tres rosas de su relieve, recordé el sentimiento profundo de humillación con que me fui aproximando a la figurilla de Cristo y también de miedo a ser castigado por Dios por no sentirme como mi madre me sugería que me sintiera: como un niño pequeño que quiere que la divinidad le conceda un capricho sin importancia para lo que le lleva unas flores con toda la inocencia del niño al que todos protegen.
El terror de sujetar entre mis manos la pieza de cristal que me obsesionaba se mezcló al que sentía a medida que me iba acercando a la figurilla de escayola, en el lejano recuerdo, y alcanzó tal paroxismo que envueltos mis sentidos en la ansiedad dejé por un instante de ser consciente de mi entorno y al mismo tiempo que recordaba cómo las dos velas del corazón de Jesús se apagaron de súbito cuando yo deposité el jarroncito con las tres rosas, sin duda por una corriente de aire que no advertí, dejé escapar de mis manos el jarrón y, cuando en el suelo estalló en cientos de pedazos con un estruendo que estremeció hasta lo más hondo de mi alma, sentí que mi obsesiva preocupación se había esfumado, como una aparición en la noche sorprendida por la luz del alba.
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