Red de Literatura y Cine
'El último tango en París', la violación como destino
Marlon Brando y Maria Schneider en la escena de la violación en 'El último tango en París'
Bernardo Bertolucci hilvana con Marlon Brando y Maria Schneider la más brutal aproximación a una violación en una película sobre el abuso dentro y fuera de la pantalla
Antes de dejar ver nada, lo que enseña El último tango en París (Bernardo Berolucci, 1972) son las imágenes de un hombre y una mujer ideados, antes que sólo pintados, por Francis Bacon.
Uno enfrente del otro mientras los títulos de créditos corren por la pantalla. Se trata básicamente de una sensación, de la sensación de dos cuerpos perfectamente nítidos y, sin embargo, arrasados e imprecisos a los que no limita ni la definición de los contornos, como al arte de los académicos, ni el juego libre de la luz, como a los impresionistas.
El último tango en París fue siempre una película para el escándalo y, sin embargo, pocas producciones tan castigadas con todo tipo de X y preavisos moralistas tan púdicas en lo que exhiben. Pese a sus más de dos horas de duración, admitámoslo, apenas hay sexo en ella.
La cópula antes de los gruñidos cuando se encuentran los protagonistas Paul (Marlon Brando) y Jeanne (Maria Schneider) en el apartamento; los desnudos tan reiterados como intrascendentes de ella; la mítica escena de la sodomización untada en mantequilla; el festival desbocado de blasfemias; los dedos de Jeanne en el trasero de él después del baño; la masturbación tras el ridículo del tango... Y poco más.
Maria Schneider en 'El último tango en París'
¿Dónde quedó la mirada pornográfica? Se diría que Bertolucci huyó deliberadamente del espectáculo porno de lo sensacional para, mucho más visceral, proponer una lectura en crudo y perfectamente corporal de la simple y evidente sensación. Nítida y brutal.
Desde un punto de vista casi literal, El último tango en París habla de la mujer abusada, acosada y, en efecto, violada. También de la ruina del hombre que abusa, acosa y viola. Pero la víctima va antes. Jeanne es una mujer utilizada de manera radical y conjunta sea por el hombre (Paul-Brando) que intenta purgar en ella todas las carencias que arrastra desde una infancia torturada por culpa un padre borracho y violento (y más allá a través de un matrimonio fracasado y recién clausurado por el suicidio), sea por el novio cineasta (Jean-Pierre Léaud) empeñado en convertir su vida (la de ella) en el material de exhibición de una película. En mitad de la película, en la escena del metro, ella estalla y le grita a él, el joven director de cine. Es la primera vez que se escucha alto y claro la palabra «violación».
«Se acabó tu película... porque te aprovechas de mí, porque me fuerzas a hacer cosas que nunca he hecho, porque absorbes mi tiempo y me obligas a hacer lo que sea. Todo lo que tú quieres. Se acabó la película, entiendes», dice. Pasa el tren y sobre el estruendo que desaparece, ella grita: «Estoy cansada de que me violen».
El monólogo es dirigido a uno, pero bien podría ser entendido como una admonición a los dos hombres. E, incluso, bien mirado, al propio Bertolucci. ¿Y por qué no a cualquier espectador en cualquier momento? La ambición de Bertolucci es infinita. Su idea no es tanto radiografiar una crisis coyuntural, como la gran crisis desde el origen mismo de la humanidad.
A nadie se le escapa la referencia bíblica sobre la que descansa toda la película. Cuando Jenny y Paul coinciden por casualidad en una apartamento vacío, se ven impelidos (él obliga a ella, en verdad) a reproducir los mismos gestos que Adán y Eva en el Paraíso. Aún no han probado el fruto prohibido del Árbol de la Ciencia. La ignorancia les protege. No tienen pasado ni ansían futuro. Por no tener, no tienen ni nombres. Se identifican por gruñidos. En la Biblia, Eva se llamó Eva tras ser expulsada del Jardín del Edén, y Adán en hebreo no significa nada más que hombre (o tierra o polvo solamente). Pero, no se olvide, manda él. En la cinta, él es el herido tras la muerte de su esposa y ella, simplemente la herramienta de su posible cura. Quién sabe si él, antes que sólo Adán, sea también la propia representación del Dios mismo. Bertolucci, en efecto, es ambicioso.
Y así hasta llegar a la violación, la Gran Violación, en sentido real y figurado; sufrido y fingido. Hablamos de la célebre escena de la mantequilla. En ella, se pasa de las ideas a los hechos. Paul se apresta a la gran humillación que también quiere ser en su delirio (nuestro delirio) su gran sanación.
El juego de opuestos por el que navega toda la cinta (hombre y mujer; los idiomas inglés y francés; el viejo y la joven; la vida y la muerte; la ignorancia del secreto y el conocimiento de lo oculto; la ilusión y la realidad; el engaño de ella a su novio y el que sufrió él de su mujer muerta...) se resuelve de manera brutal en el más salvaje desnudo del que ha sido capaz el cine. Se trata de un desnudo sin piel, pero completamente a flor de piel; en absoluto espectacular, pero sólo pendiente de las sensaciones que se transmiten directamente al sistema nervioso. Es una escena que no busca espectadores sino simplemente testigos.
Hace años se reavivaría la polémica por la dichosa escena.
En una entrevista de 2006, Maria Schneider responsabilizaba a ese momento de todas las desgracias que le vendrían hasta su muerte en 2011. Acusó a Bertolucci de «proxeneta»; afirmó que la escena no estaba en guión, y atribuyó al director y a Marlon Brando una conspiración a sus espaldas para engañarla. Dijo haberse sentido humillada y describió sus lágrimas durante la escena como reales. Habló de una «pequeña violación» (¿Acaso hay tamaños?). De golpe ficción y realidad se confunden.
Bertolucci contestó que lo único que no estaba en el libreto era lo del lubricante lácteo. Eso y que se trataba solamente de cine, de «fingir» una violación. A continuación entonó un leve mea culpa al admitir que Schneider quizá «era demasiado joven para entender lo que estaba pasando».
El asunto quizá no hubiera pasado de ser un intercambio de versiones sin las declaraciones posteriores de Bertolucci a la Cinemathèque Française. Allí, con ocasión de una retrospectiva decía aquello de: «No me arrepiento, pero me siento culpable».
Y allí, describía puntillosamente el método de trabajo: «Quería que su reacción fuera la de una chica, no la de una actriz.Quería que sintiera la humillación, que gritara ¡no, no!... Creo que nos odió a Marlon y a mí porque no le contamos el detalle de la mantequilla como lubricante». Cuando Jeanne grita que está cansada de ser violada, pensamos que se refería a los dos personajes (Paul y el novio) y, en verdad, eran tres o, llegado el caso, cuatro (con Brando además de Bertolucci). O todos. Cualquier hombre en cualquier momento.
El último tango en París, se dirá para compensar tanta humillación heteropatriarcal, se resuelve con una venganza. La de ella. Justo en el momento que él dice su nombre, en el momento que se conocen, la vana esperanza del perdón desaparece. Todo sucede después de la escena en la sala de tango, la única en que es él el que se desnuda (enseña el culo). Ella dispara y, a su modo, es la bala que sale del más fálico de los instrumentos la que le viola a él (nótese que la otra violación al hombre, cuando ella le mete los dedos en el culo a él después del baño, no es tal. Él es el que manda y se lo ordena).
Y, después de pegar el chicle en la barandilla, muere. «Estás solo. Y no podrás liberarte de esa sensación hasta que no mires a la muerte a la cara... Hasta que te metas en el culo de la muerte, justo en su culo, hasta que encuentres la matriz del miedo», le dice Paul a Jeanne y en la declaración se va el único testimonio posible de todos los fracasos. Él no puede salvarse y malo es que la única salvación de la que ella es capaz sea reproducir el mismo gesto violento, machista, zafio y completamente desnudo de él. La nitidez destruida gracias a la nitidez más simple y contradictoria.
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Es un clásico pero demasiado crudo. Pero muestra las estelas dejadas por una violacion.
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