El pequeño y asombrosamente flexible cuerpo de Oliver
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín
¿Joel, te acuerdas de Oliver? Anita, la maestra que nos tocó en tercero de primaria nos dijo el primer día de clases:

―Muchachos, voy a presentarles a dos compañeros nuevos. Ellos estudiaron los primeros dos años en una escuela de Denver, porque allá vivían, pero toda la familia es de aquí de Camargo. Espero que los traten bien y que les faciliten su estancia; quiero decirles que los cambios son dificultosos, así que pórtense lindos. Él se llama Oliver y ella es Adriana; son primos. Salúdenlos con un aplauso.

Mientras aplaudía los recorté de arriba para abajo: él estaba flaquitito, tenía las piernas muy delgadas y unos aparatos de fierro sobre el pantalón, como los que usan los niños a los que les dio polio, aunque ese no era el caso porque ahora de grande es muy robusto y trabaja de camionero en rutas de Estados Unidos; lo sé porque lo tengo de amigo en el Facebook. Sus bracitos también eran tan delgados, haz de cuenta los niños de Biafra que salen en las fotos de las revistas. Ella era mayor que todos los del grupo, como los que repiten año. Iba vestida como niña rica y su actitud era de presumida; ni nos volteaba a ver.

La maestra les indicó los lugares que les tocaban y él caminó hacia allá apoyándose en los pupitres. Desde entonces me cayó bien, porque no se mostraba acomplejado ante su situación física, al contrario, se veía muy seguro de sí mismo y con una personalidad alegre. Desde esa primera vez me fijé en que Oliver miró con especial atención a Doris y que ella, al contrario de lo que hacía siempre, o sea, no hacerles el menor caso a los que la miraban un poquito más allá de un instante, que los ignoraba por completo, a este le sonrió de manera encantadora por primera vez en lo que llevaba de conocerla.

Tal vez era el temple de él, su actitud animosa, o pudiera ser el hecho de que venía del otro lado y usaba ropas distintas a las de nosotros, ve tú a saber; por algo será que existe el mito machista de que las mujeres somos impredecibles. Pero no nada más yo me fijé en eso; también Salvador, el clásico bravucón que repetía año, ¿lo recuerdas?, y que, por cierto, cuando años después salió de sexto ya casi había hecho doctorado en primaria.

Salvador era dos años mayor que todos los del grupo; cuando estábamos en primero él ya iba en tercero y ahí seguía, los quebrados nomás no se le daban y reprobaba materias como si fuera su obligación. Desde que entramos a la primaria se enamoró perdidamente de Doris, pero ella era una niña que ni en cuenta lo tomaba, a él ni a nadie; todavía jugaba con muñecas y no tenía conciencia de que era tan bonita que no podías dejar de mirarla. Pero él la veía con otros ojos; desde el primer día le habló para hacerle la clásica declaración: ¿quieres ser mi novia? Cómo crees, le decía ella cada vez que, terco, insistía en todos los tonos posibles. A pesar de su torpeza habitual, Salvador fue suavizando con ella la voz, los gestos, los movimientos; el genio universal del amor fue refinando aquel rufián, de tal manera que con ella era todo un dandy, aunque con el resto del mundo siguiera siendo un bruto.

Y como tal se portó con Oliver en cuanto salieron al recreo; su instinto le había señalado a su rival. Aunque Doris jamás le dio el sí, toda la escuela sabía que ella era intocable, él se encargaba de que así fuera en cuanto detectaba cualquier fuga de su atención. Por eso cuando estaba jugando el habitual partido de basket y vio pasar a Oliver por la orilla de la cancha le dio como sin querer tal empujón que literalmente lo mando a volar cinco metros adelante sin importarle un comino que el otro trajera aparatos en las piernas. Ya se dio en la torre y se quebró algo, pensaron todos. Sin embargo, vieron también la perfecta parábola que dibujó en el aire el pequeño y asombrosamente flexible cuerpo de Oliver, quien además aterrizó tersamente rodando sobre su propio eje sin hacerse un solo rasguño.

¿Y quién fue la primera que se acercó para auxiliarlo?: ni más ni menos que Doris, entre compadecida y asombrada.

―¿Qué te pasó, Oliver, estás bien?

―Sí, ni me dolió. Oye, ¿vamos a tomar una soda?

―Bueno.

Desde ese día, y hasta la fecha, se hicieron inseparables.