Red de Literatura y Cine
A mi amada y a todas las personas que sientan verdadero afecto por mí
Hay pocas cosas que adormezcan tanto el corazón como un libro. Cuando alguien está sumergido en las materias que desglosa un manual, su mente pierde su capacidad de amar y la sustituye por un deseo de dominio; ansía hacerse señor de ese nuevo conocimiento, triunfar sobre un enigma de la realidad, desvelarlo y hacerlo insignificante para así dejar de temer, respirar tranquilo al comprobar que la realidad es totalmente inofensiva, pedestre, controlable y hasta ridícula.
Luis fue uno de esos niños extremadamente estudiosos a los que les gusta aprender todo lo que dicen los libros, sea importante o banal, porque su inteligencia es curiosa y pertinaz. Él era de los que seguían entusiasmándose más allá de las materias que los niños más normales sentían un mínimo agrado en conocer. Sacaba las mejores notas y, a pesar de eso, cuando llegaba el verano, seguía leyendo sus manuales del colegio porque sentía que se le estaba olvidando lo que había aprendido. Pero no se daba cuenta de que su corazón sufría los daños colaterales de aquella guerra contra la ignorancia. Estaba tan inmerso en aquella vasta y densa aglomeración de conocimientos totalmente nuevos para su joven espíritu que su cerebro olvidaba con mucha frecuencia que había seres a los que amar a su alrededor, experiencias que vivir, emociones que sentir, realidades concretas a las que abrirse.
Una persona es amada tanto como ama ella; si ama tibiamente, la amarán tibiamente. Este fenómeno hacía a Luis carecer del suficiente afecto en su propio hogar y entre sus propios amigos, que veían que era un niño demasiado independiente que no parecía necesitar el cariño de los demás. Sin embargo, Luis era una de esas personas cuya sensibilidad magnifica todo lo que vive, como si la piel de su espíritu estuviera dañada y el más mínimo roce penetrara con dolor hasta lo más profundo de su aliento dejando una marca indeleble en él. Su manera de ser solitaria, su tendencia a abstraerse del mundo real y la ausencia de un amor intenso le hacía sentir un cierto desprecio de sí y miraba siempre a los demás desde un nivel inferior, creyendo su propio ser individual cargado de insuficiencia y pequeñez en relación a los otros.
Los niños, que viven todas las cosas por primera vez, siempre están aprendiendo y eso les hace enfriar su corazón con frecuencia, por lo que se vuelven brutalmente crueles y cínicos, como estudiantes de Medicina. Luis, como muchacho que se aislaba y se distinguía, era víctima innumerables veces del más despiadado escarnio por parte de los otros niños. Su sensibilidad extrema experimentaba en esas ocasiones una profunda desolación y un inmenso horror; creía en la verdad de los juicios denigrantes de los que era objeto porque él mismo no tenía un gran concepto de sí y no era capaz de reaccionar con sinceridad; por añadidura, al saberse tan poco amado por nadie, no había en su interior escudo alguno para defenderse de la crueldad de aquellos niños que contorsionaban ante él y hacían muecas, reían o peleaban con él.
Cuando volvía a la tranquilidad de la clase o a su hogar profundamente atribulado por alguna de las muchas humillaciones que recibía de los otros muchachos y percibía la atmósfera de sosiego y armonía con que vivían los otros, totalmente ajenos a la mancha que pesaba sobre su conciencia, sentía que el abismo que le separaba del mundo era insalvable y creía vivir en un sueño, en una pesadilla cada vez más dolorosa de la que no despertaba nunca.
El último año de colegio, con la adolescencia ya apuntando y haciendo aparecer la duda y la vacilación en sus creencias, las humillaciones de sus compañeros, también perturbados por el vacío que se abría en sus vidas, se hicieron más numerosas e insidiosas y acabaron por causarle tal angustia que su mente comenzó a enfermar. En los sucesivos años, siempre dedicados al estudio y la abstracción, sin conocer la vida de placer con los amigos en la calle, tan solo aliviado su corazón del frío con la música de Bach o Beethoven en la soledad de su habitación, fue aumentando la tortura de su conciencia, que le reprochaba cada una de las afrentas recibidas, sin lugar para el perdón ni el olvido, sedimentando una atormentada culpa cuyo exceso y absurdo la hacían todavía más inapelable.
Acabó la carrera con una enfermedad mental declarada. En ocasiones, mientras se encontraba reunido con amigos o familiares o caminaba por la calle, su mente perdía el contacto con la realidad y creía ser objeto de la observación de lo más escondido de su alma por parte de las personas presentes. Ni la más mínima porción de afecto, piedad, compasión, respeto, ni siquiera, los que se le atribuyen al peor de los seres humanos creía en esos momentos obtener de los otros. Se sentía, en esos momentos, víctima de la tortura más despiadada y, sin embargo, la culpabilidad que le producían estas fantasías delirantes era tan grande como la angustia en la que le sumergía el desprecio que creía percibir.
Hubo de dedicarse a trabajar en el negocio de su padre porque no se sentía capaz de sacar adelante su profesión; se sentía un inepto en todos los terrenos. Sus años de juventud transcurrieron en una soledad de prudencia, temiendo ser objeto de sus delirios de humillación si abandonaba los escenarios de tranquilo aislamiento. Seguía entretenido con su búsqueda del conocimiento, su único placer era aumentar su saber. La mayor frustración para él podía ser, en un momento dado, desconocer la etnogénesis de los finougrios o no poder leer a Shakespeare en inglés. Su corazón, dormido y contaminado, no añoraba el amor, veía en los seres humanos una inquietante amenaza de la que huía y consideraba a sus semejantes criaturas llenas de odio e intransigencia.
Bien entrado en los cuarenta, murió su padre. Su padre era una de las pocas personas con las que hablaba. Su muerte fue un proceso horrible y estresante que se prolongó casi durante un año. En esos momentos sintió que si se iba del mundo como su padre estaba haciendo sin haberse abierto a los demás, sin demostrar la belleza de su corazón a los otros, sin amar a una mujer llena de hermosura y gracia que cautivara su corazón, en el ataúd se consumiría el cuerpo de un hombre que no había sabido vivir como tal pues comprendió que una vida que no se comparte con los otros no es propia de la auténtica esencia humana.
Poco después de morir su padre, intentó conseguir un mejor tratamiento para su enfermedad. Halló a una mujer psiquiatra en la que encontró al fin un camino para la esperanza. Poco a poco, desde la prueba de valor a la que le sometió la enfermedad de su padre, su mente fue mejorando. Todavía dudaba de la bondad de los seres humanos, cuyo apego a las formas y al prejuicio banal los hacía intolerantes, pero empezó a creer en el valor de los escogidos, en la excelencia de las almas alejadas de la vulgaridad y sintió que él podía ser uno de ellos; paradójicamente, con una pertinacia extraña, nunca había abandonado la esperanza de ser alguien grande para los demás, alguien valioso por sí mismo, como individuo, por lo que él era. Comenzó a publicar cuentos en internet, quería cumplir su sueño de ser escritor conocido, ser alguien que no mereciera el desprecio de ninguna persona inteligente, ni la burla, ni el agravio. Al mismo tiempo añoraba intensamente el amor de una mujer, su corazón estaba abierto, por primera vez, a la posibilidad de ser amado, después de toda una vida creyendo que solo era digno de desprecio.
Su culpabilidad continuaba instalada en su espíritu, no estaba su corazón lo suficientemente despierto, todavía estaba frío, todavía estaba al mismo nivel que el de quienes le habían escarnecido, pero ahora la afrontaba de manera diferente, ahora no callaba asintiendo cuando su mente le hacía sentirse acosada por los otros sino que se alzaba enfurecido, acusando de sadismo a aquel del que creía haber recibido un baldón, defendiendo con furia la limpieza de su conciencia, como si no fuera él quien más dudaba de ella y, cuando el otro le hacía ver que había malinterpretado sus palabras, tenía que luchar con toda la fuerza de su persuasión para evitar que lo abandonara para siempre pues, en casi todos los casos, se trataba de los más queridos de sus amigos.
Su soledad ya no era tranquilizadora, ahora su soledad le angustiaba profundamente, deseaba hablar con amigos, pero no de la etnogénesis de los finougrios o cualquier otra materia del conocimiento intelectual sino de sentimientos, de afecto, de belleza, de lo que habla el corazón, quería decir te quiero y no ser acusado ni ridiculizado. Un día hizo público en internet su desesperación por su aislamiento pero lo hizo desde la indignación con que ahora hacía frente a su propio sentimiento de culpabilidad, si bien, atemperada por el sentido del humor; dijo en una web donde publicaba que no consideraba a los miembros de aquel lugar auténticos autores preocupados por la literatura sino gente frívola que exhibía su belleza física para obtener una rentabilidad sexual porque, pese a lo que él publicaba era excelente, nadie tenía interés en ofrecerle su amistad. Este artículo bufo lo tituló ¿Hay alguien en internet sin un tumor cerebral que quiera hablar conmigo?.
Un día después, alguien le escribió un mensaje diciendo:
-A mí todavía no me han detectado un tumor.
Era una muchacha fascinante, llena de belleza en toda la extensión de su ser, extremadamente inteligente y bondadosa. Ella le ofreció la amistad más leal que jamás había tenido, le demostró con el tiempo que lo aceptaba tal como era, sin culparle de nada, ni exigirle nada, le enseñó a creer en la bondad e inocencia de las personas y en la suya propia, a sentir afecto sin pedir nada a cambio, a amar la vida, a buscar la felicidad y repudiar el sufrimiento. Ella era una de esas personas escogidas y especiales en las que creía y empezó a amarla de aquella manera que ella le había enseñado, sin buscar un intercambio, de manera inequívocamente auténtica, veía en ella una flor de inocencia; gracias a ella recuperó su fe en el bien, su esperanza, su libertad, se desembarazó del peso de su culpa porque al fin había un ser humano que lo amaba, más allá de todo interés, que no le reprochaba lo que era en su esencia más honda, que tenía afecto para él incluso cuando más le fallaba, que había visto su más oculto interior y, sin embargo, no lo escarnecía sino que mostraba devoción hacia él.
Pero la insidia de la culpa seguía atormentándole y ella, en un acto de inteligencia inaudito, fingió marcharse. Él experimentó la perturbación más profunda y en medio de su angustia, su mente fantaseó como acostumbraba ante las presuntas humillaciones y, afectando serena dignidad, la acusó ante todo el mundo de ser una persona sádica que había llegado a su vida fingiendo ser una chica inocente para manipular sus sentimientos y burlarse de ellos, tan pobre concepto seguía teniendo de sí mismo que creyó verosímil esta vieja teoría pese a que no conocía a nadie tanto ni confiaba tanto en nadie como en aquella mujer. Al poco, recibió un correo de ella que le dejó desolado. Le decía que había sido víctima de su escarnio público y que cuanta belleza mostraba en sus poemas estaba muy lejos de sentirla su corazón como había demostrado, que su comportamiento la expulsaba de su vida y que no le quedaba más opción que marcharse.
Él intuía que ella todavía le seguía amando y mantenía la esperanza de recuperarla pero era tan grande el horror que sentía a que se marchara para siempre la persona que había traído la primavera más resplandeciente de toda su vida que los siguientes días sintió que vivía las agonías de Cristo. Manifestó en público que la mujer a la que había acusado estaba dotada de las más altas virtudes y que era él quien cargaba con la culpa de una gran iniquidad y se prohibió a sí mismo escribir más poemas porque había demostrado su insinceridad en la generosidad que mostraban. Continuó escribiéndole mensajes con la angustia de no estar seguro de que ella los leyera. En esos mensajes, le mostraba tan hondo arrepentimiento y trataba de explicarle lo sucedido con tan lógicos argumentos que estaba seguro de que, si ella los leía, sin duda volvería, pero tan poco confiaba en el afecto que su corazón había engendrado en ella a lo largo de los meses que habían estado juntos que pensaba seriamente que, si no leía esos mensajes, permanecería lejos para siempre.
Pero su corazón no había dado en vano los pasos que había avanzado gracias a la muchacha y muy pronto, sin recibir respuesta alguna, comenzó a enviarle mensajes asegurándole que, volviera o no, leyera o no sus mensajes, pasara lo que pasara, seguiría sirviéndola y entregándole su vida y, si nunca más regresaba, veneraría su recuerdo mientras viviera teniéndola para siempre como la mujer a la que ofrendaba su alma.
Todos los días le escribía aun sin recibir respuesta. En Navidad, ella le envió un bellísimo christmas aunque siguió aguardando un tiempo a que él recapacitara en el daño que estaban haciendo a su vida las dudas sobre su propio valor sobre las que habían hablado muchas veces.
Él trató de encontrar el sentido de su culpabilidad buscando en sus recuerdos. Supo que el espectro que le había perturbado toda su vida era su miedo a los sentimientos, su ansia de vivir de espaldas al corazón, su temor a su propia sensibilidad, esa sensibilidad extraordinariamente rica que le había convertido en un gran poeta y escritor. Se dio cuenta de que su miedo a la humillación le había hecho convertirse en su propio humillador porque en el fondo necesitaba ser humillado para olvidarse de ser, para anular su más hondo fundamento como individuo, para evadir sus ansias insatisfechas de felicidad escupiendo contra ellas. No se puede esperar otra cosa de un poeta que había nacido en un tiempo y en una sociedad donde cualquier cosa aparentaba ser más digna que manifestar amor auténtico, donde todo el mundo prefería hablar de las noticias de actualidad que de las cosas bellas y esenciales de la vida o donde, por ejemplo, había personas que tenían que sentirse de una nacionalidad con la que no se identificaban solo porque había una ley que hablaba de la integridad territorial.
El mes de marzo siguiente, salió publicado su primer libro. La muchacha que amaba volvió con él y su camino se despejó de frustración y sufrimiento. Toda su carrera de escritor la dedicó a hablar del amor y a reírse con jactancia de quienes huyen de los sentimientos.
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