Red de Literatura y Cine
El árbol del Mercadito de Chiquinquirá y el Centro Cívico de Barranquilla. Una historia de la que hoy no se habla. (Crónica)
Por Esteban Herrera Iranzo
Hacia el año cincuenta y tres, estando yo muy niño, los Herrera vivíamos en una pequeña casa en Barranquilla, ubicada a unas dos cuadras del Mercadito de Chiquinquirá, en el cual mi madre hacía el mercado todas las mañanas, y yo la acompañaba siempre con el propósito de ver la inmensa variedad de pájaros que en él se encontraban a la venta, y oír, a la vez, las espectaculares narraciones que los vendedores – gente en su mayoría de origen campesino – hacían sobre un sin número de acontecimientos que se daban a diario en la ciudad; relacionadas, en su mayoría, con la inmensa cantidad de suicidios que en ella había. Y es que en aquellos años se veía una pobreza capaz de conmover al más indolente ser: gente sin empleo, hombres toderos que salían por las mañanas a trabajar en “lo que viniera” y que muchas veces “se iban en blanco”, locos en las calles que pedían dinero a los transeúntes, algunos con una piedra en la mano, para presionarlos a que accedieran a dárselo; gente que robaba para comer, gente a la que se les enfermaba un hijo de gastroenteritis --, enfermedad que para entonces propinaba la peor paliza a los niños de la ciudad --, y que no tenían el dinero con que pagar los gastos del tratamiento … Y esto había llevado a que algunos optaran por acabar con su vida, generalmente “colgándose”. Digo colgándose porque era el término utilizado en Barranquilla para referirse al acto de ahorcarse con una cuerda que pende de algo que se halla en lo alto: el madero de un techo, la rama de un árbol., por ejemplo. Sí, en aquel entonces no se hablaba de: Fulano se ahorcó, sino de: “Fulano se colgó”.
Pues bien, yo había tenido la oportunidad de ver a uno que otro colgado, que de no ser por las historias tan llamativas que de ellos contaban los vendedores del Mercadito, no hubieran sido para mí más que unos meros colgados. Y es que, en la parte trasera de este, en un pequeño solar que servía de aparcadero a los camiones que a tempranas horas llevan los víveres y demás, para el aprovisionamiento del día, se hallaba un viejo árbol de ceiba, de escaso follaje y unas ramas carcomidas pero que aún guardaban alguna fortaleza, al que los suicidas acudían por las noches, cuando los vecinos del barrio dormían, y se colgaban mediante una cabuya que llevaban ellos mismos. Y es que para entonces era muy raro el que un pobre se suicidara de un tiro, quizás por lo difícil que le quedaba conseguir un revolver; la cabuya, por el contrario era un artefacto que podía conseguir fácilmente, ya que era común el que en las casas hubiera una, ya fuera para trepar a un árbol muy alto, o para guindar del techo algo muy pesado que estorba en la casa o que no podía permanecer a la vista de las visitas, o para azotar y amarrar de un árbol o de un poste a ladrones que eran sorprendidos por la noches en los patios o intentando abrir la puerta de la calle, o para improvisar, con ella y una vieja llanta de camión, un columpio para los niños…
Recuerdo que el primer caso que vi fue el de un hombre largo, delgado y barbón, que se había colgado del árbol la noche anterior, y de quien los vendedores del mercadito comentaban que había tomado la cabuya de su casa la tarde anterior, diciéndole a su mujer que la iba a vender para llevarle algo de comer.
Otro caso que vi fue el de un hombre que apareció colgado del árbol, completamente desnudo, y de quien los vendedores aseguraban que le habían robado la ropa después de muerto, ya que según ellos unos vecinos del barrio lo habían visto la tarde anterior vestido de pantalón y camisa caqui.
Otro caso fue el de un hombre que apareció colgado mediante un cordón parecido a una pita curricán de las más gruesas, que tenía las manos atadas hacia atrás, y del que los vendedores aseguraban que lo había “ajusticiado La Mano Negra”, agrupación que para entonces desarrollaba la más tenebrosa labor contra el hampa de la ciudad.
Para aquellos tiempos mi padre compraba, entre otros, “El Nacional” --- un diario vespertino de la ciudad, que se caracterizaba por no dejar escapar una noticia que tuviera que ver con violencia, sangre, muertos…, y cuyos voceadores gritaban, a todo pulmón, un lema que lo caracterizaba: “El nacional. Con la tragedia, El nacional”, que acompañaban siempre de una síntesis que elaboraban ellos mismos de alguna noticia del día: “La mató por cachona y luego se dio cuenta de que no lo era”, o, “Lo mató a machetazos porque no le quería pagar dos pesos que le debía”, por ejemplo ---. Así que cuando él llegaba por las tardes del trabajo, me leía las noticias que aquel había publicado. Y había algo muy curioso en ellas, y era que, en lo concerniente a los colgados, lo que hablaba era lo mismo que yo había oído en la mañana de los vendedores del Mercadito; lo que muchas veces me llevó a pensar que sus reporteros habían obtenido la información de alguno de ellos.
Mas, nadie sospechaba que pronto las cosas Iban a cambiar, pues un día un hombre, desesperado por su situación económica, decidió acabar con sus días arrojándose desde lo alto del Centro Cívico, y poco tiempo después los suicidas comenzaron a arrojarse de él, hasta convertirlo en el nuevo escenario de sus propósitos, logrando, de esta manera, sumir en el olvido al “Árbol del Mercadito”.
Recuerdo un caso muy controvertido que se dio en el Centro cívico, sobre una mujer que subía los escalones de este y de repente cayó al primer piso. La prensa, basada en los comentarios de algunas personas que ascendían a su lado, describió el caso como un suicidio. Los familiares, sin embargo, sostenían que no podía tratarse de un suicidio porque ella no tenía motivos para ello. Se llegó a manejar, incluso, la hipótesis de que habían sido las fuertes brisas, que para esos días azotaban a la ciudad, las que la habían llevado a caer.
Más, a mediados de los setenta, el árbol del Mercadito volvió a cobrar vida con un caso de renombre en Barranquilla: El de un vendedor de bolita que acostumbraba no reportar a la agencia para la que trabajaba, los números que sus clientes apuntaban, a fin de quedarse con el dinero de la venta, pero sucedió que para esos días uno de ellos tuvo un acierto con el que debía ganar una buena cantidad de dinero, y en vista de que este se había perdido, fue a cobrarlo a la agencia, y esta se negó a pagarle porque los números no se hallaban reportados. De modo que el cliente, enfurecido por lo que consideraba había sido una estafa, agarró un revolver y comenzó a buscarlo por toda la ciudad, y él, que se hallaba escondido en casa de un familiar, entró en una profunda crisis nerviosa que lo llevó a pensar que lo mejor era quitarse la vida. Mas, al parecer, la altura del Centro Cívico le causaba miedo, así que no le quedó más que acudir a la vieja costumbre de la cabuya. Consiguió entonces una y se colgó esa noche del árbol.
FIN
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