Red de Literatura y Cine
Julian Barnes
Traducción de Jaime Zulaika
Editorial Anagrama, Barcelona 2016, 199 páginas
Una de las tendencias -incluso de subgénero se podría hablar- más frecuentadas por la narrativa contemporánea es aquella en la que los narradores novelan la vida, o alguno de sus episodios, de otros escritores, y en general de personajes que han destacado en alguna faceta intelectual, incluidas por supuesto las artes. Lo han hecho y lo hacen acreditados narradores de nuestro tiempo como J.M. Coetzee, Philip Roth, Saul Bellow, Alan Hallinghurst, Kate Mose, Günther Gras, Raymond Carver o Elena Poniatowska. Julian Barnes se sirvió de un episodio amoroso de la vida de Ivan Turgueniev para escribir uno de sus mejores relatos del libro La mesa limón. Lo hace ahora de nuevo y el protagonista es uno de los grandes compositores del pasado siglo, Dmitri Shostakóvich. El novelista inglés, una de las mayores revelaciones de su generación, nos permite, en efecto, disfrutar, y a la vez sufrir, con la biografía novelada de Dmitri Dmitrévich Shostakóvich (San Petesburgo, 1906–Moscú, 1975), en la que afloran, como pocas veces lo han hecho, las colisiones entre el arte y el Poder. Barnes se apropia en esta novela del rótulo “El ruido del tiempo”, tomado de las menorías de Ósip Mandelstam, el poeta que sufrió en sus carnes y en su alma la ferocidad irracional y despiadada del régimen stalinista, y que, sin embargo, resistió heroicamente hasta ser eliminado. Shostakóvich, en cambio, murió apaciblemente en un hospital moscovita, engalanado de honores, “como una gamba en salsa rosa”, repite Julian Barnes en varias ocasiones.
Un verso de un poema de Shakespeare (“Y el arte amordazado por la autoridad”) y una estrofa de Evtushenko que describía de forma conspicua cómo discurren las vidas bajo el Poder (“En tiempos de Galileo, un colega suyo / no era un científico más estúpido que él. / Sabía muy bien que la tierra giraba / pero tenía también que alimentar muchas bocas”, página 165) reflejan, al menos con rigor aproximado, las complejidades de la vida de un artista, de un gran músico bajo la tiranía. Julian Barnes pretende mostrarnos esas complejidades: que no era fácil ser un cobarde bajo las botas de la tiranía. Y lo hace mediante la recreación ficcional de tres episodios reales en la vida de Shostakóvich. Tres calas ficcionales, pero cimentadas en hechos reales y documentados, unidas por el hilo cronológico de la vida del compositor, aunque con numerosos saltos en el tiempo y amalgamando los hechos internos de una personalidad compleja y miedosa, dotada de gran sensibilidad musical, con el círculo familiar del protagonista y los intereses / caprichos de un Poder totalitario.
Estas colisiones entre el arte y el Poder empiezan el 26 de enero de 1936. El punto de partida fue sin duda la propia fama de un niño prodigio que, a los diecinueve años, había asombrado al mundo con al Sinfonía nº 1 en fa menor. Pero ese día de enero de 1936 recibe la consigna de asistir a una representación de su ópera Lady Macbeth de Mtsensk en el teatro Bolshoi de Moscú. La ópera estaba siendo un gran éxito tanto a nivel doméstico como internacional. Estarán presentes los camaradas Mólotov, Mikoyán, Zdánov, y también el gran Timonel, el camarada Stalin, disimulado tras una cortinilla. A los dos días, un editorial de Pravda (“Bulla en vez de música”) condena la ópera, acusándola de formalismo, esnobismo anti popular, pornofonía, decadente, contrarrevolucionaria. Se sospecha que el autor del artículo editorial pudo ser el mismo Stalin. La música de la ópera de Shostakóvich había hecho ladrar a los perros mayores, y cuando eso ocurre, en la Rusia de Stalin, equivale a un rápido fusilamiento. La única acción posible que le quedaba a Shostakóvich, era abjurar de sus errores, disculparse públicamente y sumergirse de inmediato en la música folclórica, la que les gusta a las masas. No se disculpará, pero el Poder que nunca está ocioso, logra igualmente que enderece su trayectoria. Tendrá que convivir con un miedo helado que le hace pasar las noches con un maletín en el rellano del ascensor, para ahorrar a sus seres queridos el espectáculo de su detención.
Sin embargo, su destino por el momento parecía seguir vivo. En 1937 escribe y estrena su Quinta Sinfonía, conservadora desde el punto de vista musical. Y la apoteosis final, optimista en opinión del régimen (alegría forzada e irónica para muchos intérpretes) inició su reconciliación con los gobernantes.
En el segundo sondaje se reconstruyen algunos momentos del viaje de Shostakóvich a Nueva York, como uno de los representantes de la Unión Soviética para participar en el Congreso Cultural y Científico de la Paz Mundial. Viajó a Nueva York, a pesar de su resistencia inicial, porque Stalin quería que fuese. En la ciudad neoyorkina esperaba conocer a Stravinski, cuya música siempre había admirado. Pero Nueva York significó la más dura humillación y la vergüenza moral más intensa para Shostakóvich. En los discursos, escritos por otros, pero leídos por él, condenaba a todos los músicos que creían en la doctrina del arte por el arte. Y era su admirado Stravinski el paradigma más evidente de esa perversión. Por eso, en su fuero interno, se sintió anonadado por la vergüenza y el desprecio hacia sí mismo.
En la tercera cala, Shostakóvich viaja, con cara angustiada, en el asiento trasero de su coche. Un Poveda. No le habían permitido cumplir su sueño de adquirir un Mercedes. El terror había durado otros cinco años, en los que seguía llevando amuletos de ajo para sobrevivir. Pero Stalin murió, aunque con su fallecimiento y con Nikita Jruschov como Primer Secretario, el Poder no desapareció; simplemente se limitó a mudar de rostro. Pero Dmitri Shostakóvich ya había pagado al Cesar y el Cesar, a cambio, no había sido ingrato: tres Órdenes de Lenin y seis Premios Stalin. Sin embargo, aquí cometió otro gran error: “Antes los hombres se cagaban en los pantalones; ahora se les permitía disentir”. En vez de las antiguas órdenes, ahora había sugerencias. Por eso mismo, sus relaciones con el Poder se volverán más peligrosas para el alma ya que sondeaban la magnitud de su cobardía. Se verá obligado a aceptar la Presidencia de la Unión de Compositores de la Federación Rusa y afiliarse al partido Comunista, algo que siempre había evitado. Era la forma de reclamarle el alma, ahora que había pasado el gran miedo y su vida no corría peligro. Se sometió como un moribundo se da por vencido antes el sacerdote que le absuelve.
Se ha escrito que Julian Barnes se decanta por el bando equivocado; es decir, a favor de Shostakóvich. Pero es inexacto porque Barnes admite la cobardía del compositor, por ejemplo cuando firma el impreso de afiliación al Partido Comunista, consciente de que le habían arrebatado el alma: “La línea de cobardía era la única que avanzaba recta y segura en su vida”. Aplaude los discursos de los miembros del partido, pero la verdad es que no los escuchaba. Firma los artículos para el Prvada que, en su nombre, habían escrito otros, sin siquiera leerlos. Firmó así mismo una inmunda carta contra Solzhenitsyn a pesar de la admiración que sentía por el novelista. Años más tarde, firmará otra contra Sájarov. Según Barnes, cuando decir la verdad y obrar en consecuencia conduce a una muerte inmediata, había que disfrazarla. Y para Shostakóvich el disfraz de la verdad era la ironía. El tirano no tiene el oído fino para oír la ironía y, por otra parte, imita la jerga del Poder. La ironía podía proteger su música, el arte de su música que pervive y se escucha por encima del ruido del tiempo. El problema es que, en la mayoría de las ocasiones, ni sus amigos eran capaces de captar ese tono irónico. Sea como fuere, Barnes no deja de mostrar una cierta compasión por el terrible drama vivido por Shostakóvich. En un país como la Unión Soviética donde era imposible decir la verdad y vivir, no solo el personaje declarado enemigo del Estado, sino todo su entorno: su familia, sus amigos…todos están contaminados. Para salvar lo que amabas, no había elección, no existían posibilidades de evitar la corrupción moral, a no ser que tuvieses madera de héroe. Pero el heroísmo es un gesto de grandeza, no un imperativo ético.
Quizás Shostakóvich fue un tanatófobo, un obsesionado por la muerte, como también lo es Julian Barnes. “Le envidio” le dijo a la familia de su amigo Solomon Mijoels, asesinado por orden de Stalin, porque su propia experiencia vital era un fiel testimonio de que la muerte era preferible a un terror interminable (página 144).
Prosa evocativa, introspectiva y discontinua, con ciertos acentos líricos para narrar y hacernos tomar conciencia de la difícil y aterradora convivencia de un artista cuyo creo es dar al arte lo que es del arte, en un estado exterminador.
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“Siempre venían buscarte en mitad de la noche. Por eso, para que no le sacaran del apartamento en pijama, o le obligaran a vestirse delante de algún hombre impasible y despreciativo del NKVD, se acostaba totalmente vestido y tumbados encima de las mantas, con una maletita ya preparada a su lado, en el suelo. Apenas dormía y velaba imaginando las peores cosas que un hombre podía imaginar. Su inquietud, a su vez impedía dormir a Nita. Los dos yacían en la cama fingiendo; además, fingiendo que no oían ni olían el pánico del otro. Una de sus pesadillas recurrentes cuando estaba despierto era que el NKVD cogiera a Galia y se la llevasen -si la niña tenía suerte- a un orfanato especial para niños de los enemigos del Estado. Allí le cambiarían de nombre y le forjarían un nuevo carácter; la convertirían en una ciudadana soviética modélica, un pequeño girasol que alzaría la cara hacia el gran sol que se llamaba a sí mismo Stalin. Por consiguiente, había pensado pasar aquellas inevitables horas de insomnio en el rellano junto al ascensor.”
…..
“Si el Estado hacía concesiones, también las hacían los ciudadanos. Pronunció discursos políticos escritos por otros, pero -tan patas arriba estaba el mundo- eran discursos cuyos sentimientos, si no su lenguaje, él podía realmente refrendar. Habló en un mitin de artistas antifascistas de «nuestra gigantesca batalla contra el vandalismo alemán» y de «la misión de liberar la humanidad del flagelo pardo». «Todo para el frente», había exhortado, como si encarnara el Poder mismo. Se mostraba seguro de sí mismo, fluido, convincente. «Pronto llegarán tiempos más felices», prometió a sus colegas artistas, repitiendo la cantinela de Stalin.
El flagelo pardo incluía a Wagner, un compositor al que el Poder siempre había hecho trabajar. Estuvo de moda y pasado de moda durante todo el siglo, según la política del momento. Cuando se firmó el pacto Mólotov-Ribbentrop, la Madre Rusia había abrazado a su nuevo aliado fascista como una viuda de mediana edad abraza a un fornido vecino joven, con tanto más entusiasmo porque la pasión llega tarde, contra toda razón. Wagner volvió a ser un gran compositor y a Risenstein le ordenaron que dirigiera La valkiria en el Bolshói. Menos de dos años más tarde, Hitler invadió Rusia y Wagner volvió a ser un infame fascista, un pedazo de escoria parda.”
…..
“Y sí, era un cobarde. Y sí, uno da vueltas como una ardilla en una rueda. Y sí, aplicaría a su música todo el valor que le quedaba, y la cobardía a su vida. No, aquello era demasiado reconfortante. Decir: Oh, perdonadme, pero ya ves que soy un cobarde, no puedo hacer nada para remediarlo, Su Excelencia, camarada, gran líder, viejo amigo, mujer, hija, hijo. Esto quitaría complicación a las cosas, y la vida siempre rechazaba la simplicidad. Por ejemplo, había temido el poder de Stalin, pero no al propio Stalin: ni por teléfono ni en persona. Por ejemplo, era capaz de interceder por otros pero nunca se atrevió a interceder por él mismo. A veces se sorprendía a sí mismo. Así que quizá no fuese incorregible del todo.
Pero no era fácil ser un cobarde. Ser un héroe era mucho más fácil que ser un cobarde. Para ser un héroe sólo tenías que ser valiente un momento: cuando sacabas la pistola, lanzabas la bomba, apretabas el detonador, matabas al tirano y también a ti con él. Pero ser un cobarde era embarcarse en una carrera que duraba toda la vida. Nunca podías relajarte. Tenías que prever la próxima vez que tendrías que disculparte, titubear, achantarte, volver a familiarizarte con el sabor de las botas de caucho y el estado de tu propio personaje caído, abyecto. Ser un cobarde requería obstinación, perseverancia, una negativa a cambiar, lo cual, en cierto modo, constituía una especie de valentía. Sonrió para sus adentros y encendió otro cigarrillo. Aún no había perdido los placeres de la ironía.”
(Julian Barnes, El ruido del tiempo, páginas 25-26, 80-81, 173)
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