EL SALTAMONTES

Venía de hacer un recorrido por la noche. Había dibujado estrellas y todavía silbaba en mis oídos el chirriar de los grillos. El alba despuntaba para advertirme mi cansancio y no tuve disimulo en situarme en un banco de la plaza, plena de silencio a esa hora indecisa de luces. Todo el tiempo parecía detenido. El rocío se suspendía en las hojas que adornaban sombrías los albergues de la plaza y parecía como si algo se fraguara en el pálpito del viento. Era tal vez anuncio de la lluvia esplendorosa de fragancia y vital de rumores que quebraría el silencio de la maitinada próxima. Pájaros y hombres comenzarían pronto a circular a mi alrededor y me señalaría como vagabundo o como compañero de aventura por otros espacios. Ya cesaría en breve el canto estridente de los grillos, huéspedes de la noche. La plaza adquiría poco a poco un aspecto más real; se perfilaban los colores de los árboles, desnudos del atuendo lunar o del velo indefinido de los faroles. El banco de la plaza era duro pero tenía sosiego de abrigo y me daba la ocasión de hallar mi propia realidad. Era un reencuentro en verdad, pues desde hacía mucho tiempo —cúmulo de horas— había echado a volar por mi fantasía.
Mis ensueños vagabundos tenían la consistencia de una gota de agua que temiera arrojarse de su cáliz. Había imaginado ser un capitán a bordo de una nave anclada a la orilla del mar, y desde esa atalaya podía contemplar la figura arcana posada sobre las arenas de la ribera; y luego deshacía imágenes para retraerme sobre mi propia visión. Torno y retorno del tiempo, la lenta gota de agua declinaba su caída y pendía orgullosa de la hoja o de la nube para alimentar mi espera. En fin, sueños sin color, pintados de cristal de lágrimas.
Cuando comenzaba a sustraerme de esas evocaciones, las presencias del entorno se hicieron visibles y vi al saltamontes. Verde como los árboles que habían tomado su propia consistencia, alargado como los sueños de la noche. Estaba sobre el banco, en el espaldar donde el rocío había sembrado luciérnagas. Parecía aguardar el paso confiado de algún insecto o sencillamente era un observador de mi cansancio. Anunciaba su dominio sobre la plaza, después de que sus compañeros de follaje nocturno se habían retirado con el alba. Era como el eco que la penumbra dejara caer sobre la plaza. Estaba inmóvil el saltamontes, atento a mis intenciones; pero yo no podía ser sino un buen compañero, nunca ánimo de destrucción. Tenía para mí un significado patente: era quizá la explicación del errar que había hecho por una noche de fantasías; y tendría su historia.
Bien pudo recogerse en el frescor de la hierba, sin asomo de movimiento. Estuvo toda la noche aguardando la llegada de algún astro, de alguna esperanza. Sus puestos de mira eran altos, castillos secretos desde donde pudiera observar mejor la llegada de sus anhelos. Vegetal por su color, tenía el ansia de los poetas. Fraguaba, como ellos, ilusiones, y sacaba de sus alas todo el ímpetu de la contemplación. Cuando terminaba el día, se bañaba de la luz que sólo da la noche, para aguardar la visita del astro maravilloso. Ya había saltado por doquier para buscar alimento o para huir de la tenaz persecución de algún niño, y tan sólo deseaba el reposo que le brindara el recogimiento del silencio, para fijar con veneración sus ojos de saltamontes en el rutilante viajero del espacio. Y quizá yo habría interrumpido el rito que lo despojaba de una condición animal, en esta hora de cansancio y de insaciable éxtasis.
Después de abandonar su castillo de hierbas en la recreación de los motivos que lo conmovieron, el saltamontes se preguntaría de mi presencia y de la razón de mi aturdimiento. ¿Diría que, al igual que yo él era viajero sin sustento? La tristeza que podía adivinar en mis ojos ¿sería tal vez el reflejo de su propia impotencia de alcanzar sus propósitos sin cuerpo? El saltamontes miraba al astro imperturbable que lo alumbraba de plata. Era, ese astro, el guardián del insomnio que sacudía nuestra búsqueda. Pero el saltamontes tenía una ofrenda que dar, mientras que yo sólo grababa con tinta el papel que luego adornaría el anaquel de un comerciante. Una creación que había roto los diques de la normalidad y que después colaba por las estrías del silencio. Una lenta gota, frágil gota que temía alejarse de su cáliz. El compañero inmóvil contemplaba a aquel guardián que enviaba incógnitas a través de las brumas y que hacía que todos los pliegues de la tierra parpadearan a su antojo. Mis emociones, en cambio, se irían con el cansancio hacia el fondo de las vibraciones perdidas, arropadas unas con la fijación de un destello —como el astro maravilloso—, pero todas inefables. El saltamontes echaría al aire el polen de sus alas y lo enviaría a la distancia donde lo recibiera el contemplador imperturbable que muy pronto cerraría sus ojos ante el fulgor solar. Y esa ofrenda de veneración que da el saltamontes la recibe el astro, la apaga en el velo de sus párpados y la convierte en espumas que danzarán otra noche. Más tarde, el agua que viene al encuentro del espacio para recoger purezas del éter, devuelve al saltamontes algo del objeto de su veneración. Todo es patrimonio del saltamontes que alguna vez roba el poeta.
Debí proponer a mi compañero que llevase el mensaje por sí mismo, que hiciese un viaje a la locura. Proponerle que conquistase los estratos del astro en un recorrido fulgurante; que el polen de sus alas llegase en cuerpo de polvo lunar y adornase el sueño de todos los poetas vagabundos. Pero si sus alas son insuficientes, más breves son las mías. No poseo la mansedumbre que es vehículo de luz, y cuando el bullicio de la plaza perturbe las imágenes de la noche, todas las luciérnagas retirarán sus destellos. También yo dejaré de ser un soñador y volveré a la ruta de los hombres en busca de una emoción perpetua, más allá de las palabras o de la expresión que nos han sido concedidas. El saltamontes iniciará de nuevo su hazaña de hurtar a la hierba savia y colorido, y ambos sentiremos alguna nostalgia de ese pasaje por el nocturnal del pueblo. Luego, todos esos sueños de capitán de nave se volcarán en realidades y el poeta dará forma a su pensamiento en cada rostro y en cada sonrisa que pase por el borde de este banco perlado de luz.
¿Cómo destruir el saltamontes? ¿Cómo destruir la imagen de mis propios sueños?

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Comentario por MARGARIDA MARIA MADRUGA el marzo 2, 2020 a las 7:27pm

Hermoso cuento.
Una forma de escribir con palabras sabias y vastas.
Leer siempre es un honor.
Gracias.

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