Red de Literatura y Cine
Marina, de Lau Mendoza. CdMx 2020. Óleo sobre tela
No hay mayor soledad que aquella que
se lleva en las alforjas del alma, ni prisión
más lúgubre, que nuestra propia conciencia.
I
Nunca aceptaría saber que soy un ser aborrecible. Mis actos -y así estoy convencido-, fueron hechos con la certeza de que los hice sin intención alguna de hacer daño, según las leyes del hombre y de que, por tanto, las consecuencias salieron fuera de mi conocimiento y, en particular de mi conciencia. Apuntada pues esta nota paso a referir lo que, a mi consideración, me exime de toda culpa.
-Ahora aquí, en tierra firme y habiendo pasado el tiempo necesario para sanar las heridas, doy cuenta precisa de lo que pasó en altamar en el barco en el que estuve enrolado durante treinta y ocho años, tres meses, y diecisiete días, y que llevó por nombre el de - El Señor de los mares. De los dichos de haberme embarcado para huir de la justicia doy acá precisa respuesta de que en ningún momento fuera esa la razón ya que, como he dicho antes, mi juez ha sido la Palabra Escrita.
Mil novecientos cincuenta y ocho fue para mí el año crucial en mi existencia. Después de seis años de haberme casado, y teniendo a la vera treinta y dos años de vida finalmente, mi esposa y yo tuvimos una hija pero además, como gracia del Señor, justo al día siguiente de nacida me llegó también el nombramiento de pastor de la iglesia, cargo que parecía habérseme negado y que, después de quince años, al fin obtuve. Pocas cosas antes de ese año, habían llenado de felicidad y de ilusiones mi camino sin embargo, la primera razón de alegría borrose de inmediato una vez haber conocido esa tarde a mi hija. Ella había nacido muy blanca (a pesar del oscuro tinte de la piel de mi esposa y de la mía) y, con ojos, extrañamente bicolor (el ojo derecho era azul como el limpio reflejo del alba y, el izquierdo, tan gris como las tardes que anuncian lluvia).
Porque eso sería una infamia, y una iniquidad castigada por los jueces; porque sería fuego que consume hasta el Abadón…Job.31:11.12
Nuestra casa se hallaba adjunta al templo así pues, conocida mi hija, postrado de rodillas clamé al Señor para que diera respuesta a mi atribulado corazón y diera alivio a mi alma. Puntual al filo de las seis de la tarde, se presentó ante mí el viejo pastor que, a pesar de mis súplicas, había hecho oídos sordos para mí ascenso, a sabiendas de mi disposición y sobre todo, del cariño que por mi buen oficio, me había ganado entre los feligreses.
-¡Pastor! Exclamó tan sólo verme, -la gracia de Dios ha tocado tus puertas y a la bendición de tu hija, anuncio ahora mismo el cargo que mereces, agregó y, con un gesto cordial, intentó darme un abrazo. Benjamín Oropeza y Cid, el eterno guía, tenía esa gracia de decir las palabras justas pero, sobre todo, esa amabilidad en los gestos y ese amor en su sonrisa. Benjamín Oropeza y Cid, tenía la piel muy blanca y tenía también el ojo derecho azul y el izquierdo, gris, como tarde de tormenta.
El que comete adulterio no tiene entendimiento; destruye su alma el que lo hace. Heridas y vergüenza hallará, y su afrenta no se borrará. Porque los celos enfurecen al hombre, y no perdonará en el día de la venganza…Proverbios 6:32.34
II
Del templo, - del que fui pastor apenas unos minutos, y de la casa, - de la que fui padre de familia, apenas un día, quedaron tan sólo las cenizas. El fuego, que todo lo purifica, hizo de aquellos maderos leña abrasadora y entre sus rojas lenguas se llevó al viejo Benjamín y a mi esposa y a la recién nacida. Caída ya la oscuridad y entre los gritos de la iglesia que acudía a apagar los fuegos de la otra iglesia, la de madera, me deslicé sigiloso por escondidas veredas y agrestes caminos, al alejarme, voltee a ver hacía atrás, como la mujer de Lot y vi las llamas alzándose hacia el cielo, un ensordecedor estrepito apagó las lejanas voces y dije entre mí, -esa ha sido la casa. Cuarenta noches anduve a ciegas, y, cuarenta días me escondí con tristeza y ansiedad hasta alcanzar primero, la costa y la playa y después, el ansiado puerto de Guaymas. Allí, entre la oscuridad y la niebla, los fantasmas que se mecen en el agua, gigantescos alcatraces con las redes recogidas atadas a los mástiles; de aquellos días mis conocimientos eran apenas sencillos y de lo más indispensables, la notoria chimenea, la caseta, sabía de la popa que es la punta y la proa que es la cola, pero veía las líneas y las redes al acercarme. El chasquido y el rechinar de las gruesas cuerdas que los mantienen sujetos al muelle, el golpeteo de los cascos metálicos al chocar uno contra el otro. Los enormes barcos camaroneros que despertarán pronto para surcar las olas y así fue como, después de tanto haber andado, me alcé de la tierra por una de las cadenas del barco y me escondí en una de las bodegas, allí el intenso olor a pintura fresca y a aceites de motor.
¿Sustraído de la justicia? Digo ahora, pero cuál es esa justicia. Si es la del hombre, está visto que es errónea como el hombre mismo y yo me apegué como todo en mi vida, a la justicia y a la Palabra Escrita.
Si sabéis que él es justo, sabed también que todo el que hace justicia es nacido de él…Juan 1: 2.29.
Muchas horas después de haber zarpado, en la lejanía de la costa, muchas horas de silenciosas arcadas, de mareos eternos y de infinitos vómitos, sediento y agotados mis nervios, decidí hacer frente al destino. ¿Qué más puede esperar de la vida, un condenado?
El bueno alcanzará el favor del Señor, más El condenará al hombre de malos designios…Proverbios 12:2
Injurias y amenazas se hicieron presentes. Amagos de echarme por la borda finalmente, la cordura de aquellos hombres endurecidos pero buenos. Bebí agua y después de dar descanso al estómago, pude llevar unos pocos bocadillos a la boca. Para entonces era ya de noche. Me acurruqué en una esquina cubriendo mi cuerpo con costales y redes y sogas.
El sonido rítmico del barco al caer de una ola a otra, el bamboleo que lleva mi cabeza, de un lado a otro. El cielo despejado con miles de estrellas estampadas en el firmamento, el crujir del barco, temeroso de partirse en pedazos, el ronco sonido de la máquina diésel que sigue llevándome lejos, muy lejos. Lloré el resto de la noche, quería hallar en aquel llanto y en medio de aquel silencio, no la virtud que había sido mi vida hasta la noche del fuego sino la redención de mis pecados y encontrar en ella, la redención del pecado mismo.
Al filo del alba se abrieron mis ojos, el calor de una taza de café abrió todos los otros sentidos. La voz del capitán dando vueltas y vueltas con órdenes para todos los tripulantes.
-Tú, dijo dirigiéndose a mí, a la cocina, agregó y señaló hacia donde estaba la cocina. Así fue como, El Señor de los mares, me dio la bienvenida.
III
Con puntualidad y presteza, ciega obediencia también. Convertí de manera sencilla el pan, el huevo, la sal, la levadura y el agua en exquisitos panes pero además, hice de la limpieza un hábito y del orden, manantial de bonanza. Empaqueté cuidadosamente los peces y los productos que, ajenos al camarón, serían desperdicios que volverían al mar. Hice de las horas de reposo, horas de amenas lecturas y celebrados cantos y extensas pláticas sin embargo, al caer la noche me volvía a refugiar en un silencio que se iba prolongando hasta altas horas de la noche o bajas horas de la madrugada. Ese sueño que llegaba siempre envuelto en llamas y que, me hacía despertar, abotagado y empapado en sudor. Esa angustia oprimiendo mi pecho. Los maderos ígneos cayendo a mi diestra, el derrumbe de la techumbre. El grito apagado - ¡pastor, pastor! Que escuchaba siempre desde las profundidades del mar. Temblores en mis manos, el sollozo quedo. El bamboleo que traía de un lado a otro mi cuerpo siguiendo el movimiento del barco. El bamboleo que, con el paso del tiempo (quizás fueron meses o años), me hicieron ser más propio en mis acepciones y, en vez de que todo fuera bamboleo decía ora cabeceo o arfada según se diese este movimiento de manera transversal, ora descenso y ascenso si era subiendo y bajando hacia adelante y, al ritmo del oleaje. Aprendí también a golpe de arcadas y vómitos y mareos, que hay caídas a la buena y caídas a la mala que son las inclinaciones que la embarcación hace desde la vertical hacía uno y otro lado, las primeras son a golpe de timón y las segundas según me dijeron alguna vez, lo son por golpes del viento. – ¡Guiñada de rumbo! Me llegó a explicar el capitán o alguno de los marinos. De todos estos movimientos había uno en particular y sobre todo, en aquellos primeros días, que era causa de inmensa ansiedad y miedo, ¡ronza a sotavento! Y que no era otra cosa más que el giro que la embarcación daba sobre su eje, a causa del viento que provenía de barlovento y que me hacía creer que el barco dejaría de seguir hacia adelante y emprendería el camino de regreso.
IV
El temor de volver al puerto, la ansiedad en la medida en que nos íbamos aproximando. La visita de gaviotas, señal primera de la tierra prometida, las palmeras y las costas en la lejanía, la colorada visión de la playa y por fin el caserío. Guaymas, allí enfrente a tiro de piedra. El capitán y la tripulación callada siempre, y aceptando mi decisión de permanecer a bordo y sin jamás pisar tierra. De día, anónimo, mientras se hacían las reparaciones pertinentes al barco, ayudando y pasando desapercibido en la limpieza de motores y propulsores, en la revisión y reparación de las redes, la soldadura en mástiles y ganchos, la pintura del casco y el calafateo de las maderas y juntas con estopa y resinas. A veces escondido si había revisión de documentos o presencia de autoridades, encerrado y atento en la limpieza de las bodegas, o los depósitos de agua dulce. De noche, asomándome por la borda para ver a lo lejos las luces del puerto, escuchar en la lejanía alguna música perdida, algún grito, alguna voz humana distinta a la de la tripulación. Sabe dios si alguna de esas veces y al paso de los años, la ansiedad por una voz de mujer. Y el silencio eterno, roto por el choque de los cascos de los barcos, el chirrido de las cuerdas tensándose, el llanto lastimero en la memoria, y las lenguas de fuego que jamás, ni una sola de las noches, dejaron de estar presentes. La lenta marcha del tiempo bajo el cobijo del puerto hasta que, de nuevo, la algarabía de preparar una nueva incursión. La pesca del camarón estaba lista y, entonces, se inflamaba mi pecho ante la próxima salida. Año tras año aquel fue el ritual en el que nos envolvía el sino. Los hombres y el capitán, a la cabeza siempre, silenciosos y prudentes por mi presencia. Quizás habían hecho algunas indagaciones acerca de mi persona, pero al estar tan lejos de mi pueblo no hallarían más que a un solitario y errante peregrino. Y así fue lustro a lustro y década a década, alguno de los marinos dejaron el barco, otros fueron enfermando o murieron en casa. Nuevos marinos que se iban integrando y que veían en mí tan sólo al marino raro que jamás bajaba a tierra, pero el que llegó a ser el maestro reparador del motor, y el principal calafateador, o el diestro reparador de las redes y mástiles, o el experimentado en maniobrar ganchos y cadenas. El lector incansable de la Palabra y el Verbo, el de los cantos y las pláticas en plena recogida de redes, o durante la limpia y clasificación de la pesca. Y a veces, piloto y timonel de aquella barca.
V
Treinta y ocho años, tres meses y diecisiete días después de aquel embarque bajo la oscuridad y el silencio de la noche volvimos al puerto de Guaymas por última vez, el Señor de los Mares había llegado al límite y era hora de hundirlo en un arrecife, el capitán, -tan viejo como yo, también se hundiría en un camastro para mirar de tarde en tarde la salida de los nuevos barcos camaroneros perdiéndose en el horizonte. A la sazón mi vejez era notable, tenía ya setenta años de edad y treinta y ocho de haberlos vivido bajo la sombre de la noche y en la soledad de aquel barco. Una delgadez en mi cuerpo y mi andar cabizbajo, y encorvado, mis blancas y largas barbas. En los últimos años más de uno de los marineros, había ido soltando alguna noticia. Mis lecturas, mis charlas, mi peregrinar, mi manía por permanecer en el barco. Mi sabiduría pero sobre todo, esa mirada que se perdía en el oleaje del mar, o que se volvía festiva ante el ímpetu de las tempestades, el regocijo de sentir el agua de lluvia en mi cara y en mis cabellos, los cantos alegres mientras todos los demás se agazapaban y temblaban. Las visitas que hacían en la cercanía del barco cuando nos manteníamos anclados en puerto, con la animada curiosidad de conocerme, de ver al viejo marino de las blancas barbas y mirada extraviada siempre. Finalmente llegó la noche previa al día de decir adiós al Señor de los Mares.
-sea lo que fuese que hayas vivido antes de tu llegada, me dijo el capitán, te has redimido con todos estos años de soledad, y has sabido ser un hombre bueno, agregó y, por vez primera nos abrazamos. Bajé del barco igual que lo había hecho al subir, en la oscuridad de la madrugada. Me escondí para mirar como partía el Señor de los Mares rumbo a su cementerio, me buscaron. Pude escuchar las voces de los que hasta la tarde previa habían sido mis últimos compañeros. ¡Viejo, viejo! Oía que gritaban y allí me di cuenta de que, nunca en todo aquel tiempo, les había dicho mi nombre. Mis pasos fueron poco a poco llevándome de vuelta, todo había cambiado, carreteras que jamás me imaginé, ciudades extrañas en lo que alguna vez fueran pueblos pequeños y abandonados. Iluminaciones festivas en las calles, restoranes impensables; volví los pasos porque la cárcel que fue mi conciencia así me lo pedía, esos maderos envueltos en llamas, ese crujir del techo cayendo, esa mirada de Benjamín Oropeza y Cid, ese llanto de recién nacida. Esa mirada y esos ojos que jamás han dejado de estar en mí, cuando cierro los míos, el ojo derecho, azul, como el despuntar del alba y el ojo izquierdo, gris, como tarde a punto de llover. Volví porque, a pesar de todo, y según la Palabra y el Verbo, yo no había sido culpable.
Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios." Hebreos 13:4
Y todos, habíamos sido juzgados por Él y no por el hombre sin embargo, aquella vuelta al lugar en el que ya nadie me conocía era, no la vuelta a casa sino más bien, el encuentro con la fuente de dolor que había envenenado mi alma y que, me había enredado en el delirio, el terror y la angustia de cada una de las noches de desvelo, insomnio y pesadilla y, la idea, la dulce idea metida en la cabeza era de hallar en este retorno finalmente, reposo en la tumba y para eso, lo único que requería era un poco de estopa, algunas resinas inflamables y la llama de una sola cerilla.
© 2021 By Oscar Mtz. Molina
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