El sobrino de Cornelio Reyna

Por Jesús Chávez Marín

Esteban Medina iba caminando un viernes por la calle Libertad y se encontró con Asdrúbal Reyna, quien presumía ser sobrino segundo del gran Cornelio Reyna, que en paz descanse. Estaba comiéndose unos burritos de chile colorado, ¡oh sí!, el reputado Ombudsman de Santa María de las Cruces no solo va a sofisticados restaurantes; de vez en cuando camina por las plazas y se da baños de feria pueblerina. Antes de saludarlo, Asdrúbal le dijo:
―Oye, Medina, no me has mandado al Whatsap tu artículo donde me mencionas. Me platicaron que hablaste maravillas de mí, no sabes cómo te lo agradezco.
―No sé quién te diría eso, Coyote, pero te contaron mentiras. Y no te mandé el artículo porque más bien pienso que no te va a gustar ni tantito.
―No me digas Coyote, Medina. Desde la prepa ya nadie me dice así, y menos ahora que soy el presidente de la Comisión de Derechos Humanos de Santa María de las Cruces: más respetillo, si no fuera mucha molestia.
―Está bueno, señor Reyna, no vuelve a suceder. Pero mira, de seguro ya viste el artículo, para qué te haces; alguno de tus achichincles ya te lo enseñó, ¿tengo o no tengo razón?
―Pues la mera verdad, sí, y para nada estoy de acuerdo en lo que dices. Qué pasó, Medina, yo te estimo; nos conocemos desde la secundaria, no hay que ser. O dime si andas necesitado, para eso estamos los amigos.
―¿No te digo?

*

Esteban se acordaba muy bien de Asdrúbal Reyna, el clásico gandalla que les daba carrilla a los ñoños y a las niñas; hacía pandilla con los que se las daban de machines, igual que él. Sacaba seises y sietes en todas las materias, pero en un tiempo fue estrella del deporte, de todos los deportes: resultaba irónico que ahora fuera defensor oficial de los derechos humanos quien durante toda la escuela se dedicó a retorcerlos.
Se despidieron porque Reyna dijo que iba de prisa a una junta con unos amigos suyos que se mantienen tomando café y checando su correo electrónico en el edificio del Congreso del Estado; unos son diputados y, otros, periodistas: todos de la más baja ralea, aunque entre ellos hay también de la más alta.
Esteban entró a La Michoacana, pidió un agua de horchata. Mientras se la tomaba en una de las mesas del fresco restaurante, sacó de la bolsa de la camisa de franela su celular Nokia 2008 y le puso un mensaje a su hija Raimunda Marina Bradbury: Necesito tu ayuda para un artículo que tengo que entregar mañana.
A los cinco minutos, la respuesta ágil se hizo llegar al rudimentario celular: se oyó aquella canción que compusieron Lennon McCartney hace algunos ayeres: Don't let me down. La respuesta de la joven escritora decía: Claro papá, solo que en este momento no puedo, así que nos vemos el lunes por la tarde, si quieres en el Degá. Para eso tiene uno hijas tan lindas y solidarias, pensó Esteban. Así que se dispuso a disfrutar el fin de semana.
El lunes siguiente, el articulista y su hija se encontraron en la mesa eae del Degá, que durante los últimos treinta años ha frecuentado la más antigua tertulia literaria de la ciudad.
―Ay, papá. No sé cómo te gusta venir aquí. Huele a viejito y se ven puros ganaderos gordos. Además se dificulta mucho conectarse, no tienen ni enchufes en las mesas.
―Pos sí, m’hijita, pero ya es la costumbre. Y acuérdate de lo que dijo el gran José José, que es verdad que la costumbre es más fuerte que el amor.
A pesar de las dificultades técnicas, Raimunda Marina conectó tres aparatos de última generación, entre ellos su lap top, y se pusieron a escribir al alimón. Fue de esa forma como el articulista y su tecnócrata hija redactaron el segundo artículo sobre el tema de los derechos humanos.

*

Diez años antes, Francisco Bravo, gobernador de Santa María de las Cruces, había manipulado la mayoría de su partido en El Congreso para que el abogado Asdrúbal Reyna fuera nombrado presidente de La Comisión de Derechos Humanos. Desde entonces se había dedicado a la grilla de tiempo completo; su plataforma era fingir que cuidaba braceros, indigentes y condenados, pero, la verdad, los derechos y el derecho le importaban un comino, tenía bien claro que lo que buscaba era dinero y contactos políticos que lo pudieran favorecer.
En el primer artículo, Esteban se la había llevado tranquila, porque le faltaba información. Nunca había imaginado que ese tema de los derechos humanos fuera tan complicado y más ancestral que Fray Bartolomé de las Casas, y que el asunto de ahora fuera resultando tan delicado. La ayuda de su hija le resultó muy útil, pues ella navegaba en internet como pez en el agua, no había información que no consiguiera de manera asombrosamente rápida.
―Oye, papi, ¿y no te traerá dificultades meterte a balconear al hijo del gobernador? Mira que es una fichita y un tipo de cuidado.
―Pues a ver cómo me va, pero es que ya basta. Ya son muchas las que debe: lo de la golpiza que le pusieron sus guardias al joven Sandoval, nada menos que en El Casino; lo del departamento que se apropió en el Campestre San Francisco; el viejito que atropelló en La Cantera y lo dejó allí tirado, agonizando, mientras él se pelaba a toda velocidad muerto de risa.
―¿Pero, cómo? Estás describiendo a un monstruo. ¿Es cierto lo que cuentas?, ¿no estarás exagerando? En las fotos del Facebook, Mauricito se ve normal y hasta guapo. Dicen que el gobernador le ordenó al escultor que lo usara de modelo para el rostro del Ángel que pusieron en la Plaza.
―Pues será el ángel de los antros, porque allí se la pasa. Bueno, la verdad no se sabe nada de cierto. La gente no se atreve a levantar denuncias y se conforman con poner la queja en Recursos Humanos, creyendo que les van a hacer algún caso. Pero allí es donde entran las malas artes del titular: les revuelve toda la información de tal forma que poco les falta para que los agraviados tengan que ir a ofrecerle disculpas al junior. En ese y en todos los asuntos que llegan, Asdrúbal se dedica a hacerle el trabajo sucio al gobernador, y luego redacta unas actas de recomendaciones que parecieran dirigidas a la Madre Teresa de Calcuta y no al funcionario señalado.

*

Asdrúbal se había sostenido en un poder simultáneo a los tres poderes de la unión y a veces hasta se sentía por encima de la ley, el abogado más astuto que existe. En todos los medios oficiales era considerado, creía él, toda una personalidad, aunque algunos a la chita callando se burlaban de su bigote aguamielero y su solemnidad. Por todo eso, era de esperarse que el primer artículo de Esteban Medina sobre el tema de los derechos humanos convertidos en escudo del gobierno, las trapacerías de los funcionarios y sus familiares, le hubiera ardido en salva sea la parte al licenciado Reyna.
Como era hombre proactivo, de inmediato pidió cita con el gobernador para exponerle el caso. A pesar de que era casi su cómplice, y a veces hasta su socio en alguno que otro negocio en lo oscurito, el Señor muy pocas veces se dignaba recibirlo. Y esa vez no fue la excepción: el secretario particular transfirió la cita para que lo atendiera el oficial mayor, un oscuro arquitecto que había sido rector de la Universidad de Juárez.
—¿A qué debo el honor de su visita, mi distinguido licenciado? —le dijo con entusiasmo diplomático mientras se levantaba de su silla para saludarlo de mano—. Tome asiento por favor.
—Me permití molestarle por un asunto muy delicado, señor Oficial Mayor.
—Hombre, mi amigo, ¿a qué viene tanta seriedad? Dígame Willy, como me dicen mis camaradas.
—Le agradezco la distinción, arquitecto. Mire usted, me apena mucho el asunto con el que vengo, ya que de por sí nos vemos muy poco, pero, bueno, se lo diré de un jalón: Anda por ahi un amigo que se dice periodista y el día de hoy sacó, en una revistucha, un escrito donde viene una serie de infundios contra mi persona y, lo más grave, algunas insinuaciones que ofenden la dignidad de nuestro señor gobernador.
—Sí. Ya sé a lo qué se refiere; muy temprano me trajeron mis ayudantes el libelo ese donde lo balconean a usted, es decir, donde lo calumnian.
—Pues fíjese nomás. ¿Cómo cree usted que podríamos hacerle con ese seudo periodista?
El Willy comenzaba a impacientarse. Aparte de que andaba con una cruda de los mil demonios, la personalidad tensa y pegajosa de Asdrúbal Reyna era de las que muy poco soportaba. Y de pilón venía con un asuntito que no tiene la menor importancia y que a nadie interesaba; mucho menos al góber, quien hace media hora le había llamado muerto de risa para burlarse del infundio y del sujeto.
Con el mismo tono amistoso y con algunos acordes de impaciencia, le replicó:
—Nunca les dé importancia a esa clase de cabrones, mi amigo, y mucho menos se le ocurra contestarles. Es lo que buscan, de eso piden su limosna.
—Pero mire, señor, es que anunció que seguiría con el tema en la siguiente columna. Según él, con datos duros y con fotos de tres documentos que obran en su poder.
—¿Y qué le apura? La revista es mensual; dentro de unos días a la gente se le habrá olvidado todo el asunto; para cuando vuelva a escribir, se quedará chiflando en la loma. Ese tipo es un mediocre, tuvo sus 15 minutos de fama allá por el año del caldo, cuando era reportero en periódicos de verdad. Ahora que anda en estos pasquines que ni circulan ya ni quien se acuerde de él, es un don nadie.
Asdrúbal iba a contestar, cuando en eso timbró el teléfono. Como toda secretaria que se respete, la asistente del señor funcionario tenía instrucciones de marcar a los quince minutos de cualquier cita, para darle a su jefe una salida oportuna frente al interlocutor que fuera.
—Dígame, Laurita.
—…
—Muy bien, voy para allá. —Y dirigiéndose al visitante, le dijo apurado:
—Señor licenciado, me voy a tener que retirar, se queda usted en su casa. Voy a instruirle a Laurita que le traiga un coñac. Espero que mis consejos se hayan sido de utilidad.

*

Muy puntual, el día primero del mes siguiente apareció la revista. En la portada traía un llamado al artículo de Esteban Medina, con una foto de Asdrúbal Reyna en una toma donde aparecía con un gesto de tensión dubitativa. Asdrúbal leyó de un tirón las dos páginas del artículo y buscó con ansiedad las tres fotos anunciadas de documentos emitidos por la oficina a su cargo. Aunque las fotos no salieron, porque al director seguramente ya se le hizo mucho atrevimiento, el texto del artículo incendiaba los contornos de su poder: venían con pelos y señales las historias de violencia en los antros que antes solo habían sido rumores que nadie se atrevía a confirmar; las aventuras del junior, las compras forzadas de céntricos lotes por parte de la hermana favorita, las francachelas de champán Diamante en los distintos ranchos del cacique; eso por un lado.
Por el otro, varias citas de la redacción lisonjera y mentirosa que la oficina central de los derechos humanos enviaba a las distintas dependencias del gobierno del estado, recomendaciones a las que por lo demás nadie les hacía el menor caso.
En un tercer plano del relato salían reseñas de múltiples actos sociales de alta esfera social en las que el licenciado Asdrúbal Reyna convivía solícito y alegre con la casta burocrática que gobernaba con mano dura y, según versiones, robaba a manos llenas.
El licenciado sabía que era inútil pedir audiencia en palacio, así que se fue directo a la oficialía mayor, al despacho del titular, aprovechando que él le había granjeado su amistad y hasta le había pedido que le hablara de tú.
—El arquitecto anda fuera de la ciudad —le dijo Laurita a las primeras de cambio.
—¿Y cuándo regresa, señorita?
—Uy, no le sabría decir, licenciado. Fue a la Ciudad de México a unas jornadas de seguridad con el presidente. Ya ve usted que ese tipo de juntas se sabe cuándo comienzan, pero no cuándo van a terminar.
—¿Y no me podría hacer el favor de marcarle?, dígale que soy yo y que traigo un asunto de suma urgencia.
—Me va usted a perdonar, licenciado, pero tengo instrucciones de no molestarlo para nada; está reunido con gobernadores, judiciales, senadores y hasta, como ya le dije, con el presidente de la república. No se le puede interrumpir.

*

Desesperado, Asdrúbal salió a la resolana del medio día. A pesar de que estaba acostumbrado a sus finos trajes, corbata ceñida sobre camisas de seda, el calor y la ansiedad hacían que sudara a mares Para acabarla de amolar, estaba citado a comparecer en la sesión ordinaria del Congreso del Estado: esas famosas pasarelas que no sirven para nada más que taparle el ojo al macho, pues la mayoría de la bancada era favorable al régimen, hasta el filo de la servidumbre. A pesar de eso, no podía presentarse en esas condiciones, antes que nada, él era un Dorian Gray de la política en este rancho. No le quedó más remedio que tomar una habitación en el Hotel San Francisco, con cargo a viáticos, por supuesto.
Antes de entrar a la regadera, le llamó a su asistente, Francisco José Baeza, joven ingeniero en sistemas y político en ascenso.
—Pepe, lánzate pero en chinga al D´Talamantes de la Victoria, me compras un traje azul marino, una camisa blanca y todo lo demás; ahí tienes apuntadas las medidas en tu agenda. Me traes esa ropa a la habitación 109 del San Francisco. Acuérdate que tengo comparecencia a la una y media en el congreso; apenas me da tiempo.
Como para esos asuntos la gente funciona como relojito, el joven asistente dio tres leves toques en la puerta, 10 minutos antes de la hora. Asdrúbal abrió envuelto en una toalla grande; la agitación de horas antes había cedido con el baño y hasta se había puesto de buen humor.
—Muchas gracias, mi hermano. Ahora te voy a hacer otro encarguito: localízame a un sujeto que se llama Chava Capoulade, los datos están en la libreta roja que ya sabes. Le dices que lo espero a las cinco, en el privado del bar de La Casona. Le dejas ver muy claro, sin falta, que me urge.
Asdrúbal aprovechó la sesión del Congreso para fustigar a la prensa corrupta que no deja trabajar a los que día y noche se dedican a servir a la patria; sin decir nombres dejó muy en claro la venalidad de esos parásitos que se dedicaban a la mentira y la extorsión. Ni siquiera era tema la prensa libre ni la amarillista ni ninguna otra, pero como el ambiente en ese tipo de rituales solía ser amistoso y favorable, Reyna se despachó con el cucharón del pozole, echándole alabanzas a su esforzada labor de ombudsman y a la alta investidura del jefe máximo del estado que lo distinguía con su amistad, el mejor gobernador que hemos tenido en décadas.
A la hora de la siesta, luego de comer en su casa como buen hombre de familia que era, Asdrúbal se debatía en una encrucijada un tanto cuanto ridícula: por un lado, sabía en el fondo que el Willy, con su valemadrismo juarense, tenía algo de razón de que no había que crecer a los enanos, hacer como que pobre diablo de Esteban Medina no existía, ni sus escritos infectos, que además nadie leía.
O casi nadie, y eso era lo malo, pues todo solía traducirse en rumores.
Por otro lado era relativamente fácil que el Chava Capaulade y su banda le pusieran una buena chinga para que no anduviera de hocicón; ese recurso ya lo había utilizado dos veces anteriores y no hubo ninguna bronca, Chava tenía muy buenos limpiadores y no sabía rajarse.

*

Cuando el cadáver de Estaban Medina apareció tres días después en un recoveco en el valle del Cerro Grande, nadie sabe, nadie supo, que Asdrúbal Reyna había elegido la segunda opción.

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