Hay gritos y órdenes sin paliativos -niño lávate las manos! Discuten todos a la vez. Estampa familiar que sabe a casta, a futuro impreciso. Y yo regreso a las cavernas a las que me aferro.
Es noche de julio. El viento ha pasado dejando un raso de polvo seco sobre la mesa. Descorcho una botella de lambrusco. Una de esas botellas del Mercadona, la economía no permite más adornos. Suave y oloroso “Vino de la Emilia”. No es mi sangre, no es mi cuerpo. Es un cántico hundido en mis sienes mientras brindo con la botella abierta, mi soledad y la botella me asisten; siguen los gritos -niño ponte derecho y come! Me siento amilanado y cobarde, no conseguí acabarme todo el lambrusco y trato de pensar (horror, pensar) para disimular mi apatía en tanto ella aparece, despistada y en tanga, recién salida de la ducha guiñándome los ojos como si me estuviera diciendo -eres estúpido, estúpido y más, eres infeliz porque te creces siendo infeliz.
Estoy mintiendo. Ella mira la tele mientras sorbe su mate ajena a mis pesquisas.
Nadie podría caminar sobre una ciudad ardiendo en una noche ajena a los horarios. Fluyen oscuros los deseos en tanto arrecia el viento en medio de un vacío espantoso.
Arriba de mi, tres estrellas del cielo conforman un arco. Y mi gata restriega su celo entre mis piernas lasas.
El zen de las macetas. Fragmento
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