Ella y sus circunstancias

       Hace años que no la veo. Y lo es desde una época en la que ambos, jóvenes y enamorados, salimos por un tiempo. Era una etapa anterior a la que destruyó aquella amistad, estropeando la "nata del amor" y la convirtió en "mala leche", valga la metáfora.

       Cuando me crucé con ella en Times Square, en el corazón de la Gran Manzana, pude apreciar que el reconocimiento y la duda eran bilaterales. Por unos instantes, parados a poco más de un metro, nos miramos sorprendidos y sumergidos, sospecho, pues yo lo estaba, en retrotraer rostros, expresiones y hacer revertir recuerdos e imágenes de un cierto tiempo atrás para recuperar unos nombres que se negaban a reaparecer.

       Recordé todos su datos en un tiempo prudencial, y con ellos su extraña idiosincrasia, negativa, desconfiada, dominante y alterada por una juventud maltratada. Una etapa que le había dejado un menoscabo en su carácter que, sus intenciones de quiero hacer, se negaron a sí mismas por su absoluta desconfianza hacia los demás.

Empezaba a ser algo tan antiguo y rancio que no se creía, fiaba, ni aceptaba, ni de lo que ella pensaba sobre sí misma.   

       Sus posibilidades a lo largo de años en el Instituto, no le hicieron madurar ni perder su intolerancia y desconfianza sobre todo y todos.

       La recordé tras un instante tal como ella era. Estaba considerada como la segunda más bella y atractiva del momento en los cursos superiores. Se encontraba colocada siempre en el punto de mira de los que, algo mayores, trataban de convertirla en su pareja.

       Pero para ella nadie iba por amor, por ternura, o con buenas intenciones; una idea repetitiva que comentaba a unos y a otras. Tenía claro que todos los compañeros llevaban deseos bastardos según su concepción de las intenciones ajenas.

       Fui el tercero que aceptó. Y más o menos, duré a su lado como los anteriores. Nada valía con ella. Era una duda con largas piernas, bello rostro y la desconfianza convertida en un aura casi visible. Sus preciosos ojos eran como dos campanas tocando a "rebato" o "doblando" tristes por un difunto: inquietud, vibraciones, inseguridad, retrocesos, inseguros avances, negaciones y afirmaciones en una absurda sucesión que no controlaba.

       Todo me encajaba y entre dientes me dije en voz baja antes de decidir entrar en el juego que seguiría a las dos miradas fijas y aceptar: – ¡Sí! Es ella. -Y continué después en voz alta.

       – ¿Eloísa?

       – Sí. ¿Y tú? No me lo digas. Recuerdo tus besos y ellos me traerán tu nombre: ¡Ramón!

       – Ok. Perfecto. Yo también recuerdo los tuyos: esquivos, huidizos y desconfiados como eras y espero…

       –No esperes nada –interrumpe–. Soy casi la misma o quizás peor. Es como si el tiempo no hubiera pasado por mí, pero lo hizo destrozándome un poco más.

       No me di por enterado de su comentario. Me noté interesado en saber algo de ella. Aún me quedaba un rescoldo de amor en el blando y tierno corazón que me ha tocado en suerte y que el tiempo no me ha cambiado.

       – ¿Qué haces en la Gran Manzana?

       –Eso no te importa. Simplemente para ti: ¡estoy!

       –Vale. ¿Qué es de tu vida? Desapareciste y nunca volví a saber de ti. Te apetece que tomemos algo.

       –Tomar significa hablar y no quiero hacerlo. Te doy una respuesta profunda y sincera y con ello te basta y te arreglas. ¿Vale?

       –Como siempre, no lo he olvidado. Lo que digas es lo que vale. ¿Qué remedio?

       –Te diré y saca conclusiones. Después me olvidas. El pasado en su momento estropeó mi presente. El presente de entonces desgració mi futuro. Y ese acontecer que es ahora mi presente, me lo vuelve a frustrar esta actualidad que sigo sin saber vivir, lo que de nuevo me deja sin futuro. Está claro que no sé, ni sabré nunca, saber vivir lo que debo vivir.

       – ¿Tienes un amor ahora?

       –Sigo igual. ¡Cuando viene no me conviene y cuando me conviene ya no viene! No puedo olvidar. Es imposible.

        Expresa con manifiesta pena Eloísa.

       –No es cierto. Todo se puede olvidar si se quiere. ¿O no? –respondo con intensidad para influirla.

       –No. Es imposible. ¿Tú podrías?

       –Lo he hecho. Mira mi pierna –indico subiendo el pantalón y mostrando la prótesis que sobrepasa la rodilla–, ya ves que  lo he olvidado, la perdí y me he adaptado y sigo viviendo feliz. ¿No puedes hacer lo mismo si te lo propones?

       –Tú siempre fuiste muy adaptable y olvidadizo. Si me hubieras soportado un poco más, ahora seriamos pareja. Pero todos os asustabais y me huíais llenos de miedo, en vez de, con tanto amor como predicabais y ofrecíais, haber seguido conmigo y ayudarme. ¡Cobardes!

       –Nunca fue posible, pues eras como eras: una fiera rabiosa.

       –Es posible –acepta–, Adiós. Que sigas siendo tal como eres: tú y tus recuerdos.

       Me dio la espalda y desapareció entre el gentío de Times Square que no me dejaba mover.

       Y una vez más sentí la pena, ya añosa, de una persona encantadora si se le hubiera quitado el impermeable de mal carácter y pena de sí misma, causado por los traumas de su época juvenil, que la aislaron de sí misma. Verla de nuevo me ha dejado claro que ni ha cambiado ni creo que ya lo haga.

            Y yo también me pierdo entre la masa, no sin dejar de ver a un grupo de preciosas chicas que, desnudas, y con un mínimo de ropa pintada multicolor, hacen publicidad de la obra de teatro de moda: "CHICAGO".    ^*                                            

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^{* Hecho real en septiembre de 2016.}

José Ignacio Velasco Montes