Red de Literatura y Cine
El cuadro
Por Arelí Chavira y Jesús Chávez Marín
Había salido de vacaciones de la temporada de Navidad, y el primer día me levanté temprano como siempre, para disfrutar mi libertad. En lugar de asistir a la oficina donde trabajo todo el año, me complacía caminar por las calles del centro, sin horario, y entrar a la cafetería Degá, donde seguramente a estas horas estaría el señor Santiago Nora, con su café negro y sus habituales cigarros Delicados, leyendo con gran atención las páginas del anuncio clasificado en el periódico del día.
Santiago se levantaba todos los días a las seis de la mañana. Se bañaba a tinajazos en medio del cuarto único de su modesta vivienda. Nadie hubiera creído que Santiago Nora hace apenas diez años era un hombre rico, cuya zapatería en la calle Libertad había sido una de las más exclusivas de la ciudad. ¿Por qué había quedado en la ruina? Nunca se lo había preguntado, a pesar de que nuestra reciente amistad había alcanzado un buen margen de confianza. Pero la discreción es una de las prendas más delicadas del trato mutuo, y mi amistad con Santiago se reducía a los típicos comentarios de café, de noticias recientes, de pequeñas dosis de veneno en los comentarios acerca de los mutuos conocidos.
Esa mañana yo tenía una anécdota curiosa que contarle. Nunca imaginé que mi pequeña historia desataría en mi amigo un río de sentimientos confusos y dolorosos para él, y que me haría penetrar de lleno en la intimidad de su memoria.
La tarde anterior yo había asistido a la Galería del banco HBC, donde se inauguró una exposición de pintura de un extraño grupo de artistas. En el Hospital Neurosiquiátrico hay una maestra que inició hace algunos años un programa que ha tenido éxito: formó un grupo de pacientes a quienes les enseñó técnicas de pintura, y desde hace dos años convenció a algunos promotores culturales para que exhibieran las obras del taller. Según contó el locutor que hizo la presentación formal del acto, algunos de los artistas vivían en profundo estado de demencia, jamás hablaban con nadie y estaban confinados en pequeños cuartos en los que solo se asomaban desde ventanas con rejas para tener contacto con la luz del sol en muy escasas ocasiones. Sin embargo el estudio de pintura había hallado el milagro de estas manifestaciones de violentos colores y de figuras alteradas que ahora se exhibían en la galería de arte, y aún se ofrecían a la venta, por si alguien deseaba adquirirlos.
Me había sorprendido la arrebatada expresividad de algunos cuadros, el manejo extraño de los colores primarios y las extrañas y violentas figuras humanas, algunas verdaderamente monstruosas y de extraña belleza, otras de un equilibrio y una claridad poco creíble en personas que, según informaron, eran todos enfermos graves, depresivos profundos o violentos ex drogadictos cuya rehabilitación sería penosa, larga y de muy escasas probabilidades. Me llamó la atención un grupo de obras cuyo autor, según la ficha de registro, tenía el mismo nombre de mi amigo: Santiago Nora.
Mientras tomábamos café tranquilamente, le conté todo esto a Santiago. Pero cuando le dije lo de la curiosa coincidencia del homónimo, el hombre quedó notoriamente sorprendido.
“No puede ser”. “No puede ser”, exclamaba con cierta exageración. Y terminó diciéndome: “Estoy casi seguro que el pintor de esos cuadros es mi hijo”. Entonces me contó, con tristeza profunda y resignada, la siguiente historia:
Hace diez años yo estaba casado y era un hombre próspero. Trabajaba duro y cuidaba mucho mi dinero. Mi esposa y yo duramos siete años sin tener hijos, hasta que nació nuestro único niño, Santiago. Mi mujer fue muy feliz con su hijo, lo consentía muchísimo y le entregó todo su tiempo y todo su amor como lo hacen casi todas las mujeres. A mí la verdad el nacimiento de mi hijo no me cambió demasiado mis costumbres ni mi ritmo de trabajo. Salía temprano y llegaba muy noche, todos los días. Incluso los domingos abría medio día la tienda y siempre quise atenderla personalmente, tú sabes que al ojo del amo engorda el caballo. No hay de otra.
Los domingos en la tarde estaba yo tan cansado que en muy escasas ocasiones salía a pasear con mi familia. Para mi comodidad, mi esposa estaba muy apegada a la casa de sus padres, y allá se iba con todo y niño casi siempre. Me dejaba en paz. Yo miraba televisión o leía alguna novela ligera, o de plano me quedaba dormido, temprano. O salía con los amigos al café o a alguna cantina, pero solo muy pocas horas. Más bien era yo muy casero y solitario. Mi único verdadero vicio fue siempre el trabajo. Además en la tienda me iba muy bien, mi fortuna fue creciendo naturalmente y eso me daba una sensación maravillosa, una seguridad vital que me colmaba. En mi fuero interno siempre creí que esa era la forma que me correspondía para cumplir con mi familia, con mi hijo: forjarles un patrimonio sólido, construirles yo solo un futuro de abundancia. En mi casa no faltaba nada.
Mi hijo fue un excelente alumno en la primaria, nunca me dio lata. Mi mujer siempre estuvo atenta a sus tareas, a sus calificaciones, y yo me concretaba a firmar las boletas y a pagar a tiempo las colegiaturas. En la secundaria todo siguió marchando sobre ruedas, hasta le hacían comentarios a Sara, mi mujer, de que nuestro hijo era de los más inteligentes. Deportista, amiguero, diligente. Un verdadero modelo de hijo.
Así pasó también el primer año de Preparatoria, aunque no dejé de notar que sus calificaciones empezaron a ser bajas y el reporte de faltas empezó a acumularse. Su madre me comentaba con cierto tono de preocupación que el muchacho se había vuelto muy indiferente con ella, violento en sus respuestas, grosero y maleducado. Su cuarto se había vuelto un desorden.
Empezó a llegar tarde, a desvelarse, a asistir todos los viernes y muchos sábados a fiestas, a salir con un grupo de amigos, compañeros suyos de la escuela.
Yo no permití que esto me perturbara demasiado. Los asuntos de la educación de los hijos son cosa de mujeres, pensé yo siempre. También pensaba que mis negocios eran demasiado importantes y pesados, tanto que requerían toda mi energía y mi tiempo: impuestos, proveedores, movimientos financieros, problemas laborales llenaban mis días de tensiones y conceptos de constante urgencia. Así pasaban los años como agua, las navidades eran mi temporada fuerte de venta, las vacaciones eran un concepto que para mí no existió nunca. Yo no tenía días libres ni tardes de asueto. También era yo un extraño para mi hijo, y casi también para mi mujer, quien ya se había acostumbrado a esta forma de vida nuestra que para nosotros siempre fue la normal.
Pero la conducta de mi hijo, que para entonces tenía 17 años, empezó a radicalizarse en forma alarmante. Yo nunca le di dinero en grandes cantidades. Hubiera podido, por ejemplo, regalarle un automóvil nuevecito pero nunca lo hice. No era tacañería, creo yo, sino era mi forma de ver la vida. Que no tuviera tan fácil las cosas, que se ganara sus propios bienes.
Mi hijo en ese entonces tampoco era exigente. A pesar de nuestra riqueza, él estaba educado con austeridad. Nunca le faltó buena comida y buena ropa, las mejores escuelas y las modestas vacaciones al mar con su familia materna. Yo nunca los acompañé en esos viajes, siempre estuve ocupado. Y, como te dije, cuidaba mucho mi dinero, nunca he gastado de más.
No me quise dar por enterado de que la angustia de mi mujer iba creciendo, ni de que me había ocultado ella muchas cosas, según ella para proteger a nuestro hijo de mis castigos, de la posible ira que yo hubiera desatado. Nunca supe que ella, no sé cómo, empezó a darle dinero en cantidades fuertes, que no sé de dónde conseguía la pobre. De su familia, seguramente, o hasta de las cantidades moderadas que yo asignaba al gasto de la casa.
Tampoco supe que abandonó la escuela, y ni ella misma lo supo sino hasta meses después. Que llegaba ebrio, o quizá drogado tres noches cada semana. Que una mañana había amanecido en la cárcel municipal porque fue arrestado junto con un grupo de vagos cuando habían intentado asaltar una gasolinera. Yo no me enteré, pues para la buena suerte de mi hijo, yo andaba en un viaje de negocios, visitando a unos proveedores de la ciudad de México.
Nunca supe cuántas noches de terror, de ansiedad, mi mujer pasó esperando al jovencito, mientras yo dormía totalmente cansado por las largas jornadas de mi trabajo. El caso es que cuando menos lo pensé, nuestro hijo ya estaba encarrerado en el tren de una vida viciosa, al filo de la delincuencia.
Y es que a Santiago el consumo de las drogas le afectó en forma violenta.
No solo eran sus costumbres las que cambiaban, sino su misma forma de ser, su alma, su espíritu, su joven corazón se vieron alterados. Tú sabes que el alcohol, la mariguana, la cocaína son procesos que alteran la química del cerebro, de los nervios. Y no todas las personas responden igual. Hay gente que bien puede pasarse la vida entera consumiendo dosis constantes de alguna droga o licor y mantener una vida digamos normal. Pero Santiago no era el caso. En Santiago las lesionesque causan las drogas le afectaron rápidamente. Se volvió violento, despreciaba a su propia madre; me contaron que una vez hasta llegó a golpearla, a ella que era la persona, la que lo amaba sin ninguna reserva y sin condición.
Le exigía dinero cada vez en mayores cantidades. Alternaba sus días de parranda con otros días de profunda indiferencia, de melancolía, tirado en la cama mirando al techo, triste como si fuera un anciano, o un ser privado de toda voluntad.
Demasiado tarde, creo, Sara me informó al fin con lujo de detalles y en medio de un mar de lágrimas la condición de nuestro hijo. Yo hablé con él, muy preocupado. Más bien, intenté hablar con él. Porque no quería escucharme, respondía con profundo fastidio y se burlaba de mis temores. Me dijo que no pasaba nada. Que no me metiera en su vida. Que lo dejara en paz. En todos los tonos del coraje y de la impaciencia quise hablarle, regañarlo, le gritaba y llegué a insultarlo. Él se salía de la casa corriendo para no escuchar nada de lo que yo dijera. Yo no sabía cómo hablarle ni que decirle. Lo perseguía hasta la calle, pero se iba y no regresaba hasta la media noche. Y una vez no regresó.
Pasaron muchos meses en los que yo lo busqué por todos los medios. Sara estaba a punto de volverse loca de desesperación. Yo recorrí todas las oficinas de las policías, los hospitales, las delegaciones de tránsito de todo el estado buscando a mi hijo. El se había llevado una gran cantidad de dinero que robó de mi tienda. Ya ni eso me importaba, lo que quería era encontrarlo antes de que su madre se muriera de dolor y de incertidumbre.
Un día, el más negro de mi vida, leí en los periódicos que mi hijo, totalmente drogado y poseído de una furia infinita, había matado a un hombre.
La policía se lo llevó a golpes de una cantinucha de la calle Doblado. Meses después lo encerraron en el Hospital Neuropsiquiátrico, donde ya ha vivido tres años en estado de profundas sombras. No ha dicho una sola palabra durante todo ese tiempo. Recibe nuestras visitas en silencio y no nos mira, quizá ni siquiera nos conoce. Hace mucho dejé de visitarlo.
Comentar
Muchas gracias, Trina Mercedes, por tus comentarios, tus reflexiones. Te mandamos un abrazote desde Chihuahua. Arelí & Jesús.
Triste historia con un fatal final ante un joven que está y no en este mundo, como consecuencia de las drogas y sus desmanes, que silenciosamente reclaman la atención debida y oportuna del padre, concentrado en el Dios dinero, cuando hay tantas cosas que atender demostrando afecto, orientación y amor. El mismo machismo, le da toda la responsanilidad a la mujer madre, mientras elos viven cómodamente y se desentienden de sus verdaderas responsabilidades .
Me ha encantado leerte.
Un abrazo de luz.
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