(Dante y Beatriz)

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ENCUENTRO EN NOVIEMBRE

(Gratitud a la memoria de Manuel Mujica Lainez. Homenaje a Jorge Luis Borges).

En otro noviembre volvió Alejandro a la casa. No había querido hasta entonces pasar ni siquiera por el sendero que llegaba hasta ella desde la fiesta de disfraces que dio como despedida, con la presencia de los pocos amigos que tenía. Pero ahora ha llegado a su vieja morada, con los salones maltrechos, sus habitaciones convertidas en depósito de enseres inútiles, su patio cercado y sin macetas de flores, sin aroma de tierra mojada. Fue de repente: sintió el impulso de entrar; pero quizás no fue tan repentino. En la memoria vibra encandilada la imagen del álbum que al dejar la casa llevó en su equipaje de mudanza. Luego, los años encerrados en las campanas de los templos hicieron nueva la evocación, y escuchó el llamado de las cosas que habían quedado en las acequias del tiempo.

Eran amplios tus dominios en la comarca. Tierras de cultivo distantes del erial, a las que sólo tenían acceso comerciantes que compraban sus cosechas, y algunos pocos amigos. No importa saber por qué tienes fortuna: algún accidente hereditario, una buena oportunidad en negocios pequeños que se hicieron rentables. También se dice que dominaba una cultura hecha a su medida y necesidad: el tiempo de sobra nunca se perdió en caminatas por la heredad, sino que lo destinó a la búsqueda de conocimiento y atesoramiento de obras de arte guardadas en el salón hoy desierto.

Los amigos pasaban a este recinto y permanecían en la terraza frente a la extensa planicie brotada de fertilidad. Se escuchaba tu palabra feraz como los campos.

Tampoco parecía esperar la sorpresa del amor. A menos que pudiera llamarse así a las visitas que hacías a una casa siempre iluminada para recibirte, sólo por algunas horas. De resto, en la casona chirriaban los grillos y ululaban los murciélagos después del atardecer, y tú recorrías los salones de biblioteca, galería de cuadros, el cuarto de música con partituras junto a un piano que suena sólo para ti.

Has hecho este otro día de noviembre un paseo por los bordes del poblado. En estos lugares no hallarás perturbación a tu silencio contemplativo, y puedes evocar el tiempo vencido ya, traer a la memoria y a la necesidad la viva presencia en tu ánimo de la mujer que una tarde te miró con fijeza y pudo conmover la indiferencia repetida de tus hábitos. Era bella y no parecía sorprenderse al tenerte a su lado en un repentino encuentro. Significaba más bien un reto: sin bajar los ojos, sostiene tu mirada de dominio y luego sonríe para pronunciar su nombre: Beatriz. Después olvidarás el encuentro, te dijiste esa vez.

Así fue el descubrimiento de Beatriz. Era la luz que despejaba la oscuridad de la lluvia, ágata encendida en el noviembre incierto y sin preludio. Nunca olvidaste aquel momento, y menos ahora cuando te ves solo y ha llegado el cansancio del valor o la tenacidad y exiges el hechizo de la ternura.

Este día de gris y viento, en tu visita a la vieja casa le hablaste a la sombra de Beatriz: Recuerdas aquel noviembre con su aire enrarecido de congoja, sus frutos de zozobra y alegría. Recuerdas. Y tu silencio, Beatriz, tu silencio hecho de fuego y ceniza, voz de adiós que se aleja y te enfrenta a la nada. Te queda la evocación callada de la juventud que ahora se ha escapado de tu vida de lujo.

Por eso otra vez el intento, de nuevo el camino en pos de una Beatriz pintada en lienzo, mirada en los murales de Dante: imágenes de Florencia que espían torres almenadas en la tarde enrojecida de la Toscana. El lejano paisaje florentino no te pertenece porque aquí en este lar olvidado la broza es roja de hastío sin brisa ni espigas, y sólo escuchas el chirrido de los insectos que suena a música en contraste con tu Mozart o tu Brahms desesperado, tocados torpemente en el piano. Beatriz asoma el borde de su túnica y tú no puedes evitar soñarlo; bien sabes que el arte y la dicha sólo nos permiten tocar el extremo de su manto.

Piensas en Florencia y admiras estampas de palacios con frescos de Giotto y salas de bronce, el puente que ves desde la gran plaza Michelangelo, atalaya de la ciudad. Para ti Florencia es Beatriz; se hizo obsesión desde que pudiste tomar su mano en un parque lluvioso, cruzando las pocas palabras que necesita el amor para explotar como volcán, voces que se devoran para expresar lo inexpresable. Y después los paseos por las veredas de la heredad son nada más que una pasión reprimida, apenas desahogada en abrazos de posesión inconclusa, la espera incierta, el saludo que ella esboza en gesto de simple castidad; luego se desborda en Alejandro toda la fuerza contenida en la pasión insatisfecha. Allí todo se detuvo. Pasó el tiempo y no viste más a Beatriz, pero escuchabas sus palabras y sentías viva su presencia. El parque se hizo lugar de culto y reverencia, sus bancos fueron espera, su follaje música del viento. Y ella no llegó.

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El rumbo de la fortuna fue de repente otro muy distinto. El abandono progresivo de tareas de mantenimiento de los pastizales, las visitas más duraderas a la casa iluminada que lo aguarda en el pueblo, o la entrega más acentuada a la visión del arte y las letras, torcieron el curso de su comercio. Crecieron las deudas pero Alejandro no aceptaba ceder a sus acreedores los bienes venerados, mientras se encerraba en un terco silencio. No atendía requerimientos de amigos ni reclamos amistosos de prestamistas, y esperaba algún albur que lo rescatase de la quiebra inminente.

Quién te dice que al caer el fruto de tu actividad de trabajo no vendrá la renuncia a los hábitos impuestos, y que tus pocos amigos mantendrán fidelidad y no se alejarán ante la visión de una derrota cercana. Así decae también el interés pasajero que tuviste por la mujer que te recibía en la casa del pueblo (ahora sólo las estampas de Florencia – Beatriz). Sólo te queda el apego a tus cosas de arte, libros, piezas raras puestas en aparadores y vitrinas, música secreta guardada en el piano cerrado. Y no cedes ni un paso en entregar a voraces acreedores valores tan íntimos, que se convertirán después en dinero efímero, en papeles timbrados de circulación mercenaria.

Una sola esperanza alivia este desconcierto y la incertidumbre ante el futuro que se ofrece: Beatriz luminosa en un viejo álbum, no allá en Florencia sino a tu lado. ¿Dónde hallarla tanto tiempo después?

Una mañana tuviste la idea de celebrar una despedida, sin que se supiera el motivo, fuese desesperación económica o la ausencia infinita de Beatriz. Era tu despedida definitiva. Debías acomodar el ambiente para tus invitados y disponer los espacios de la casa. Todo igual como siempre estuvo, porque sabías que no vendrían sino los extraños confidentes del vecindario.

Decidiste primero arrebatar a los acreedores el tesoro acumulado y llevar a un depósito lejano todos los objetos de tu arte solitario. Cerraste entonces los salones vacíos para que nadie supiese de la decisión de irte de la casa, despojada de sus valores más caros, y dejarla a la voluntad de las autoridades judiciales.

Era tu decisión sacar poco a poco las piezas de arte para guardarlas sólo para ti, protegidas de subastas vergonzosas y dañinas a tu dignidad. El transporte iría silenciosamente llevando tus objetos más preciados, mientras desde afuera todo se vería igual, y sólo el patio estaría dispuesto como lugar de recibo de quienes vinieran a la fiesta de despedida. Pensaste en un baile de disfraces que ocultara la identidad de los otros y te absolviese de tu decisión de retirarte del poblado. Las máscaras venecianas se reflejarían en los canales que bordean la casa y llevan la lluvia hacia el campo exterior, y nadie tendría la curiosidad de preguntarte por las piezas de arte.

La música la pondría el conjunto instrumentista invitado a la ceremonia, para que las notas guardadas en el piano viejo no retumbasen nunca más. El tesoro de la colección sería entregado al comercio de tu propia idolatría.

La caravana de carros de mudanza y carretas de caballos cruzó el pueblo. Veía la gente pasar el cortejo que había salido de la gran casona. Sólo Alejandro sabe que allí van sus objetos invalorables, su vida acumulada en recuerdos y soledades dentro de salones cerrados a la vista ajena. La recolección fue laboriosa: volver a libros olvidados, dibujos y lienzos de autores lejanos, piezas de cristal. Todo lo llevó, pero conservó cerca de sí mismo, en lugar de privilegio, el álbum que guarda un retrato de Beatriz, visto infinitas veces en la casa desolada. Aquel hombre en retiro soñaba con despertar el tiempo dormido en las campanas, y cuando miraba el álbum olvidado que había recogido al dejar la casa, contemplaba la efigie venerada y evocaba el encuentro en el noviembre de Beatriz.

***
Y llegó la noche de la mascarada. Dispusiste la casa para tus pocos amigos, en el patio con la glorieta vacía, junto a los canales que son acequia y penumbra en las noches de luna. Hasta allí podrían llegar, pues la casa estaba ciega de ventanas, oculta para que nadie percibiese el silencio del arte en los muros de salones y galerías, ni escuchase el golpe seco de un piano sin armonía.

Todo se daba a lentos pasos desde la entrada semejante a la de un templo, en la casa vieja que pronto cerraría su puerta para siempre. Eras el anfitrión disfrazado de invierno, ya despojado de colores, vivo todavía como lo hace el recuerdo cuando se dispone a dibujar filigranas en el blanco de la mañana.

Cuando llega la dama enmascarada es aún temprano. En el jardín frontal sólo se escuchan los rumores indiferentes del atardecer. Pero de verdad estabas allí, aun antes de tu llegada visible, y él lo presentía. ¿Era Beatriz incitando en la escena la ocasión del saludo, para hacer que Alejandro fuese el protagonista?

Anochece ahora.

El escenario está dispuesto: los arbustos alumbrados de noche, la música húmeda de lejanía, el suave viento perfumado. Todo está en su preciso lugar para que comience el acto ritual que se anuncia ahora. Y estás allí, con tu nombre duplicado de historia, puesto en cada vitral, encerrado en la memoria de los tapices que se fueron a otro lugar, retumbando siempre en un templo austero, de inútil solemnidad. El Anfitrión mira en el pozo de tus ojos las mismas esferas eternas que buscaba Dante Alighieri en el semblante de Beatrice Portinari. Tal como ella hacía, tú también mirabas las esferas inconmovibles, y así Alejandro fijaba los ojos en ti, Beatriz, apartándolos de lo alto, para ir a la par de tu búsqueda y llegar al destino de la luz.

Cuando comienza la melodía se conmueve el universo, y viene a tu memoria y sientes vivo el pensamiento lluvioso del poeta: “una música aguda y como silábica se aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañada de hojas y de distancia”.

Despliega armonías el cuarteto de cuerdas con piano y rompe en veloz carrera, cortada luego por la pausa elegíaca de la romanza; suena el rondó de Brahms en su quinteto apasionado, con ritmo y nostalgia de landas distantes, mientras él te dice las palabras de Shelley: “¡Amada, tú eres mi mejor yo!

Ella evade el asedio y guarda silencio. Beatriz ha regresado a la casa de Alejandro y repite la historia florentina de “Vita Nuova”, gótica vidriera de los pocos gestos que ella le brinda, apenas una sonrisa de salutación o vago desdén que él recibe con devoción renovada. Ella dice entonces: “Muéstrame tus tesoros de arte, aquellos que vimos juntos hace tantos años, en otro noviembre”.

Es ahora Alejandro el que evita el asedio y rechaza el requerimiento. Deben subir a tus confusos sentimientos mil excusas, y estar aturdido por el orgullo y la vergüenza, el miedo de reconocer el fracaso de toda la existencia en este sitio de lumbres gastadas. Beatriz ha estado en el recuerdo desde aquel noviembre, ha sido amuleto de futuro, esperanza de rejuvenecer tus pasiones polvorientas; y por eso no puedes decirle que ya no tienes los tesoros que ella admiró ni el motivo de la pérdida, y entonces te sientes humillado. No debes admitir que en esta fiesta de disfraces cada atavío y cada antifaz tienen la figura y el rostro que han merecido. Y si tú eres la Beatrice de Dante, yo puedo ser el Tartufo que miente y seduce. Esta casa adornada no es sino un cascarón hueco, cubierto de herrumbre, sin el oro que adorna la forma ni el arte que envanece. Soy igual que este palacio desierto. No puedo mostrarte mis tesoros.

En el albor, el jardín está solo. Las guirnaldas cuelgan de los árboles callados y ni siquiera los pájaros anuncian la mañana.

***

Alejo Urdaneta

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