Red de Literatura y Cine
Entre Budapest y Medina del Campo median poco más de 2.500 kilómetros; entre La niña de tus ojos y La reina de España, 18 años; entre el Fernando Trueba de aquella y ésta última película, apenas nada
Trueba es un tipo extraño y tan idéntico a sí mismo que se diría, pese a su rostro plácidamente picassiano, perfecta y enigmáticamente simétrico. «Tenía claro que debía ser ahora, en 2016. Quería que los tiempos de la ficción y la realidad coincidieran», comenta enigmático el director.
Lo hace mientras bebe una cerveza alemana en el Hotel Corinthia de la capital húngara. La escena desprende sin quererlo un aire entre castizo e intemporal. Una película de época, un director de cine melancólico, un hall de aire decadente... Stefan Zweig (o Jardiel Poncela), probablemente, estuvo aquí. Trueba habla después de una intensa jornada de rodaje.
Cae la tarde y el gesto, entre la derrota y el simple cansancio, hace pensar en un viajero desdibujado por los caprichos del propio tiempo. ¿Quién sabe si no acaba de salir de un bucle temporal a través de un espejo transparente: el del propio cine?
Situémonos. En 1998, Fernando Trueba y una particular troupe de actores encabezada por Penélope Cruz emigraban a Praga. Allí rodaron La niña de tus ojos. La idea era filmar una película dentro de una película que contara las industrias y andanzas de aquellos españoles que en 1938, en el fragor de la Guerra Civil, fueron a los estudios de la UFA en Alemania a realizar dobles versiones alemanas y españolas del mismo argumento.
La historia se basaba en el periplo real y vital del director Florián Rey y de Imperio Argentina. Esta tarde estamos en 2016 (o 1956, según se mire); Praga ha sido sustituida por Budapest como set de rodaje, y lo que antes era una tragicomedia ambientada en el nazismo teutón ahora es más que nada comedia carpetovetónica («Tengo la impresión de que en época de crisis se necesitan comedias», dice el director). La historia discurre en una España triste de eterna posguerra. Los bucles de cine que devora cine son así: laberínticos y encantadoramente confusos.
Pues bien, han pasado 18 años. En todos los sentidos. Casi dos décadas desde que la ficticia Macarena (Cruz) hiciera las maletas con el no menos imaginario director Blas Fontiveros (Antonio Resines) y casi dos décadas desde que la carnal Penélope se embarcara en aventura similar en compañía del no menos real Fernando Trueba, también director. «Todo coincide», insiste el último nombrado. «Quizá la España de la película evolucionó más desde 1938 a 1956 que la nuestra, la que va de 1998 a 2016. Hubo una guerra y, lo peor, una victoria. Por aquel entonces, salíamos del bloqueo en 1953 y entrábamos en la ONU dos años después. En el 56, fecha en la que se localiza la película, llegaron a la península las primeras producciones de Hollywood. Aquellas que, con el tiempo, vivirían su gloria en los estudios Bronston. Pienso en Alejando Magno y Orgullo y pasión». En ese trashumar por los tiempos es inevitable imaginar al director como un extraño eternauta perdido en la ensoñación del tiempo, del cine.
Y en efecto, de eso se trata. La reina de España, más allá de jugar al cine de época, más allá de imaginar el rodaje de una esplendorosa película sobre los Reyes Católicos (de ahí la mención primera a Medina del Campo) en un tiempo duro de posguerra tardía, más allá de volver a juntar a todo el reparto de una película que hizo época en los 90... más allá de todo, La reina de España quiere ser, por encima de cualquier consideración, un rendido homenaje a cosas tales como la necesidad de narrar, el reflejo de los espejos, la bruma sobre la superficie del celuloide, la gracia tal vez perdida de un oficio secular... El cine.
Hemos llegado: de cine que se quiere vocacionalmente cine. Sin más. «No sé. Para mí», sigue Trueba, «lo bonito es reproducir lo que hizo Dumas. Él volvió a juntar a los tres mosqueteros ya mayores y enfermos muchos años después de sus hazañas por pura curiosidad. Pues ahora igual. No he pretendido más que reunir a unos personajes que me han perseguido todo este tiempo. Y así haces una crónica del país y del propio cine a través de ellos».
Delante de nosotros, un palacio, quizá el de Medina, entero. Se trata del espacio real de los imaginarios monarcas. Impresiona la minuciosidad de un decorado entregado a refutar la artificiosidad de lo digital. Un matte painting (cristal dibujado que se superpone al plano) que homenajea el trabajo del maestro Emilio Ruiz reconstruye el artesonado del techo. Se rueda la secuencia 39. En ella, el director encarnado por el veterano Clive Revill intenta dirigir el momento tal vez crucial de un beso entre Isabel (Penélope) y Fernando, al que da vida el inolvidable Cary Elwes de La princesa prometida.
Contemplan la secuencia, además del realizador, el guionista (el Mandy Patinkin del texto de al lado), el productor (que no es otro que el también cineasta mexicano Arturo Ripstein) y una asesora histórica e histérica, digámoslo así, interpretada por Anabel Alonso. En medio, el ayudante de dirección (Javier Cámara), el galán (Jorge Sanz), el impagable Castillo (Santiago Segura)... Y detrás del espejo, el director, el de verdad, que anima y hasta representa el propio Trueba; el director de fotografía que es José Luis Alcaine, y, como metáfora de todo esto, la script, tanto de la película en la ficción como de la otra: Avelina Prat dentro y fuera de la pantalla. Todo por duplicado, todo frente al espejo.
¿Y si la vida de Macarena, siguiendo con las dobleces y los pliegues, fuera también la de Penélope? Al fin y al cabo, la primera representa a una actriz que, después de haber triunfado en el Hollywood de los 50 (piensen en nuestra Sara Montiel o en Sophia Loren), regresa a una España diferente. Y la segunda es la que es. Con su Oscar y todo. «No creo que, a pesar de los paralelismos obvios, tengamos nada en común», comenta la actriz.
«Ella vive una situación de desconexión total con España y esta película supone su regreso. Yo, en realidad, nunca he vivido nada parecido. Siempre me he sentido muy cerca de los míos». Y la creemos.
Por aquel entonces, cuando se tropezó con Trueba por segunda vez en La niña..., Penélope era otra. En Hollywod sólo había rodado Hi-Lo country, de Stephen Frears. En su haber ya contaban con películas como Belle époque, Jamón, jamón y una Carne trémula con Almodóvar que le facilitó una especie de salvoconducto para donde quisiera. «La verdad es que La niña... fue muy importante en mi carrera, pero, sobre todo, lo fue en mi vida. Pocas veces me he sentido tan bien en un rodaje y con la sensación de estar en familia como entonces. Volver a recuperar esa sensación después de tanto años te hace sentir especial, como si se cerrara un círculo», dice pausada, se toma un segundo y continúa: «Con Fernando tengo la misma sensación que con Pedro. Es mucho más que trabajo, es muy personal».
Todo coincide de nuevo. Quizá el díptico ideado por Trueba no sea más que la perfecta consecuencia de la más perfecta de las metáforas. Tal vez no se trate más que de reproducir ese laberinto de reflejos que imaginara el propio Shakespeare dentro de Hamlet, cuando la representación de La ratonera, a su vez en el interior del propio drama histórico, los comediantes muestran al rey usurpador la verdad de su propio crimen. Es decir, una obra de teatro dentro de una obra de teatro -como ahora el cine dentro del cine- es el vehículo elegido para acertar con la más aguda (y divertida) reflexión sobre el arte, sobre el significado de la palabra verdad. «Bueno», puntualiza casi asustado Trueba. «Reflexionar es una palabra demasiado seria. Y verdad o arte, aún más. Mi idea es hablar del oficio con toda la humildad del mundo. No considero que sea tanto un homenaje al cine como a la gente del cine, a sus técnicos, a sus actores... Pienso en La noche americana, de Truffaut. Lo que me gusta de ella es su falta total de pretensiones. Toda ella es de una discreción muy bonita. Y eso mismo pretendo».
Cuando acaba la tarde, queda el recuerdo de una Granada entera y diminuta. Ahí se rodará cómo se rueda una rendición histórica. Queda eso y un Javier Cámara brillante; un Jorge Sanz por siempre en el papel del galán Julián Torralba; un Santiago Segura multiplicado por mil y una Anabel Alonso desproporcionadamente ella, gigante y cómica. Y así, y casi sin quererlo, hemos presenciado el rodaje de la escena de amor que, por fuerza, tuvo que definir, por orden: a) a España tal y como nos la enseñaron los manuales de Historia, la del tanto monta, monta tanto; b) al cine español entero de un pasado de gloria acartonado y c) al cine, también español, que vendrá, el futuro.
Un momento. ¿No era usted el que decía no sentirse español? [Mirada de hastío] «El arte está por encima de fronteras. Al cine, no le pedimos el pasaporte como si estuviéramos cruzando una frontera. Lo bueno que tiene el cine es que es una ventana al mundo. Al mundo entero». Y echa mano de la cerveza. En Budapest, o en Medina, o en ese extraño planeta llamado cine. Simétrico a sí mismo.
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