En una añeja y recóndita aldea, había un sendero en el cual la tierra era fértil, rica en nutrientes y abundante en agua. Pero, extrañamente, en aquel sitio sólo crecía una variedad de flor exótica jamás vista.

Aquella extraña flor, no sólo sorprendía por su morfología, sino por su estado. Ya que al florecer, lo hacia marchita.

Nadie comprendía del todo por qué el suelo eyectaba, literalmente, aquellas putrefactas bellezas. Y además, no permitiese que otros sembradíos creciesen en su vergel. Caprichosamente, como queriendo que pusiesen toda su atención sólo sobre sí mismas, eran las majestades del lugar.

Exhausto de litigar con hipótesis que no llevaban a nada, un intrépido jovencito del lugar, decidió romper con el interrogante. Y fue así, que cortó de raíz el tallo de una de aquellas maravillas de la naturaleza -casi en un acto de arrojo- para estudiar su comportamiento fuera de la tierra. Jamás nadie lo había intentado, por temor a que se tratase de una variedad venenosa, que al tocarla u olerla, resultase letal.

En seguida de mutilar el tallo, apartándolo de su suelo natal, el muchacho colocó la flor en un jarrón con agua y se convenció de que nada tóxico radicaba en ella. Pero lo que continuase, sería lo que despertase su total desconcierto.

Luego de podada la flor, la preciosidad de su perfume, tersura y frescura no disminuyó con el paso del tiempo. Lapso que se prolongó por días, meses y años para desconcierto de muchos.

Cuando el tiempo pasó, aquel valiente joven se convirtió en un anciano, a quien su nieto le preguntase cómo era posible que una flor subsistiese durante tanto tiempo, sin abandonar su radiante frescura. El viejo sólo le indicó, que si deseaba averiguarlo, al crecer, siguiese el sendero del cual brotaban las flores marchitas hasta su último tramo y allí plantase la flor.

El niño al verse adulto, recordó las palabras de su abuelo y fue en busca del acertijo que guardaba la flor. Con la intrepidez que caracterizaba su estirpe, partió muy temprano y caminó durante horas. Al caer el sol, agotado pero ansioso, avizoró una situación que lo sorprendió sobremanera. Se trataba de un cementerio, emplazado al final del camino, repleto de una plantación de la misma variedad de flores que su ancestro le legó, pero frescas.

El hombre, que llevaba consigo la flor que un día su abuelo cortó, cavó un pozo con sus manos y sumergió el tallo de la misma, en el suelo de aquel lugar. Descanso eterno de muchos, quienes alguna vez no supieron ver su belleza.

¡Vaya sorpresa se llevó aquel aldeano! Sucumbiendo su hermosura en pétalos moribundos que impactaban sobre el piso, despojándose de cualquier dosis de vida, dejándose morir con la certeza de quien sabe que lo ha dado todo, la flor se deshojo. Al plantarla, la flamante belleza exótica se marchitó súbitamente, en contraste con sus pares allí.

Entonces aquel simple mortal comprendió, que las flores no hacían más que intentar expresar desde su naturaleza divina, que el transcurso de la vida a la muerte, está signado por un extraño camino que debemos animarnos a explorar y comprender en cada paso, tiempo y espacio que recorramos. Camino en ocasiones inexplicable, pero igualmente dotado de fabuloso misterio y oculta hermosura.