Todos los excesos

                                               1.

¿Hay alguna calamidad que el tiempo no termine haciendo costumbre? Se vive con la mentira para soportar la verdad.

A veces, la vida es una de las formas de la estafa, ¿por qué si no, la Virgen del Carmen, a la que devocionaba cada viernes sin falta, había permitido tal escarnio con su cuerpo? ¿Acaso la Madrecita no conocía todos sus deseos? ¿No era testiga fiel de su calvario? ¿Y por qué entonces parecía gozar con ese dolor desde su hornacina allá en el altar de La Cruz del Milagro, junto a San Juan, María Salomé y otros devotos de la Crucifixión? ¿Acaso lo castigaba por anticipado?

El drama de Mimí podría describirse en un telegrama: nació con espíritu femenino en un cuerpo de hombrón hirsuto. Dentro, en el cofre de su corazón, ardía un espíritu levísimo, como los cisnes de Tschaicovsky: casi aire, plumas y blancura que deslizaban con aterciopelada delicadeza en las aguas del lago. Por fuera, un cuerpo desmesurado, pesado, bruto, con anchas caderas, rellenos de carne donde no debía y por sobre todo, pelos. Pelos en los brazos, en las anchas espaldas, en las piernas, el cuello, la nuca y el rostro. Un día sin rasurar y ¡zás!, aparecía la mujer barbuda del Circo Barnum.

-Hijita, te advertí que no queda margen, hay que aumentar un talle

-Madrinita, me mato masticando viento, vivo a hortalizas hervidas, pero ¡hasta el agua me engorda!

-¿Qué te dijo el doctor?

-No sé, me habló de la hipófisis que es un quiste en la cabeza que dirige la orquesta de las glándulas que fabrican hormonas. Me habló de la tiroides. Dice que todo está bien pero no paro de encarnecer. Me como un alfajor Tatin y la balanza empuja 300 gramos; esa maldita flecha que se llama fiel es mi martirio vivo. Estoy condenada a morir como san Sebastián, madrinita, a puros flechazos.

-¿No te dio nada?

-Dieta y yodo. Ya estoy amarilla de tanto yodo, ya puedo cantar Madama Butterfly.

Y arremetía con “un bel di vedremo” en falsete pero al llegar a “per non morir” se le estrangulaba la voz y quedaba muda, mirando el espacio vacio y presintiendo la nada. ¡Cuántas veces se encontró con la nada de narices!

Congraciada, la madrinita acudía al escuchar el silencio.

-¿Te pasó la muerte otra vez por arriba, volando? ¿Te dio el escalofrío en la espalda, mi reina?

-Sí, madrina. Me acosa, me persigue. La muerte no puede vivir sin mí.

                                               2.

Otro ultraje: desde que conoció la revelación de la música, una vieja tarde de otoño en la que cumplía siete años, quiso ser bailarina. Adoraba el doble papel de Odile/ Odette del “Lago de los cisnes” pero con un cuerpo siempre excedido, lleno de rollizas contorsiones que bajaban de las espaldas, cruzaban las riñoneras e iban a darse un abrazo ahogando el ombligo, no había forma de bogar como las aves sagradas y melancólicas entre tules y luces tenues. No había. Ni príncipe capaz de cargar 94 kilos sobre el hombro sin trastabillar y caer, ambos, al foso de orquesta. No había.

El bálsamo de la música para una vida agria le había cerrado las puertas al cuerpo, pero quedaba la voz. El cura había dicho en un sermón que la voz de los ángeles era la música de Dios.

Quería llegar a Dios, y la voz podría ayudarla.

Empezó a escuchar viejos discos de pasta con arias belcantistas de la flagrante Callas, la franca Muzio, los trémolos ariscos de Leila Gencer, los trinos de la Galli-Curci que parecían relámpagos en la noche, la obesa Tetrazzini (ahí tenía el modelo de la diva encarnada y rolliza cantando como pajarito), la pequeña Lily Pons, la Sills, la Deutekom. Al principio tarareaba los tonos, después copió las letras de ajadas partituras en la Escuela de Música, afinó el oído y pudo secundar el ritmo y lo que ella llamaba “la postura, una actitud frente a la singularidad de la música” para terminar cantando a viva voz con la Callas y la Sutherland o los roles verdianos de la Caballé.

Gente que la oyó jura que desafinaba, y que la voz se le ahorcaba a la vista pública al llegar a los agudos que se empastaban en el fango del falsete emitiendo sonidos bestiales, de gruñidos de loba.

¿Por qué, como decía Floria Tosca, el destino le devolvía el mal cuando ella sólo ofrendaba lo bueno? Imaginaba las almenas del Castel San’t Angelo, allá en los alto, la clámide de seda agitándose al viento del Tíber; ella implorando con la mirada al cielo, los ojos blancos, como las mártires de las estampitas, mientras preguntaba al vacío donde puso a Dios:

-¿Por qué, en las horas difíciles me devuelves el mal?