Membrana de estática en la pantalla del monitor, frialdad en los iconos, lugar seco y quemado del otro lado de la luz……………..El primer contacto de Manuel Perdomo Solís con Alejandra Loba Barrera ocurrió el 14 de marzo del 2010. Ese día Perdomo recibió una solicitud de amistad en Facebook de “Alejandra Loba Sabrosa”. Tomado por la curiosidad inició una conversación con ella. Las pláticas se volvieron recurrentes. Los primeros intercambios de mensajes referían a temas cotidianos: “qué hacen nuestras mascotas”, “qué nos pasa en el trabajo”, “qué nos gusta comer”, “qué compramos en el mercado”, “qué opinamos sobre el fraude”, etcétera. Perdomo Solís sonreía, reía y, ocasionalmente, suspiraba con las vivencias de Loba Barrera.

Secreto: Alejandra Barrera no revela su rostro. “¿Por qué?” teclea Perdomo. “Romance y misterio” responde ella.

Las palabras se volvieron amorosas, después se difuminaron en ideas eróticas. Los dos cibernautas empezaron a describir sus fantasías sexuales, describieron rincón a rincón, cada parte de sus cuerpos. Detallaron el movimiento de cada vello, el camino que tomaba cada gota de sudor, las direcciones en las que los ojos acelerados se movían.

La relación encarnó en fotografías, una vagina, dos anos, un pene, dos tetas y dos traseros viajaron en ese intercambio de pixeles. Las imágenes de órganos íntimos que permanecían congeladas cobraron movimiento, siempre con el ya mencionado anonimato. Los videos mostraban pieles rojas e hinchadas que escupían o derramaban fluidos por pequeñas aberturas o zanjas.

Al pie de un amanecer caluroso, donde los rayos del sol desarrollan manos que joden cada poro del cuerpo, Perdomo despertó fundido en la pestilencia de su propio aliento. El joven sintió clavos diminutos en el cuerpo. Vestía una camiseta blanca y sudada que dejaba ver sus flácidos brazos morenos, extrañamente tintados por horas bajo la temperatura alta del día. Se levantó de la cama, se sentó en una silla gastada frente a su escritorio, prendió la computadora, “entró” a Facebook y vio el siguiente mensaje: “t espero en el motel, esta noche, vas a pasarla bien”.

Inclinó la silla con su espalda, miró las manchas cafés en el techo, empezó a sudar como si su piel llorará de alegría por la emoción de conocer a la chica. Pensó por un momento en una boda absurda, en unos hijos absurdos, en una vida de sexo tal vez, en las contracciones de su ano al llegar el orgasmo, el color de la piel de otra persona, cosas más cosas menos.Buscó ropa decente- según su interpretación- exploró su ropero hasta encontrar camisa y pantalón limpios, previamente olidos para asegurarse de que el gato no los había orinado. Metódica y reiteradamente lavó su boca, era domingo –o eso creía él- no se había cepillado los dientes desde el viernes.

Por generación espontánea empezó a correr. Corrió con los músculos desquiciados, saltó baches, esquivó coches, sin mirar a los peatones a los ojos. Cruzó las fotografías de vándalos con trompa de elefante que se alimentaban con estopas mojadas con activos, éstos escupían cuerpos de humo de marihuana afuera de pórticos mugrosos, junto a gigantescas larvas de moscas y señoras gritonas que formaban parte de la geografía mítica.

Perdomo subió un puente hasta posarse como la llamarada de una vela entre las imágenes del páramo; escuchó los chillidos de los frenos de los automóviles y los gritos de los cláxones, se preguntó: “¿En qué motel? ¿A qué hora?”. Miró a los ojos a la Ciudad de México, cayó sobre el cemento cuarteado y buscó la forma de llegar a su destino.

La ciudad se derrumbó sobre el Mictlán, la noche apareció……………………….Cruzó la calle Arcadio Buendía. Sintió un poco de hambre, pero la apagó con un trago de saliva. Mientras pasaba por la acera un niño lanzó un petardo encendido por encima de los postes de luz, el “cuete” voló más de la cuenta sin apagarse. Perdomo siguió la luciérnaga hasta que ésta se desplomó dos cuadras adelante, en la calle Tomochic. A unos centímetros del lugar del impacto, entre las hojas de una mancha de pasto, estaba el cadáver de un polluelo pisoteado que había caído de su nido, una de sus alas dislocadas apuntaba, como si hubiera sido deliberadamente acomodada, hacia la izquierda. Perdomo caminó 30 metros en esta dirección hasta que una perrita en celo , seguida por una jauría de perros, se atravesó en su camino.

Decidió seguir a los animales hasta que se dispersaron cerca de la avenida Tajimaroa, donde hacía unos momentos había ocurrido un accidente automovilístico. Una de las víctimas yacía en el pavimento, arrastrada fuera de los fierros retorcidos por la gente que se encontraba cerca del acontecimiento. El herido, boca arriba, extendía desde sus hombros dos enormes alas de ángel formadas por un charco de sangre negruzca. Las puntas de esas extremidades sanguíneas indicaban la siguiente dirección a seguir. Perdomo caminó cinco kilómetros con dos metros. Entre los tumores de la ciudad encontró basura, frutas, animales e incluso personas en estado de putrefacción entre los plásticos y aguas insanas. Un aroma extraño se fue impregnando en sus ropas.

Las señales siguieron por horas. Perdomo cubría los últimos pasos del viaje. Un mayate gigantesco volaba entre las calles mostrando su caparazón brillante y claro por la luz de los faros. El insecto guió a Perdomo hasta la estación Centro Médico por los vagones, la gente, los sudores y los ruidos de las máquinas. Solís Perdomo desmenuzaba en citas sus pensamientos: “…calles que en la nada desembocan, calles sin fin andadas, desvarío, sin fin el pensamiento desvelado.” “…que los espejos tienen algo monstruoso…porque multiplicaban el número de los hombres.” “…incomparables callejones sin salida de trémula nube y relámpago en la mente abalanzándose…” “Dime, dime el secreto de tu corazón virgen…” “viajero debes partir A la aurora, enjuga tus pies en La humedad de la nariz perruna de la tierra”. El escarabajo salió de cierta estación y se perdió en rincones más oscuros, seguido por el joven, camino al misterioso motel.

El valor cosmogónico de tiempos prehispánicos revivía con cada aleteo del insecto. Las calles en las que se adentraba Perdomo eran cada vez más estrechas, más olorosas. Los grafitis en las paredes que al principio eran rayones simples como “aquí gobiernan los Yonkis” se convirtieron en complicados murales, mujeres desnudas con los cuerpos morenos y brillantes, niños sucios con los ojos tristes, cholos muertos a tiros, ídolos del cine mexicano mostrando sus caras sonrientes, personajes de historietas gringas transgresivas, películas japonesas de terror, monstruos lovecraftianos e incluso referencias a vídeos de la Internet como Smegma makes her Gag, Vampire Cunt, Glass Ass, Pain Olympics, Cagar las tripas, Jap Scat, Obedece a la Morsa, Eel Soup, Pene Agusanado, Funnel Chair, 2 Girls 1 Finger, etcétera.

Perdomo recorría calles donde teporochos empezaban a gritarle: “¡Es por allá pendejo!”, mientras apuntaban con sus uñas largas y mugrientas el sendero que debía seguir para llegar a su destino. Los perros, los gatos, las moscas y el viento recorrían el mismo camino. Por un momento miró el número “444” en la fachada de una casa: “Esa es la habitación que debo pedir”, pensó. El joven aceleró su paso mientras su pulso incrementaba con cada pisada en el pavimento.

Una imagen: Perdomo frente a la entrada de un motel, por encima de su cabeza en letras brillantes de neón azul el letrero “MOTEL AYAHUASCA”. Una mano fría y babosa le estrujó cada órgano del cuerpo. Entró al edificio, le pidió al recepcionista la habitación 444: “Está ocupada, puedo darle la 445”, dijo el empleado. El cliente aceptó, pagó una noche. Antes de meter la llave en la cerradura de su cuarto pensó: “Ésta no es”. Retrocedió unos metros en su camino, tocó otro picaporte, la puerta 444 estaba abierta. Entró, cerró. El lugar estaba oscuro, sólo un delgado haz de luz que salía desde la puerta del baño alumbraba el camino a una cama destendida. Se sentó entre las sábanas.

Escuchó el caer del agua de la regadera, posteriormente, el cerrar de la perilla y, unos segundos después, el sonido de unas manos jugando con el contenido de un botiquín. De pronto oyó una voz femenina que salía del sanitario: “¿Cómo has estado?”, dijo ella. “Bien” dijo él. “OK, ¿tuviste problemas para llegar?”, respondió la mujer. “No, pero tardé un poco”, comentó Perdomo. “No te preocupes, llegaste a tiempo”, contestó la voz anónima. Del baño salió una mujer desnuda, enorme, su cuerpo estaba sostenido por unos músculos anchos y firmes, mostraba una vagina rasurada, unos enormes senos, una cara tosca, casi simiesca, la piel totalmente lampiña a excepción de su cabellera corta y castaña y los rastros de vello en su sexo. Perdomo la vio sorprendido y dijo susurrando: “UN MINOTAURO”.

Él comenzó a desnudarse. Ella se acercó, se recostó en la cama, el mueble bailó un poco, la mujer miró al joven detenidamente. El chico ya estaba encuerado. El sexo inició como algo de lo más normal: caricias, abrazos, besos, lamidas, roces de los órganos genitales. Después la situación se tornó más agresiva, la penetración, el movimiento de la cadera y los ojos se manifestaron, empezaron los gritos. Más adelante siguieron los golpes, los moretones, las mordidas, los rasguños, los insultos, etcétera. Ella gritaba: “¡Maldito seas, maldito seas!”.

Inició la Guerra Florida. El cuerpo de Perdomo se hizo maleable, era una masa de plastilina que la mujer moldeó en un caballo, en un toro, en un cangrejo, en una araña, en un ciempiés, en una serpiente, en un cuervo, en un rostro desconocido, en un rostro familiar.

Después, la piel del chico se convirtió en madera. Era una marioneta, ella acariciaba los hilos, ella lo estrangulaba con ellos, ella lo escudriñaba, le serruchaba los brazos, le sacaba los ojos; ese pobre hombrecito se transformó en una masa humanoide, amorfa, adefesio que miraba con muchas caras a esa enorme mujer que lo golpeaba con un bate. Él sentía los pechos de la dama como dos bolsas de agua que lo ahogaban contra la almohada. Ella era el relámpago que le quemaba los nervios, era el calor que le robaba la humedad de los ojos, era la espina que sentía en la espalda.

Se volvió el delgado tentáculo azul que le recorría el cuerpo debajo la piel; lo descuartizó siendo hombre, siendo un animal frágil, siendo un niño, siendo letra, siendo icono, siendo insulto, siendo lágrima, siendo paradigma, siendo hombre, siendo mujer, siendo ser, siendo la sed, siendo la mirada que se queda perdida en el transporte, siendo la saliva que se queda en el cepillo de dientes, siendo el libro, siendo la mugre, siendo el grito.

Perdomo se transformó en un pulpo, jugando y desmembrándose a sí mismo, en hombre y mujer, sus tentáculos se esparcieron por toda la habitación, buscando un arma. Buscaron debajo de la cama, entre los cajones, atrás de los muebles, hasta que llegó al baño, allí uno de esos brazos babosos encontró el tubo de la cortina de la regadera, metal duro, firme, macizo, el tentáculo se enredó en el cilindro.

¡Boom!

Manuel Perdomo Solís estaba en el baño de ese motel, totalmente desnudo, siendo hombre, humano, homo sapiens, sin tentáculos, mirándose al espejo, con moretones alrededor del cuerpo, cortadas en las piernas, la verga erecta y latente, sosteniendo el tubo de metal en la mano, estaba cubierto de sudor. Se hallaba consternado. ¿Dónde había quedado la carnicería? Se asomó a la otra habitación, vio en la cama a una mujer delgada enredada en las sábanas, con el cuerpo moreno golpeado, semidesnuda, con su playera levantada por encima de los senos y con los pantalones como dos esposas a la altura de los talones, parecía dormida. Lo asaltó un ataque de furia, atacó a la chica, la golpeó con el tubo de metal, rompió huesos, mallugó la carne, sacó dientes, quebró, destrozó frutas, derramó gacelas minúsculas que rojas corrían por la cama ¿Quién era el monstruo? ¿Quién lo había golpeado?

Recogió su ropa y salió en pelotas de la habitación, huyó del motel sin encontrar a nadie en su camino. Se vistió en un callejón poco iluminado. Salió corriendo, esta vez no seguía señales, sino que escapaba de monstruos que le cerraban los caminos incorrectos, perros gigantes caminaban sigilosamente detrás de él, susurros en el viento le decían: “…Adjule,Grootslang, Agogwe, Popobawa…”. De una coladera destapada emergió una enorme serpiente con la cabeza parecida a la de un elefante, en las orillas de los tejados monos flacos con los ojos blancos gritaban rabiosos.

A lo lejos, mientras corría, divisó una estación del metro. Pudo entrar al edificio y huir de las bestias. Entró a un vagón sin importarle las salpicaduras de sangre en su cara y cuello. Se sentó, se recargó en las puertas cerradas. El tren avanzó, recorrió vías interminables. Los pocos pasajeros permanecieron inmóviles con los ojos de maniquí. Perdomo durmió un poco, mientras su paranoia se apagaba como un cerillo encendido contra los dedos mojados. Despertó. Observó una ventana, por ella entraba un murciélago humanoide, éste solo tenía un ojo grande arriba de la nariz. Esta criatura se acercó por el pasillo vomitando flores de cempasúchil. El demonio se posó frente al joven, lo miró fijamente con los ojos inyectados de sangre y le dijo:

-Has hecho mal, Manuel, ahora ella está muerta. Ella está vistiendo un cadáver. Soy tu corazón delator y tú tienes que pagar. Te van a atrapar, te estrangularán, te hundirán, te ahogarás en tu propia mierda, eso será todo, quedarás callado un momento, luego yo comeré tu carne en la cloaca oscura donde arrojen tus restos, ¿no tienes miedo?

Perdomo tenía la cara pálida, cerró los ojos, luego se tranquilizo, los abrió de nuevo, sonrió y dijo:

-Es la cuarta vez que lo hago y aún no me han podido atrapar.

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Comentario por Miguel Ángel Teposteco Rodríguez el junio 15, 2013 a las 6:36pm

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