GRACIAS MAMITA. Ana María Manceda

 

                                                                     

                                                                           GUAYASAMÍN

 La mujer se  toma  la cabeza repitiendo  de manera monocorde  —¡Gracias mamita! ¡Gracias mamita!—, mientras balancea  su cuerpo al ritmo del abrupto andar del viejo Citroën. Víctor maneja en silencio, su cara como siempre trasluce  esa serenidad que desafía mi frágil equilibrio emocional. Sentí odio hacia la situación que había provocado la interrupción de nuestra discusión ¿Nuestra? Creo que era un monólogo desesperado sobre la  esterilidad de nuestro matrimonio. No podíamos tener hijos. Debíamos saber la causa, buscar ayuda médica. Yo sentía como si el paredón de los cuarenta años se acercara peligroso a derrumbarse sobre mi desesperación, sobre mi vacío, sobre la angustia adherida a mis días impotentes.   ¡Deseaba tanto tener un hijo!  En el momento más intenso de mi discurso, en el que las palabras se cortaban por la amenaza del llanto , apareció la imagen fantasmal de la mujer en medio de la nada, en medio de esa niebla que todo lo tapaba, no podíamos ver el camino por el cual ascendíamos. Con movimientos enérgicos de  sus brazos,  nos pedía socorro y él paró. Ella subió por la parte trasera de la camioneta, se sentó en cuclillas sobre los almohadones desparramados y comenzó su letanía-¡Gracias mamita! ¡Mi hombre me castiga y me escapé, me pega mucho, mucho, y me escapé! ¡Gracias mamita!- Quise sentir piedad por ella  ¿Cómo hacer si la piedad sobre mi misma me cegaba? Me había hecho muchas ilusiones con este viaje, pensé que en la soledad del trayecto enfrentaríamos nuestros desencuentros.

 

            El día anterior  habíamos cruzado la frontera  por la Cordillera de los Andes, en busca del pueblito y la playa soñados del Océano Pacífico. En otoño estallan los colores en los bosques patagónicos y una dulce tregua climática nos ofrecía días soleados. Ya en las rutas chilenas nos sorprendió la forma de un hongo entre las nubes. Al llegar al hotel nos enteramos que había erupcionado un volcán cercano, según los lugareños un hábito periódico de este empecinado paisaje.  Luego de una cena especial con mariscos y vinos de la zona subimos a nuestra habitación. Seducidos por el encanto  y la atmósfera  exótica del lugar, nuestros cuerpos se encontraron en un  recorrido de años, camino de rutina, vértigo, desasosiego y ceremonias tradicionales.  No era el tiempo de charlas decisivas. Descansamos extenuados.

 

 

           Por la mañana, el volcán  había dejado una capa de sedimentos ligera, oscura que cubría  las calles y las casas,  La niebla no nos permitía avizorar el mar. Decidimos ir a almorzar a un lugar más cercano a la costa y desde ahí poder admirar la soberbia del océano. Luego de comer caminamos por la playa, tuve el instinto de correr y sumergirme en esa espuma grisácea  y blanda que se elevaba orgullosa sobre las  excitadas aguas. Sentí un frío interno, paralizante,  me quedé en mi lugar. Mi estructurado lugar.

 

           Decidimos recorrer con el coche los caminos cercados por rocas que se me antojaron de un paisaje prehistórico. Subíamos de manera lenta, el  mundo que veíamos era de una belleza extraña  y en ese momento, no pude silenciar mi angustia, comencé con  mi prédica. Saltaron las palabras como flechas desesperadas, como manojos de fuego. Víctor serio, se aferraba al volante,  la mirada fija sobre un sendero inexistente.  Fue en uno de los recovecos que encontramos a la mujer. Traté de calmarme, tragarme las lágrimas, la impotencia, el odio, me di vuelta y la miré, ella fijó sus ojos en los míos. Eran dos líneas  chispeantes de tristeza y humillación. La cara arrugada, seca, marcada por el sufrimiento de la vida, estaba sostenida por sus manos contraídas como garras, un sucio pañuelo de posible color claro tapaba su pelo. Sus labios balbuceaban incoherencias, lo único descifrable era el— ¡Gracias mamita!   


           Desde las lágrimas sentí que la piedad huía desde mi  ciego egocentrismo para rozar el triste destino de la desconocida.  De pronto me señalo con uno de los dedos  deformes — ¡ Ahí!  ¡Ahí me encontraron!—  Giré la vista. Desde lo alto la niebla era menos densa,  se podía ver los círculos  que daba el camino, el lugar que  señalaba era una roca en ángulo agudo que amenazaba con lanzarse al mar. Abajo, muy abajo, las olas elevadas sobre la espuma grisácea  rugían furiosas.  El terror me invadió. Víctor paró el coche,   miramos el lugar donde ella apareció  y sin hablar supimos que al parar para socorrerla nos había salvado la vida, ya que con la niebla solo veíamos trozos de camino y nos era imposible ver que éste rodeaba la roca que perecía lanzarse al mar. Buscamos una zona plana par dar la vuelta y regresar al hotel. El pequeño espacio se llenó de silencio humano y rugido  de mar. Debíamos cruzar la niebla, el camino casi invisible ¿metáforas de nuestra vida? ¿Lo lograríamos? Solo teníamos que derrotar la impasibilidad de Víctor, mi desesperada estructura, romper ese círculo que nos ahogaba de egoísmo  y buscar la manera de decirnos, de decirle  a esta desolada,  milagrosa mujer  ¡Gracias mamita! 

 

R.C.Gorman

 

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