—La salida está bloqueada —dijo una voz femenina a mi espalda.
—¿Quién anda ahí? —pregunté a una estancia que al girarme encontré completamente vacía.
—Por favor, acuda a la sala de mandos, la nave está a punto de iniciar el despegue.
—¡Qué demonios! Ha de tratarse de una broma. ¿Dónde está la cámara oculta?
Revisé la casa de arriba a abajo, pero tampoco encontré a ningún amigo escondido en los armarios o en el cesto de la ropa sucia. Convencido de que estaba soñando me dirigí al estudio a poner en práctica mi truco infalible para despertar: tratar de leer un libro. Cuando sueño que leo, mi cerebro inventa las palabras necesarias para mantener la ilusión de realidad pero, si intento ver las letras del papel que tengo en mis manos... ¡ajá!, soy incapaz de enfocarlas, o descubro que la hoja está en blanco. Entonces, irremediablemente, me despierto. Nunca falla. Cogí una novela de la estantería y la abrí por una página cualquiera convencido de que la encontraría virgen como un prado recién nevado. Sin embargo ahí estaban: letras que formaban palabras tan nítidas que casi parecían estar burlándose de mí: i-d-i-o-t-a. Me senté desesperado en el sillón de mi escritorio y no pude evitar gritar cuando un cinturón de seguridad se enroscó alrededor de mi cintura.
—Bienvenido capitán. La nave despegará en cuatro, tres, dos...
Un sonido atronador me impidió escuchar el uno de la cuenta atrás. Con un temblor que provocó la caída de cuantos objetos había ido acumulando a lo largo de mi vida, mi casa dejó de formar parte de la urbanización de viviendas unifamiliares que había heredado de mis padres, muertos en un accidente de coche diez días antes de mi dieciocho cumpleaños. Increíble. Dos años de terapia para superar su pérdida e igualmente me había vuelto loco.
Por la ventana situada enfrente de mi antiguo escritorio, convertido ahora en un panel de mando con cientos de botones y luces de colores, fui espectador del poder de la imaginación: el humo y el fuego consumiendo ávidamente las hojas secas de mi jardín dieron paso a los tejados de las casas y a los árboles del parque, que rápidamente menguaron hasta formar parte de la maqueta viviente de una ciudad, con carreteras plagadas de coches en continuo movimiento y personas diminutas que seguían con su rutina, al parecer indiferentes al hecho de que un edificio se hubiera convertido en un cohete a plena luz del día.
No sé cuanto tiempo pasé amarrado al asiento. Parecía que llevaba horas contemplando la oscuridad del espacio cuando descubrí que podía desabrochar el cinturón. Me levanté ligeramente mareado y me dirigí al cuarto de baño. Necesitaba lavarme la cara. Estaba secándome con una toalla cuando volví a escuchar la voz:
—Desactivando ilusión de humanidad.
Contemplé mi reflejo en el espejo y me vi más asustado de lo habitual pero, desde luego, seguía siendo yo. Y al instante siguiente tenía la cara cubierta de pelo y ojos retráctiles que me permitían ver a mis espaldas sin girarme. Mi ropa hecha jirones reveló un cuerpo peludo a juego con la cara y más músculos de los que jamás había deseado. Me apretaban las botas y me las quité. Cinco dedos prensiles confirmaron mi sospecha: me había convertido en una especie de gorila mutante.
—Por favor, capitán, regrese a la sala de mandos, estamos a punto de aterrizar.
Me apresuré a salir del baño y me golpeé la cabeza y el brazo derecho con el marco de la puerta, reventé la esquina del pasillo de una patada y regresé a mi asiento con la impresión de que nunca me acostumbraría a las dimensiones de mi nuevo cuerpo. Atado de nuevo a lo que ahora me parecía el sillón de un niño, divisé un planeta completamente verde. Árboles inmensos cubrían cada rincón del terreno y al aproximarnos a tierra observé que bajo sus copas el agua corría en numerosos ríos como caminos de un hormiguero.
—Ha llegado a su destino.
Me dirigí a la entrada principal y al abrir la puerta encontré a dos sonrientes especímenes que se parecían mucho a mi nuevo yo. La visión de tantos dientes juntos me asustó. Antes de que pudiera reaccionar, el ejemplar más pequeño se acercó a mí. Con una voz femenina que reconocí inmediatamente como la de la nave espacial, me dijo:
—Bienvenido a casa, hijo.
¡Necesitas ser un miembro de Creatividad Internacional para añadir comentarios!
Participar en Creatividad Internacional