Imagine por un momento que es un niño pequeño. Tiene seis años y está solo en su casa. Su mamá le ha dicho que no se mueva de su habitación, que enseguida vuelve. Tumbado en la cama hojea un libro. Aún no sabe leer y se aburre. Se sienta y mira cómo le cuelgan los pies. Empieza a moverlos de delante a atrás. Se imagina que está en un columpio del parque, balanceándose: delante, atrás, delante, atrás. Ahora está sentado al borde de la piscina. Con la punta de los dedos intenta salpicar a un amigo, pero no alcanza. Así que salta de la cama al agua y agita los brazos como si nadara a estilo crol, como los mayores: derecha, izquierda, derecha, izquierda. Piensa que sería más divertido nadar como un perrito, y agita rápidamente las dos patitas delanteras. Ahora es una rana que bucea: blup, blup. Llega a la orilla y salta fuera del agua. Salta y ¡salta! y sale de la habitación. ¡Se ha convertido en un avión y planea, bajando las escaleras! Y en el recibidor se transforma en gorrión. Agita las alas. ¡Vuela! Las aves no deberían estar encerradas, de modo que abre la puerta principal y sale al jardín. El cielo es azul y se siente halcón. Mamá se enfadará si se entera, pero no tiene por qué saberlo. Volverá a casa antes que ella. Ahora es un abejorro y zumba de flor en flor. Los abejorros se mueven muy rápido y ha llegado al borde del bosque. Mejor será un caracol que saca los cuernos al sol y se mueve muy, muy lento. Y babea: bababababa... Va tan despacio que le entra sueño. Será un lagarto echando una siesta al sol. Y se tumba y cierra los ojos y se duerme.
Cuando despierta es de noche. No hay luna ni luces y duda qué dirección tomar. Quizá debería gritar llamando a mamá. Lo intenta y no puede, no le sale la voz. Llora un poco, en silencio, hasta que se da cuenta de que no tiene sentido llorar si nadie le ve hacerlo. Camina despacio. Las hojas crujen bajo sus pies. No sabe cómo ha llegado al bosque, aunque ahí están los árboles, inmensos, le rodean, ¡qué miedo! y, sin embargo, ¡qué emocionante!, está viviendo una aventura de verdad, ya no tiene que fingir que es otra cosa, puede ser él mismo caminando por el bosque. Se mira los pies y esta vez los ve como son realmente: pequeños, descalzos y sucios, y púrpuras. Son los pies de un niño muerto que sigue caminando.
Y ahora, imagine que ese niño malo soy yo. Imagine, por un momento, que soy su hijo. Dígame, por favor, usted que es mayor: ¿qué le digo a mi mamá para que no se enfade?
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