Notre Dame se adueñó de París, de su vida, de la Historia, de la luz, del enigma, del tiempo. Así durante ocho siglos. A la manera de las grandes catedrales, pronto asumió una incuestionable condición de símbolo y eso lo entendieron los artistas. Más allá de religiones, la catedral fue (antes de la masificación turística) uno de los ejes de la ciudad. Un paisaje a retratar. Un modelo rotundo.
El siglo XIX fue el principio del despegue, más allá de los grabados que en el XVIII hicieron de Notre Dame una estampa rotunda. Levítica y rotunda. Los artistas se instalaron a pintar en sus alrededores al comienzo de la fiebre de la pintura plein air. Trabajaban del otro lado de las ventanas del taller, ahí donde sucedía la vida. El paisajista Camille Corot (1796-1875) pintó en 1835 un cuadro desde la calle de los orfebres con la catedral al fondo. Una escena alejada del bucolismo de otras obras suyas. Mucho más moderno que el grabado de Charles Meryon de 1854, El ábside de Notre Dame. Pero es que una rotundidad como la de este espacio es capaz de soportarlo todo.
En esa misma mitad del siglo XIX, Víctor Hugo no sólo dio contorno literario a la catedral sino que la fijó en un puñado de inquietantes acuarelas, entre las mejores piezas que se hicieron en su tiempo con la seo de protagonista, o al fondo. Vista nocturna de Notre Dame es una aguada fabulosa, fantasmal, donde París parece un sueño terrible. Donde Notre Dame parece la única verdad que llega a oírse.
Hasta que el impresionismo se impuso. Hasta que rompió las reglas. Hasta que una insólita claridad armó su motín, su 'Bastilla', su hermosa amenaza. Notre Dame adquirió un nuevo pulso para el arte. Era el rompeolas de casi todos los artistas que asentaban los bártulos en París. Monet (que aun así se empeñó más con Rouan), Lebourg, Pisarro, Seurat... Y, a partir de ahí, la cofradía del arte nuevo. Entonces lo que importaba era el instante. La aparición de vida soluble, instantánea, veraz, posible, sin épica. Notre Dame no era ya para muchos de ellos un símbolo de resistencia, sino la aorta monumental de París. Ahí donde la luz se instalaba 'disfrazada' de tantas formas distintas. Ahí donde la belleza de la arquitectura alcanzaba su éxtasis, su temblor flamígero, su ingeniería de sueño, su realidad de algo probablemente imposible.
Todos se asomaron al color con un ímpetu insólito. El siglo XX arrancaba con la tensión de los viejos maestros impresionistas y los impetuosos del fauve, unos y otros danzando a un ritmo propio pero cuestionados por un enemigo común: los jóvenes decididos a arrasarles. Los que escapaban del rigor de los salones. Los que buscaban fundar una nueva astronomía en la pintura, en la escultura, en la fotografía... Unos y otros tomaron posiciones y, en algún momento, los caminos siempre se cruzaban frente a Notre Dame o en sus costados. Los jóvenes vivían en Montparnasse o en Montmartre, pero bajaban al río a pintar la catedral entre las brumas de un azul perfecto, o de una noche densa, que responde a todo lo que el corazón desea.
Matisse dio cuenta de su incipiente maestría en Una vista de Notre Dame al atardecer (1902). Cerca estaban buscando algo de lo mismo los pintores Maurice Utrillo, y Francis Picabia, y Robert Delaunay, y Paul Signac... ¿Qué sex appealtenía para aquellos modernos de nueva hornada una catedral con siete siglos de antigüedad? La fascinación de alguien muy joven por algo muy viejo. La belleza de aquello que tiene algo de prodigio y de extrañeza. La pintaban por fuera, por el lado de la piel que más asombra. Buscaban algo más que esas piedras impregnadas de algo más que de una secuencia de tiempo: quizá una certeza de vida y de algo inapresable. Nada está en pie y quieto casi mil años (entre guerras y desastres) sin un punto de festejo y otro de burla.
Matisse volvió a pintar Notre Dame en 1914. Y años después fue Picasso el que armó algunas escenas con la catedral de frente, entre el agua y el puente. Picasso pintó entonces de memoria. Hacía muchos años que había dejado atrás París para instalarse en la Costa Azul. Pero Notre Dame también se le había quedado dentro.
También Edward Hopper, el invisible Hopper, cumplió con la tentación de dejar huella. Y Chagall, mezclando las torres con sus damas volando. Y De Chirico, poniendo a jugar la tumultuosa fachada de Notre Dame (ornamentada y altiva) con sus arquitecturas quietas e iguales. También algunos españoles que en París buscaron sitio, monedas y gloria quisieron retratarla. Desde Pancho Cossío a Ramón Gaya. Y, algo más tarde, Antoni Clavé.
Todos buscaron algunas de las razones de la pintura en Notre Dame. Porque es más que un monumento. Es más que una liturgia. Es, sobre todo, un motivo de humanidad, de evolución, y una larguísima racha de intrigas. Sucede así con algunos iconos, que su intensidad se entiende como una condensación de presente y pasado. Y, a veces, sólo es comparable al extraño brillo del diamante, como si a París le hubieran regalado un gran tesoro. Nadie querrá pintar el fuego.
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