Red de Literatura y Cine
Fue el rótulo de metacrilato fijado al muro con clavos dorados y no la propia casona lo que atrajo mi atención. Después sí, ya reparé en ella, en su majestuosidad, en su blasón sobre el dintel que coronaba la entrada principal, en la puerta ancha de la caballeriza… Pero, como decía, eso llegó después, sólo cuando leí en el rótulo: “Audiencias de la condesa y visita guiada de once a trece, incluso festivos”.
Restaba una hora, pero ya había sucumbido a la curiosidad y tomado la firme decisión de esperar al horario de apertura, aunque dudaba si la audiencia requeriría aceptación previa.
Para distraerme, vagué por aquel lugar perdido de la Mancha, un pueblecito de trazos medievales bien conservados, un lugar donde no había llegado la aniquiladora modernidad.
A medida que transcurría el tiempo comenzaba a notar cierta presión conjeturando sobre los secretos que mi imaginación atribuía a aquella casona.
Inmerso en mis cavilaciones, desperté del letargo cuando las campanadas me alertaron. Un primer momento de confusión, pero enseguida, tornando a la realidad, conseguía orientarme y encaminar mis pasos hacia el objetivo.
En apenas unos minutos me hallaba de nuevo ante aquel caserón. Sin vacilar accioné el llamador de bronce y no tardé en percibir movimientos provenientes de su interior. Parecía que las cosas se desarrollaban de acuerdo a mis deseos.
En cuanto entreabrió la puerta y comenzó a asomar aquella mujer de apariencia octogenaria, de escaso y blanquísimo cabello, y un cuerpo que, a pesar de sus ropajes amplios y desfasados, se adivinaba extremadamente delgado, presentí que ella era la condesa. Sus ojos grandes y negros, instalados en la enjutez de su rostro macilento y apergaminado, transmitían misterio. Su menuda cabeza la tocaba con un viejo sombrero adornado con plumas. Por último, su porte, con claros rasgos y modales de ilustre ascendencia, no dejaban indiferente.
Con una sonrisa sesgada, que interpreté altiva, y sin pronunciar palabra, me tendió la mano con la palma vuelta hacia abajo; entregándola, supuse, para ser besada a la antigua usanza. No quise defraudarla y, si bien es cierto que no llegué a rozarla, sí que acompañé su gesto con una reverencia. Ella modificó su sonrisa; ahora, interpreté, de aparente y discreta satisfacción. Transportado imaginariamente a su época, la que trataba de representar, deduje que me consideraba un siervo encogido ante la presencia de su señora.
Con un gesto inequívoco me invitó a seguirla por un amplio pasillo, empedrado, mal iluminado y de escasa ventilación. Tras sus pasos, caminé despacio, casi a tientas. Me costaba seguirla. No solo por desconocimiento del terreno, sino por sensaciones extrañas e inasibles que, no me importa reconocer, me atenazaban, procurándome un estado de angustiosa alerta.
Sí, es cierto, percibía algo indefinido, tenebroso y denso, que flotaba en el ambiente rancio de aquella vetusta casona. Algo que ejercía una poderosa atracción a adentrarse en el peligro y que, a su vez, pugnaba con el deseo reprimido de huida.
—Pase usted a la derecha —dijo la condesa, deteniéndose en seco, con un delicado hilillo de voz.
El entorno en penumbra y esa voz que oía por primera vez me produjeron escalofríos. Traté de sobreponerme. Llené los pulmones de aire, de aquél aire estancado, de otro tiempo. Me volví con temerosa cautela para confirmar que era la misma persona. Inconscientemente necesité asociar su voz a su figura. Quizá con el propósito de familiarizarme, de ahuyentar temores. Es ella y ésa es su voz, me dije, nada fuera de lo común.
Con el brazo extendido y la mano abierta señalaba en dirección a la pieza que quedaba a su diestra.
No exento de recelo empujé la pesada puerta. Una mole de madera labrada, coronada por un arco ojival. En su interior reinaba la oscuridad. Me detuve. Captó mi indecisión y, con premura, se me adelantó escurriéndose con agilidad, a pesar del ropaje, por el estrecho espacio que mediaba entre la jamba derecha y mi petrificado cuerpo.
Prendió un candelabro y conseguí entrever de nuevo su menuda figura moviéndose de un lado a otro con soltura y eficacia hasta encender seis candelabros situados estratégicamente, supuse, para iluminar por igual todo el espacio de la estancia.
Permanecí clavado en el vano de la puerta sin decidirme a entrar, observando. Todo aquello se me antojaba un espectáculo anacrónico y fantasmal, una visión ajena a la realidad, al menos a las realidades que yo conocía. Las llamas titilantes de las velas permitían entrever una sucesión de retratos al óleo de rostros bigotudos, en colores parduscos, perfectamente alineados en tres de las cuatro paredes, que debían representar, pensé, los ancestros masculinos de una rancia familia. La cuarta pared, cuya altura, de al menos cuatro metros, estaba cubierta enteramente por armas de fuego de tamaños diversos y, supuse, de distintas épocas.
—Acérquese, joven. Venga y siéntese —dijo, con aquella voz suya, fría, heladora, de ultratumba, sacándome de mi ensimismamiento—. Le referiré la historia de nuestro apellido —continuó—. De ese modo, comprenderá mejor las proporciones, los objetos… Después comenzaremos la visita… Nos llevará unos horas —manifestó entrecortadamente con su fino hilo de voz, manteniendo la frente alta y sin dejar de mirarme a los ojos con cierto deje desdeñoso, de pretendida superioridad—. ¡Ah!, antes quiero mostrarle algo interesante.
Las preguntas bullían en mi cabeza y pugnaban por salir. Creí que era el momento, y dije: “¿No se encuentra el conde en la casa?”.
—Mi cónyuge, el señor conde, volverá en unos días. Participa, junto a otros nobles, en una partida de caza –manifestó la anciana en tono solemne, elevando mucho la frente.
—¿Y la servidumbre, señora condesa?
La mujer caviló un momento antes de responder. Después, dijo: “Cuando mi marido se ausenta, dispongo que todos se marchen —afirmó tajante—. Es bueno para el espíritu, ¿sabe? —continuó, tras una breve pausa, en tono reflexivo cambiando el curso de la conversación—. Ahora verá usted. Ya le avancé que le mostraría algo fantástico.
—Necesitará alimentarse, señora condesa —dije, pasando por alto sus últimas palabras.
—Las necesidades alimenticias, a determinada edad, disminuyen hasta extremos insospechables —respondió sin vacilación—. Además, todo el condado, como puede colegir, se encuentra a nuestros pies —añadió.
Sospeché que su forma de eludir mis preguntas directas y el palmario tono altivo constituían un llamado de atención a mi irreverente indiscreción.
Por otra parte, debo confesar que a medida que avanzaba nuestra conversación y la estancia en la casa aumentaba la sensación de incomodidad generándome gradual inquietud. Me sentía transportado a épocas pasadas, que yo lógicamente no había vivido, pero que asociaba a secuencias cinematográficas captadas y retenidas de películas de época.
Pensaba en un escenario ficticio creado para falsos aventureros, que aquella situación respondía a un montaje de película de suspense, cuya trama, jalonada de intrigas, convergería en un asesinato. Por supuesto, falso. Quería creer que de un momento a otro la situación tomaría tintes realistas desplazando esa escenografía delirante, precedido por algún susto de muerte que supondría el culmen de la burla.
Del libro de relatos "Algo que contar" 2011 T.H.Merino
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