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En Betulia se han urdido tantas historias desde su fundación, que si García Márquez las hubiese contado seríamos el escenario de un best seller. Historias plenas de recuerdos hermosos, de añoranzas nostálgicas, de momentos que han marcado una pauta en el transcurrir de nuestro pueblo.
A mediados del año 1.955 era alcalde el señor Luis Alfredo Sierra y sacerdote del pueblo el reverendo padre Néstor Díaz Ballesteros. A su gallardía y empeño debemos la construcción de una gran obra de nuestra historia de la educación: el Colegio Nuestra señora de Lourdes, fundado por Díaz Ballesteros en el año 1.958.
Era habitual que en el pequeño pueblo de entonces los betulianos se reunieran durante la noche a contar historias de espantos y apariciones que veían en caminos, en casas del casco urbana, en fincas, en caminos. Se afirmaba que donde ello ocurría, era muy probable que se hallaran guacas que, de hecho, algunos ya habían desenterrado, especialmente en los campos frondosos que cercaban el poblado.
Antiguamente, cuando llegaba el tiempo de la cosecha cafetera y vendían el producto, los señores recibían a cambio monedas de oro que guardaban bajo tierra. El patrón de cada finca, que llevaba puntual contabilidad en su memoria de pasivos y activos cada año, guardaba las ganancias, cosa que se solía hacer en completo silencio, pasada la medianoche, al amparo de la más completa soledad, a fin de no ser observado ni siquiera por personas de la familia: esposa ni hijos podían tener conocimiento del lugar donde eran escondidas las ganancias. Se hacía en una olla de barro o cobre que anualmente iba cambiando de lugar, ya fuera de la casa, ya dentro de ella. Bajo frondosos árboles solía quedar aquella fortuna y cuando un dueño finca moría repentinamente y sin decir la ubicación de su dinero, se llevaba consigo en el ataúd el secreto del sitio donde estaba su caudal sepultado.
No era habitual que este capital fuera encontrado por familiares, sino que luego de muchos años era descubierto por personas totalmente ajenas a la familia. Algunos de ellos contraían enfermedades al exhumar los tesoros sin el debido proceso de asepsia o de los materiales que llevaban años bajo tierra.
La vereda de San José es una de las más fructíferas que tenía en aquellos tiempos el Municipio debido a la diversidad de cultivos que allí se daban. Allí se ubicaban las fincas denominadas La Victoria y Carrizales, originalmente propiedad de Don Dionisio Prada. Muerto don Dionisio las fincas pasaron a manos de sus hijos don Pedro y don Gil Antonio, personas ilustres de la vereda y del municipio.
La Victoria era una finca muy lucrativa. Tenía bonita casa levantada en dos niveles, paredes de tapia pisada, caña brava, tejas de barro y amplios corredores muy bien concebidos: era una de las mejores viviendas que existían en aquellos campos por estos lares.
Las fincas se encontraban separadas por un pequeño nacimiento hídrico donde comúnmente solían decir los moradores que se aparecía un señor con barba frondosa, vestido de blanco, que desaparecía sumergiéndose en el agua. Otros hablaban de un señor mayor, que, apoyándose en su bastón, cruzaba la finca hasta perderse en un bosquecillo de naranjos ubicado en las afueras de esta casa. Muchos solían decir que era ésta el ánima de don Dionisio Prada que custodiaba el tesoro que había dejado en algún lugar de sus tierras. Todos sabían que allí debía existir una guaca con sus caudales, pero todo quedaba en conjeturas…
A mediados de junio los moradores del área rural acostumbran viajar al pueblo para participar en las ferias y fiestas llevando los productos para el arco floral que los representa en dichas fiestas, notable tradición que aún vigente en Betulia, quedando sus propiedades al cuidado del trabajador de confianza en ese momento.
Era día miércoles. Antes de salir de viaje sus patrones, los trabajadores se fueron a laborar a los potreros y cafetales. En la finca la Victoria laboraba un señor llamado Eliodoro Flórez, quien llevaba muchos años allí. Eliodoro no solía permanecer en la finca, sino en una casa cercana donde vivían sus familiares. Ese día el sobrinito del señor Eliodoro, de tan solo 7 añitos, llamado Jorge Eliécer, decidió irse con él, acompañándolo al trabajo para que su tío le enseñara las labores. En aquellos tiempos era común que un niño de 7 años ya cogiera un azadón y una pica y se fuera con los obreros al campo a trabajar.
El niño, que había comenzado a limpiar un pedacito de tierra árida en cierto barranco, en un momento le dijo a su tío que veía la oreja de una olleta pero que no era capaz de sacarla. Su tío al ver esto le pidió que se fuera para otro lado a trabajar, que eso podría ser peligroso y que no comentara en absoluto lo que había descubierto y que él, a cambio, le compraría una muda de ropa.
Al llegar a la casa de su patrón el señor Eliodoro comunicó a don Pedro su decisión de abandonar el trabajo, según, porque estaba cansado y quería irse para otro lugar, quizá a otro pueblo, adonde un familiar lejano. Aunque muy extrañado don Pedro por la decisión de su trabajador, le canceló los honorarios y le dijo que no había problema, que en las ferias ubicaría otra persona en disposición de laborar allí.
El día jueves en la madrugada salieron los patrones tanto de La Victoria como los de la finca Carrizales, que acostumbraban a venirse en grupo al casco urbano de Betulia durante las fiestas. Así, entre conversa y conversa se hacía más ameno y corto el trayecto.
En la finca La Victoria se había quedado un señor conocido como Marcos Chucho, y en la de Carrizales un joven llamado Reynaldo Navarro, que tenía tan solo 17 años. Las fincas estaban ubicadas muy cerca, de modo que se podía escuchar el ladrido de los perros de una finca a la otra.
Pasada la medianoche Reynaldo se despertó al escuchar los ladridos de los perros de La Victoria, respondidos por los de Carrizal. Notando que los alaridos en aquella finca no eran acallados decidió dar un grito fuerte (tal era el celular de ese entonces) para preguntar qué sucedía, pero no halló respuesta de Marcos, quien estaba cuidando la finca en ese momento. Entonces Reynaldo se encontró muy preocupado y como había sido una persona que jamás tenía miedo a los espantos, decidió enfocar su linterna y dirigirse hasta la otra finca.
Reynaldo cruzó la quebrada y al llegar vio algo moverse entre un naranjo y un árbol de mandarina, pero no se detuvo, sino que siguió hasta llegar ante aquel bulto negro que veía moverse de un lado a otro.
Reynaldo decidió entonces hablarle al bulto:
──¿Quién anda allí?, ¿quién es? En nombre de Dios o del diablo, ¿qué necesita?── Al ver que no contestaba, le dijo: ──Si no dice quién es, me acercaré a ver su cara.
Entonces le respondió una voz entrecortada, que en tono bajo le decía:
──Reynaldo, soy yo, Eliodoro, que estoy cagando.── Reynaldo se acercó, le ilumino la cara y en verdad lo vio en la posición característica de un hombre que hace del cuerpo en la tierra. Entonces decidió devolverse sin preguntar nada más.
El siguiente día era viernes. Reynaldo decidió desocuparse de todas las labores encomendadas y en las horas de la tarde se acordó que en la finca La Victoria había un guarapo que debería estar en su punto. Desde su juventud a Don Reynaldo le había gustado, de vez en cuando, tomarse alguna totumadita.
Es así que decidió irse para la otra finca y departir un rato con don Marcos Chucho, cuidandero. Al llegar vio algo extraño: Las puertas aún estaban cerradas y los perros estaban a lado y lado de la entrada principal. Decidió llamarlo por su nombre y desde el segundo piso le contestó con un ruido gutural la voz de don Marcos, quien descendía lentamente por las escaleras. Al saludar, Reynaldo lo notó pálido y como asustado. No era capaz ni de hablar y le confesó que la noche anterior lo habían asustado. Que cuando estaba durmiendo los perros ladraron y al asomarse a la ventana desde el segundo piso, vio allí un espanto moverse desde la quebrada hasta el árbol de naranjo y que allí se movía y se movía como si algo estuviera extrayendo del suelo. Después se acercó otro espanto como una luz brillante que enfocaba cosas extrañas. Éste había permanecido allí unos minutos y después se marchó. El otro siguió hasta altas horas de la madrugada, cuando Marcos lo vio alejarse y perderse en la quebradita.
Reynaldo soltó la carcajada. No podía creer que su amigo Marcos fuera tan miedoso, siendo ya una persona mayor, ni él, que tan sólo tenía 17 años. Entonces decidió contarle quién era el dichoso espanto y que lo único que estaba haciendo era defecar bajo el árbol. Pero a Marcos le causó extrañeza. ¿Por qué estaba a esas horas Heliodoro allí, cuando él se había retirado de la finca dos días antes? Entonces se fueron con Reynaldo a mirar el sitio donde la noche anterior vieran el espanto y la sorpresa fue grande al ver en el barranco un hueco. Tenía forma de una olleta que hubiera sido extraída recientemente. Llegaron incluso a seguirle el rastro al espanto y vieron huellas de bolsas, de pedacitos de cabuya y más adelante encontraron una olleta de cobre tirada en el piso, la cual encajaba perfectamente en el sitio donde estaba el hallazgo.
No había duda: Heliodoro se había encontrado una guaca y en ese momento estaría viajando con rumbo desconocido y en el pueblo nadie volvió a tener noticias de él.
Pasados los años se rumoraba en el pueblo que estaba recluido en un leprosorio, lugar donde llevan a todos aquellos que sufren la terrible enfermedad que de éste toma su nombre. Allí alojaban a los enfermos, los condenaban a vivir en soledad y aislamiento para evitar que contagiaran a otros.
Se cuenta que allí murió, completamente abandonado, sin dinero, sin amigos, sin familia.
Por eso, amigos, no piensen tanto en las guacas que dejaron nuestros ancestros, porque lo único que se consigue con ello son enfermedades y maleficios. Mejor sigamos trabajando en la guaca más bella que Dios nos ha dado a todos sus hijos, el más preciado tesoro, denominado “La guaca de la vida y la salud.” Se halla conformada por dos pies y dos manos maravillosas acompañados de una mente poderosa. Con ella podemos construir otra de las guacas más importantes del universo: Una familia.
Sí, amigos, la familia es el tesoro más bello que se puede encontrar en este mundo. Ésa es la guaca más valiosa y hermosa que tenemos todos.
Aunque… ¿les digo un secreto? Que nadie se entere: Dicen que en La Victoria aún está enterrada una paila de cobre inmensa. El señor Heliodoro sólo encontró una pequeña.
Pero, amigos, mejor dejémosla quietecita, es más bello vivir con poco dinero pero con harta salud.
Post scriptum: Espero les haya gustado esta historia. Un abrazo para todos mis amigos, hermanos Betulianos y para todos los amantes de la poesía y las letras que se dignen leer mis humildes creaciones..
Historia contada por mi padre Reynaldo Navarro Rueda.
INFANCIA.
Quisiera devolver el tiempo,
vivir en los viejos recuerdos
los días de mi pulcra infancia
transitando sin pantuflas
entre hermanos y amigos
por las calles empedradas
del terruño idolatrado
que me vio crecer un día.
Contemplábamos allí
en las noches vespertinas,
dos parpadeantes luces
que de Juanarias salían,
destellos que según la gente
decían pertenecer
a inseparables compadres
que sin conocer el porqué
se pelearon una noche
hasta quitasen la vida.
Admirable años,
recuerdos de infancia
pueblo caluroso, lindo
gente colmada de amor y gracia.
Por ti, mi Betulia querida,
por tus montañas heladas
por tu brisa y tu mohán
los hijos que de ti están lejos
evocándote viven
y recordándote están.
Terruño pleno en cada momento
cuánto te extraño y te pienso.
Autor.. Emna Codepi.
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Gracias señor Benjamín por sus palabras que me dejas siempre en mis letras.. Bendiciones y feliz fin de semana.
Gracias señor Cesar por dejarme su opinión y comentario acerca de mi escrito.. Un feliz fin de semana.. Bendiciones..
Me has sorperendido gratamente con tu escrito! sigue produciendo,que eres una piedra de fina orfebreria.
Hay vena literaria. saludos afectuosos.
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