El sonido de los disparos se hacen distantes. Las tropas rusas de ocupación están saliendo de la ciudad, se retiran, un grupo de vecinos y soldados hemos conformado una pequeña célula clandestina de combate, llevamos días encerrados en un oscuro y mal oliente refugio, nos hemos quedados sin pertrechos, salimos en grupos de cinco o seis hombres en las noches, en busca de alimentos, evitamos encontrarnos con patrullas rusas, si esto sucede tratamos de escondernos en la oscuridad y no ser descubiertos, en ocasiones les hemos agredidos, rápidos ataques de guerrilla urbana, luego, al igual que aparecemos, desaparecemos.
Fuera del refugio el silencio es casi absoluto, no tenemos medios de comunicación para saber lo que sucede en el exterior, se me ocurre una idea loca, arriesgada, le propongo a mis compañeros que saldré a buscar información, intentar saber que ha pasado en la ciudad, no visto uniforme, uso la misma ropa de civil que he usado por días, una chaqueta roja oscura, jean y botas, cubro mi cabeza con un gorro.
Observo atentamente antes de salir al exterior, no deseo los soldados rusos descubran nuestro refugio, nos podría costar la vida si nos encuentran, salgo, se perfectamente que recostada a una pared descasa una bicicleta, será el vehículo que utilizaré para moverme y hacer el reconocimiento, quien sabe, quizás consiga algo para llevarnos a la boca.
Monto en la bicicleta, buscando llegar hasta la intercepción más cercana, pedaleo lentamente observando la destrucción que ha dejado la metralla rusa en la ciudad, autos calcinados por el fuego, ruinas de lo que antes fueran edificaciones donde mis hermanos vivían, amaban, creaban el futuro. La desolación y la destrucción marcaban cada giro de las ruedas en mi accidentado camino.
Escucho el sonido de unos vehículos que se acercan detrás de mi, un frio glacial recorre mi espalda; lo acepto, siento miedo, no me atrevo a mirar a mis espaldas, desconozco si los vehículos que se acercan son rusos o de mis hermanos, sumido en un casi terror continúo pedaleando, el primer carro está muy cerca de mí, me alcanza, volteo la cabeza, lo primero que veo son los cañones de sus armas, sus rostros, sus uniformes, no son soldados ucranianos, hablan ruso, logro identificarlos por su acento, son soldados chechenos, son mercenarios comprados por el régimen ruso, son los Kadyrovtsy, pertenecientes a la Guardia Nacional Rusa, la guardia pretoriana enviada por Ramzan Kadyrov, el líder títere de Chechenia, un viejo aliado de Putin.
Les sonrío con una mueca de miedo, el primer vehículo se aleja dando paso al segundo, el tercero, sigo pedaleando muy despacio, como si paseara por un parque de Kyiv un domingo cualquiera de primavera, se acerca el quinto carro, escucho risas altisonantes, temo, sí, tengo miedo y no lo puedo negar, tengo miedo de perder mi vida, de ser tan estúpido de salir a montar bicicleta en una ciudad ocupada, en una ciudad en guerra.
Escucho disparos, al unísono mi cuerpo es atacado por aguijones desconocidos que hincan su furia en mi piel, caigo, mi rostro ha chocado contra el frio asfalto de la calle, entre mis piernas mantengo aferrada la bicicleta, escucho las risas de los soldados, puedo oír como la rueda trasera aún continúa girando sin nadie que nada la impulse, sin nada que la detenga por la fricción.
El día comienza a oscurecer rápidamente, demasiado rápido, alguien grita mi nombre, son mis padre quienes juntos a mis abuelos corren hacia mí, los veo acercarse, no tengo frio, el sol calienta un prado donde el trigo florece, las espigas doradas reflejan la luz del sol, llegan a mi lado, nos abrazamos, volteo el rostro y a lo lejos veo a mi hijo Milos junto a Oxana, tomados de la mano, me dicen adiós, se despiden de mi mientras comienzan a desaparecer.
Respiro profundo, la guerra ha terminado, eso pienso, abrazados, riendo echamos a andar, todos somos felices nuevamente.