Red de Literatura y Cine
Andrés Barba
Editorial Anagrama, Barcelona, 2017, 187 páginas.
La literatura y otras artes y medios de comunicación han cuestionado, en más de una ocasión, la inocencia e inofensiva pureza infantil. Pensemos en novelas como El señor de las moscas (1954) de William Golding que tematiza esos arrebatos de maldad en esas edades preadolescentes o adolescentes. Lo siniestro en el comportamiento infantil ha sido así misma materia a la que ha acudido el cine, algunas veces de forma escalofriante como ocurre con el documental polaco Los niños de Leningradsky (2005) que refleja en imágenes y palabras las arriesgadas peripecias para sobrevivir de un grupo de niños y niñas que, abandonados a su suerte, colonizan, malviven y sobreviven en un estación ferroviaria moscovita.
En la misma línea se mueve la nueva novela de Andrés Barba (Madrid, 1975), República luminosa, ganadora el pasado mes de noviembre del Premio Herralde de Novela. La pieza de Andrés Barba reincide en el mismo tema pero desde coordenadas propias que elevan de forma exponencial el desasosiego y sobre todo las dudas sobre la lógica y la moral de los adultos civilizados ante conductas infantiles gratuitamente malvadas y que abren interrogantes sobre la siniestra otredad infantil.
En una novela de ecos conradianos, un cronista cuenta los hechos que ocurrieron en San Cristobal, una ciudad tropical situada en un lugar opresivo: la selva y el fangoso río Ere que a veces parece un río de sangre. Ese cronista que relata lo sucedido, lo hace desde la distancia temporal de los veinte años que han transcurrido desde que han tenido lugar los hechos, y habiendo participado él mismo en su desarrollo, sobre todo en su investigación y resolución, ya que había llegado a esa pequeña población como responsable de Asuntos Sociales. La acción sucede a mediados de los años 90. Un grupo de niños y de niñas de origen desconocido -se sospecha que algunos han huido de sus hogares, otros han nacido de la misma selva según llegó a escribirse en algún medio sensacionalista, o son hijos del río, tal como piensa un representante de la comunidad indígena ñeê-; treinta y dos en total y comienzan a trastocar la vida de la ciudad. Parecen vivir agrupados en familia sin atenerse a ninguna regla; se comunican a través de un código lingüístico exclusivo derivado del español. Esos niños no eran herederos de nada y por consiguiente se dedican a robar: pequeños hurtos y asaltos y después se volatizan, especialmente por las noches con estrategias que no parecen dirigidas por ningún cerebro, si bien semejan en sus comportamientos, una república como la de las abejas en una panel. Hasta que asaltan el supermercado Dakota haciendo uso de una violencia gratuita, acuchillan a empleados y clientes y dejan dos muertos. La creciente alarma social impulsa a las autoridades a perseguirles, batidas y cacerías infructuosas por la selva. Solamente el cronista encuentra a uno de esos niños que, después de agobiantes y torturantes interrogatorios, le confiesa donde está la ciudad de esos niños: en el subsuelo, en las alcantarillas. Y llega lo peor: el horror de una desenlace en el que los treinta y dos niños pierden la vida.
Andrés Barba enfrenta al lector con monstruos perfectos que ejecutan sus actos sobre las pesadillas y supersticiones de los adultos. Pero entre esos niños y niñas, a pesar de aparecer como símbolos de la otredad funesta, también existe el amor: el amor físico, el amor de camarada, el amor sexual en sus formas más primigenias. De hecho, una de las niñas fallecidas, de trece años, estaba embarazada. Son capaces de inventar una lengua, un código que solamente una niña “civilizada” fue capaz de descifrar, y que había suprimido los tiempos verbales, reduciendo todo al presente: Con trozos de cristal crean su ciudad luminosa y recrean a su manera los enterramientos de la gente civilizada.
Tiene razón el narrador cuando escribe que la infancia es más poderosa que la ficción (página 85), porque de hecho y a pesar de su siniestro comportamiento, desde la ciudad se desea que los niños vuelvan. Y el mundo de la superstición construye su propio ;relato sobre esos infantes asilvestrados; y no pocos niños “civilizados” pretenden comunicarse con ellos y comienzan a poner la oreja en el suelo con la esperanza de captar en el subsuelo los ecos de los selváticos.
La novela mantiene en muchas de sus secuencias una significación alegórica: una fábula moral aplicable a muchas ciudades latinoamericanas y de otras partes del mundo. Ellos son la amenaza, la ciudad parece desamparada ante esa república subsuelista que organizan los niños. Por eso el libro es extremadamente desasosegante, pero al mismo tiempo se convierte en alegato contra la injusta repartición de la riqueza y del bienestar en las sociedades modernas. Recuerdo que esos niños asilvestrados no eran herederos de nada. El mismo río Eré que recorre la ciudad con su agua tan fangosa que parece sangre, adquiere así miso un el valor metafórico de la muerte como de hecho ocurre en el desenlace.
Mas si algo cuestiona Andrés Barba es el comportamiento hipócrita de los “civilizados” habitantes de San Cristobal: la ciudad exige la cacería, el linchamiento de los niños de la selva, pero tras su tráfico final, les erige una estatua y la prensa les rinde honores cada aniversario.
Es acertada y oportuna, en mi opinión la técnica que utiliza el autor: el empleo de la crónica por parte de un narrador que está implicado en los hechos; y narrarlos pasados los mismo y con la perspectiva neutralizadora de un relato impulsivo, merced al paso del tiempo, pero como algo que ha quedado latiendo en la memoria colectica. El empleo de múltiples reflexiones y otros materiales narrativos, sobre todo recortes de periódicos, convierten a la novela en una crónica polifónica. Pero el mayor acierto de la novela, al menos en mi opinión, son los interrogaste que la trama y su desenlace hacen surgir en el lector: ¿cómo se conjugan las categorías entre lo políticamente correcto y la ética dominante con la reacciones brutales de autodefensa y de eliminación de la “plaga” de los niños por parte de ciudadanos “civilizados” de una ciudad encajonada entre la selva y un gran río fangoso?
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“En cuanto a la niña que espía desde la ventana, la joven Teresa Otaño, es casi imposible no imaginársela inmóvil, atenta. Hay en su diario algo mucho reseñable que la fascinación púber por ese grupo de «pequeños salvajes»: el desprecio inevitable que siente ante lo que no puede comprender. Tal vez lo verdaderamente oscuro es que aquella niña representaba un sentimiento colectivo que estaba comenzando allí, en la sensación de que por mucho que los viéramos en nuestras calles, por mucho que especuláramos sobre qué significaba lo que decían o dónde se escondían por las noches, por mucho miedo que les tuviéramos y por muy poco que nos atreveríamos a reconocerlo, aquellos niños ya habían empezado a cambiar los nombres de todo.”
…..
“Cuando entran en el supermercado son las 15.02 según el cronómetro de las cámaras. El guardia de seguridad se interpone en la puerta, da un par de empujones a los primeros niños pero es inmediatamente avasallado por la turban infantil. El perro blanco que acompañaba siempre a uno de los del grupo ladra a uno de los empleados y muerde al guardián. Los cuchillos aparecen casi al instante, algunos arrebatados de la propia sección de ferretería del supermercado, otros de la carnicería y la pescadería. Se ha dicho muchas veces que los niños asesinos componían un grupo reducido dentro de la comunidad, que los que cometieron los asesinatos fueron solo cinco o seis y que el resto mantuvo en todo momento una actitud infantil, una tesis que muy bien podría corroborarse con las imágenes de las cámaras de seguridad (…) Frente a los lácteos, tres niños se dedican a poner cartones de leche en el suelo y a hacerlos estallar saltado encima, otro le vacía u paquete de harina a una niña en la cabeza y la niña se pone a llorar. Un niño sol otario abre un paquete de cereales y se los vacía en la boca mientras otros dos tiran con palos de escoba las botellas de vino. Si todo hubiese quedado ahí, habría sido imposible no mirar esas imágenes sin sonreír, reproducen fielmente el sueño infantil por antonomasia: el levantamiento y la rebelión contra la organización de los adultos. Pero justo en ese instante la sonrisa queda congelada en el rostro. Comienza la carnicería.”
…..
“Casi parece una historia diseñada por la misma mente que hace miles de años entretuvo todas las noches al sultán para aplazar un día más su ejecución: una comunidad infantil encerrada en el corazón de la selva, abandonada a su suerte, tratando de inventar el mundo bajo una bóveda de hojas que apenas permite ver el paso de la luz. El verde de la selva es el verdadero color de la muerte. No el blanco ni el negro. El verde que todo lo devora, la gran masa sedienta, abigarrada, asfixiante y poderosa en la que los débiles sostienen a los fuertes, los grandes quitan la luz a los pequeños y solo lo microscópico o lo diminuto consigue hacer tambalear a los gigantes. En esa selva sobrevivieron los 32 como una comunidad que demostró una resistencia atávica.”
(Andrés Barba, República luminosa, páginas 59, 72-73, 83-84)
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Buen aporte
GRACIAS por darlo a conocer
Saludos
Ignacio
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