La insaciable compradora de zapatos.-

                                         Por: José I. Velasco Montes.     

     Dedicada a L.C. que me ayuda

      a mejorar conmigo mismo en

      el entorno literario.

                                                          

                         “Que me despierte una mañana y me                                                                                                 diga:  ¡No deseo nada más”!

                                                           J. I. Velasco Montes

 

Era una calle larga. Una de tantas en medio de la ciudad situada entre edificios altos que no dejan que la luz del Sol llegue al suelo. El astro brillante que flota allá arriba y que en realidad parece una gota de oro. Los rayos quedan prisioneros en los terrados, ya que la altura de los edificios no deja que los fulgores se derramen hasta el suelo como cataratas. Pero su luz cuajada de tonos dorados lo iluminaba todo con la alegría de un día primaveral. 

Allí están en medio de la luminosidad del elegante escaparate. Gritan con su silencio de voces mudas a las admiradoras que se paran para contemplarlos, Son gritos de belleza y comodidad. Son faros lanzando avisos para las paseantes. Son una plegaria en la que se quejaban de su soledad y con sus denodados quejidos, buscan una dueña que les conceda el cariño y el calor de ella. Son un pregón ansioso mostrando su necesidad de salir y recorrer el mundo llevados por unos bellos pies.

Elevados por los tacones, que se apoyan sobre un taco de vidrio, apenas muestran una aguda puntera, un poco de empeine y la gran embocadura hambrienta de pies. Tres pares idénticos, en tres colores, cada cual más atrayente que el contiguo. Entre cientos de diversos tipos de piel, le llaman la atención los boxcalf y los tres muestran la piel de Ante, lo que los convierte en zapatos de salón de una belleza inenarrable.

 

--¡Son un amor! --Se dice, dejándose llevar por los sentimientos que los zapatos siempre le ocasionan desde niña.

Pero se fija con decisión en los de piel de Ante que son los que más le atraen. Nota que se ha quedado prendada de ellos, totalmente olvidada de los cientos que llenan el escaparate que no le dicen nada. Con el pelo tan breve que no se aprecia, pero con el suficiente para dejar ver las ondulaciones, unos brillos que hacen sus irisadas aguas que dan una personalidad independiente a cada pieza. Tienen vida. Desbordan alegría. Viven nuevos, flamantes, nacidos unas horas antes al salir esplendorosos de sus cajas en dirección a los estantes del escaparate.

Observa los tacones mirando desde un lado. Mitad aguja, mitad seguridad en el apoyo. La grácil curva del conjunto, es en sí misma una obra de arte. El diseño, si bello es de frente, desde los lados hace soñar. El ángulo de caída del pie; las curvas del conjunto; la embocadura sedienta de contenido, le muestra con claridad que, a la par que su belleza y elegancia, sujetaría y mostraría su pie. Las curvas del zapato jugarían con las de su pie. Empezó a soñar en la elegancia mixta y provocadora que competirían entre sí para superarse. Y en esa competición, ambas se fundirían en el ideal de la belleza de su pie.

Pensó que parecen diseñados para ella, pues son exactamente lo que siempre le ha gustado. Ni muy alto el recorrido a lo largo del tobillo, ni muy bajo con tenencia a dejar salir escapado por demasiado suelto el pie. Los ve como la esencia de la perfección, el primor absoluto y, por momentos, empieza a tener claro que también tienen la bondad de una generosa comodidad.

Al mirarlos de forma ininterrumpida, se da cuenta que por momentos se enamora de ellos. Tiene que tocarlos, sentirlos, no puede pasar de largo. Si lo hiciera se acordaría de ellos por toda su vida. Se siente demasiado joven para sufrir tanto tiempo. Queda fija mirándolos llena de una codicia sana, una gula por poseerlos que se corresponde con el hambre de pies que le muestran ellos. Mientras se miraban, notaba que aparecía una clara empatía mutua. Los brillos del ante, le enviaban mensajes con sus brillos tan irisados como constantes en sus virados de colores. Le envían un Morse de colores que ella traduce de forma instantánea.

Pesó y ponderó sus necesidades. Revisó sus ideas. Y lo hizo cien veces, buscando algo que le justificara que otra vez más se repetía que necesitaba “esos” zapatos.

--A fin de cuentas --se dijo iniciando un monólogo que ya le era conocido aunque algo distinto en cada ocasión pero que siempre va lleno de si condicionales con los que trata de justificarse--, apenas gasto nada en mí. Pero… si apenas salgo a la calle que no sea para trabajar, si nunca hago nada fuera del trabajo, de mi casa, de mis niñas, de mi amor. Si mi vida no puede ser más sencilla. Si sólo vivo para los demás, casi nunca para mí.

Trata de decidirse con mil argumentos innecesarios. Sabe que es imposible no tocarlos. Lo necesita hacer, se los lleve o no. E inicia otro monólogo en el que en la luna del escaparate se reflejan los movimientos, apenas marcados, de sus labios al musitar:

--Sólo entraré a verlos. ¡Sólo eso! --Se concede después de una clara lucha interior.

Pero sabe, la experiencia de haber vivido la misma situación cien veces, que tiene la necesidad de tocarlos, sentirlos, acariciarlos, darles un mimo, una ternura que observa que ellos, en los dos ojos de cada par, las enormes embocaduras con la que le miran, muestran esa necesidad del cariño que le solicitaban.

Y entra, entre decidida y remisa.

--¿Qué desea, Señora? --Acude presurosa la dependienta con una mercantil sonrisa desplegada en el mohín de sus labios.

 --Buenos días. Quería ver unos zapatos que hay en el escaparate.

--Muy bien Señora. ¿Cuáles son?

 Su ansiedad por cogerlos, por tocarlos, por acariciarlos, por sentir la sensualidad del contacto en sus manos, le apresura. Da dos pasos hacia el escaparate por el interior y señala decidida con su índice extendido.

--¿Cuál de ellos, Señora?

--Los tres --arranca al fin saliendo del mutismo que la emoción le provoca.

--Son preciosos ¿verdad? --Inquiere la dependienta, hábil y con experiencia en leer en el rostro de las clientes.

 --Saque uno de cada color. Quiero probármelos.

--¿Qué número, Señora?

--¿Calza grande o pequeño esa fábrica? --Inquiere con la seguridad que le concede su experiencia en calzado.

Sabe que es una experta con la posibilidad de jugar con dos números, una dualidad que bien utilizada, como domina, le asegurará un ajuste del pie pleno de comodidad. Es algo que siempre ha cuidado y hace tiempo que no comete un error en ello.

--Calza grande, Señora.

--Tráigame el treinta y siete.

 --Creo que son los del escaparate --indica dudosa--. Ya sabe que ese es el número en el que el calzado es más bonito, pues se corresponde con la mejor talla y la más elegantes de los pies. 

Opina sabiendo que un piropo nunca estorba y ella es una gran comercial.

--¿Qué color, Señora?

--Los tres. --Arranca sin dudar.

--Son preciosos, ¿verdad? --Indica hábil la vendedora.

No responde. Tiene los brazos extendidos en una ansiedad manifiesta de coger lo que desea. Es una ambición sin límite por ellos en un deseo irrefrenable de tocarlos

La muchacha, tranquila y lenta, busca la llave mientras la compradora le agobia con su exasperante intranquilidad. 

--¡Venga! --Le dice entre dientes--. ¡Es para hoy!

La muchacha por fin corre el cristal y con cuidado coge el zapato más cercano. Es el de color verde suave, tan bonito como cualquiera de los otros colores, el oscuro de noche y el crema claro. Para ella, los tres son muy hermosos, y no existe diferencia alguna de belleza entre ellos. En realidad sólo los diferencia el color. Le entrega el más cercano que la clienta no coge sino que se lo arranca de la mano.

Nota el cosquilleo del ante en los dedos. Siente el súbito placer de la correspondencia mutua entre sus manos y el objeto. Aprecia el exacerbado deseo de poseerlos. Nota la ligereza de su peso, pues es claramente una pluma. Observa la agraciada forma de su diseño mientras lo gira para contemplarlo desde todos los ángulos imaginables. Lo flexiona con cuidado, por su mitad, y nota la grácil resistencia que los hace inmejorables para caminar. Y acepta que, una vez más, se esta enamorando de ellos.

Son tan suaves --se dice en un pensamiento que ya conoce, premonitorio de la decisión final que empieza a no rechazar. 

        --Saque uno de cada color --indica con claridad--, quiero probarme los tres.

        La dependienta va a decir algo, pero la mirada de la clienta le detiene y obedece sin indicar que son del mismo número y con uno que se pruebe será suficiente.

        Se sienta y se descalza. Lleva medias, lo que le facilitará la entrada. Mete el pie con la elegante facilidad que le concede la costumbre. Y lo mira puesto, moviendo el pie y la pierna, incansable mientras sus ojos devoran su sueño.

        --Tráigame, por favor, los tres pares. 

        Y los prueba por parejas, cruzando los colores, camina con ellos y se mira en el inclinado espejo que, sobre la pared del suelo le permite verse sin dificultades los pies. Sin prisas, lo hace saboreando lo que ya sabe que será suyo. Lo percibe pues, al entrar el pie en el primero y sentirse cómoda, ha aceptado que es ineludible, imposible, como ya le ha ocurrido tantas veces, resistirse a la tentación de la maravilla de zapatos que tiene tan cerca.

Disfruta de un paseo que le saca de las alfombras de la tienda para caminar, más en la realidad, sobre el mármol que hay en el suelo por el resto de la tienda.

        La dependienta la mira en un estudio de posibilidades. La ve cambiar de colores, haciendo varias combinaciones. Trata de forma inconsciente de averiguar cuál es el color que, finalmente se llevará. Llena de impaciencia pregunta.

        --¿Qué color le gusta más?

 

        --Los tres, me voy a llevar los tres pares. Vaya guardándolos en sus cajas y haciéndome la factura.

        La dependienta alza las cejas dominando apenas su sorpresa. No entraba en sus cálculos el darle salida a los tres pares. Queda aún un color que no ha visto y que ofrece.

        --Tengo otro color, ¿lo quiere?

         --No, si es el rojo Burdeos.

        --Sí. Ese es.

        Y los zapatos van entrando en sus cajas una vez metidos en las bolsas de tela con cierre de cordón. Un detalle que los aleja del roce y del polvo, lo que le indica que son de un fabricante de calidad.

        --¿Cuánto es?

        El repiqueteo de las teclas y finalmente el ruido de la impresora que escupe el ticket, rompen el silencio de la tienda.

        Observa el ticket con sorpresa inicial, y recuerda que no sabía su precio. Ni siquiera lo ha preguntado. Mientras sigue mirando la cifra, alta, de tres dígitos, en un susurro interior se dice:

        --Más caros los ha pagado. ¿Te vas a asustar?

        Abre el elegante bolso negro, saca su grande y alargado monedero, y le entrega la tarjeta VISA.

        --¿Me da, por favor, el DNI? Tenemos esa costumbre para proteger a nuestros clientes.

        Terminado todo y cuando va a salir, la dependienta indica:

         --Señora, vuelva por aquí cuando guste. Traemos modelos nuevos y originales con mucha frecuencia.

        --Puede estar segura que lo haré. 

        Y se marcha satisfecha, caminando lentamente, mientras ojea los escaparates al pasar y se detiene, en una clara muestra de interés, ante las exposiciones de otras zapaterías.

        --Es mi sino --se dice--, nada me gusta tanto como un par de zapatos.

        Y finalmente llega a su casa. Lleva una gran bolsa plena de zapatos. La abre y saca cada uno de los pares y los coloca sobre la mesa. Los mira y los remira. Los ordena por colores, los cruza en dos grupos, muy juntos comparando colores y tonalidades 

        Se encuentra más que satisfecha. Ha sido una gran compra. Los disfrutará sin la menor duda. Durante años adornarán sus pies, le harán sentirse plena de satisfacción, con ese placer que produce el saber que tiene lo que deseó y consiguió.

        Abriendo el armario en el que guarda su gran colección de zapatos, los coloca juntos en un espacio libre entre otros muchos, de gran calidad y belleza que, en su momento, fueron una primicia como los que acaba de adquirir.

        --Mañana estrenaré los de color crema, que son los más bonitos. --Indica en voz alta, hablando consigo misma, en una clara intención que debe llevar a cabo.

        Y tras cerrar la puerta, marcha hacia la cocina para preparar la comida. Mientras lo hace no deja de pensar en ellos. Cuando tiene un rato durante los guisos y las frituras, se acerca al zapatero y de nuevo los contempla, los saca con un exquisito cuidado de no rozar la piel de ante, los observa y los compara con los anteriores.

        Sabe que, durante días, los disfrutará con los pies, con las manos y con los ojos. Son su gran satisfacción, antes que, en otra salida, encuentre otras parejas que llamen su atención y vuelva a revivir lo que, apenas hace unas horas, ha sentido y disfrutado. 

        Pero eso es otra historia. 

 

                                                   Marbella: Julio - 2017

 

F I N.

 

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