Red de Literatura y Cine
Sergio Galarza
Editorial Candaya, Avinyonet del Penedès (Barcelona), 2014, 205 páginas.
He tenido la fortuna de haber podido seguir con delectación y ojo crítico los dos anteriores volúmenes, Paseador de perros y JFK con los que Sergio Galarza (Lima, 1976) trazó la mayoría de las pinceladas de su mural costumbrista de Madrid, territorio de la desolación, que ahora convierte en trilogía con este nuevo libro, La librería quemada. Una trilogía sobre Madrid, que lo es a la vez, como el mismo autor nos hace saber, una trilogía sobre las intemperies de nuestro tiempo: “Una trilogía sobre el mundo laboral, el trabajo marginal visto sucesivamente a partir de un paseador de perros, del mundo de la prostitución y de un librero”.
Con La librería quemada Sergio Galarza cierra su ácida pero realista visión de nuestro tiempo, en el que una buena parte de los seres humanos nada pueden hacer contra su destino, como afirmaba el protagonista de JFK. Y lo hace reflejando el mundo de los libreros, un sector que conoce sobradamente pues el autor trabaja como dependiente de una gran librería madrileña que en la novela se llama precisamente así, “La Gran Librería”. Es pues Sergio Galarza testigo privilegiado de cómo la sempiterna tormenta de la crisis afecta a los libros y a los que los venden, libreros que, con excepción de los que trabajan en grandes superficies que siguen acumulando ganancias, son víctimas de salarios de miseria, de condiciones de trabajo inhumanas, rutinas, miedo a los despedidos y todos los dramas que pueden recaer sobre los seres humanos. Por eso mismo, esta novela, este mural nada complaciente, tejido con hilos ficcionales y otros extraídos de la inclemente realidad, pone punto y final a esta saga de una ciudad mucho más desabrida de lo que uno puede imaginarse.
La librería quemada acumula en su haber no pocas virtudes narrativas. Quizás la más relevante, en mi opinión, es la de hacernos ver que una librería es un espejo de la sociedad. Un retrato de la sociedad de nuestro tiempo que no solo sufre o goza la o con la crisis, sino algo más: un remolino de historias personales que encierran en sus brumas dramas, tragedias, insatisfacciones, ilusiones insatisfechas, calvarios de todo tipo y hechura. Por La librería quemada transita un amplio registro de personajes -de ahí el carácter coral de esta novela en contraste con los anteriores volúmenes de la trilogía-: empleados, jefes, jefazos, clientes…un elenco variopinto. Y el escritor observa este mundo y lo que halla en poco se diferencia de un cementerio de ilusiones, perfecto diagnóstico de los puntos cardinales hacia los que apunta la sociedad de nuestros días.
Mas el peso de la trama recae sobre todo en los dependientes, aterrorizados todos ellos por la llegada de los viernes porque es el día de los despidos y contra eso no existen antídotos válidos. Además La Gran Librería -les dice a sus empleados- no tiene dinero para contratar a más personal indefinido con cuarenta horas y por eso recibe a chicos becarios o en prácticas de formación profesional con veinte horas, pero le sobra el dinero para despedir a quien quiera (página 169). Jefes que actúan como enfermos bipolares; el recorte de todos los planes y regalos; la lucha contra los ladrones de libros, tipos que roban libros caros porque su mujer los ha dejado y no saben qué hacer; la misma librería que hoy se ha convertido en un mundo hostil para los amantes de los libros, porque ya no es una librería sino un centro comercial para la venta de lectores de libros electrónicos y artículos de merchandising; los enfrentamientos con los clientes simplemente porque falta el libro que buscan. Clientes muy peculiares que Sergio Galarza diseña con firmes trazos irónicos, pero también con puntadas de compasión. Muchos de ellos, almas desesperadas que buscan cura para su tristeza con menos de cien páginas en la tercera planta que cobija los libros de autoayuda. Y sí, compradores cueles y prepotentes que gozan humillando a los libreros.
Y entre los entresijos de esta Gran Librería, hoy en crisis y microcosmos del mundo que vivimos, Sergio Galarza engarza, sin que desentonen, un sin fin de historias personales de empleados y clientes: la Cristo el primer despedido, la de Maruja, la contable viuda con más de treinta años en la empresa, despedida otro viernes, la de Teodoro, un ex seminarista devoto de Franco; Santos, portador de una novela sobre Vallejo que busca inútilmente editor y que apaga sus frustración masturbándose cada noche hasta el agotamiento; Marcial que hace todo lo posible para que lo despidan y pagar con la imaginada indemnización los engañosos caprichos de su novia dominicana; en fin, Carmencita, Lorena, Marisol… con sus soledades, sus solterías. Un conglomerado humano sobrado de problemas sentimentales o enganchado en líos sexuales: sexo salvaje, frenético, descarnado de cualquier brizna sentimental. Hombres infieles que engañan a sus mujeres y acaban percibiendo en sus almas ateridas las dudas heladas del desamor. Un pavoroso elenco de seres humanos, casi todos ellos perdedores excepto los de arriba, los que mandan, que enumeran sus desgracias y que, como antídoto, se inscriben en las páginas de Internet para ligar.
Sergio Galarza le presta especial atención a los dependientes y clientes de la tercera planta donde se halla la sección de los libros de autoayuda, esa droga de los tiempos actuales que la hija de Punset define como “ventana al autoconocimiento interior de las emociones”, pero que en el fondo son inmensos autoengaños o prédicas de resignación y aceptación del destino.
La librería quemada es por supuesto una novela sobre la crisis. Pero, en mi opinión, es mucho más. El autor ha sabido bosquejar con los problemas, elementos y personajes que existen o frecuentan una librería, hoy convertida en centro comercial, un gran retablo tan crudo como descarnado de vidas frustradas y quemadas que le hacen honor al título de la novela. Personajes cuya vida es literalmente una mierda que sepultan sus desgracias en el desamor. Y como en las anteriores entregas de la trilogía, el autor huye de la compasión y de las medias verdades. Sus novelas traducen historias reales, que acontecen cada día en una ciudad donde el gran acompañante es la soledad y la explotación.
El autor tampoco renuncia en este tercer volumen a sus estilo sencillo, exento de artificios, de lirismos -las exaltaciones líricas en esta novela serían una ofensa a la realidad-; un estilo cercano al periodismos narrativo, acompasado de caracterizaciones humorísticas y disimuladas dosis de ironía, reservadas de manera muy especial a los autores que acrecientan la secta de los libros de autoayuda. Para la muestra, un botón: “aquel filósofo de apellido marino que ha publicado una colección de libros para ayudar a los padres a educar a sus hijos” (página 179). Así pues, una voz franca, sincera, que no rehúye ningún tema por duro y escabroso que sea, preñada de inteligente ironía, para retratar la crisis y los infiernos existenciales de las vidas destrozadas de la especie de los “hombres sabios”, antes y después de la actual tempestad.
Francisco Martínez Bouzas
Fragmentos
“Lo siguiente fue la contratación de sicarios en todas las empresas que no cumplían sus objetivos, multiplicándose así los obituarios de empleados. Un despido a los cincuenta años era igual que ser enterrado vivo. Y a los cuarenta, y a los treinta quizás, porque a los veinte solo se es becario, y eso apenas cuenta como agonía. Se multiplicó también el pánico y los empleados quedaron divididos como esquirlas de un hueso tras una paliza. Cuando echaban a un compañero ya no había lugar para la rabia, esa que debía concentrase en un solo puño que tirara abajo la puerta del despacho de los jefes. Los que permanecían en su puesto se alegraban de seguir con vida, construían de inmediato una semblanza breve del ex compañero a varias voces, un retrato que oscilaba entre la querencia y el odio dependiendo de las veces que el despedido les había aceptado un cambio de turno, y luego se ponían a trabajar al miso ritmo de siempre, entre la desgana y la resignación, como si el chaleco azul fuera un grillete.”
…..
“No faltan clientes que llegan pidiendo libros sobre el suicidio. Lorena conoce algunos títulos para psicólogos, ninguno que pueda llamarse serio para suicidas fallidos o familiares o amigos de estos, pero hay uno que no se atreve a recomendar porque pertenece a la autoayuda, le da vergüenza que un cliente crea que ella lo ha leído y que la imagine como una mujer sufrida, y tampoco hace falta si se trata de aumentar las ventas. El poder del ahora del señor Tolle no indica en la contraportada que sea una lectura para suicidas, es uno de esos libros que todos los dependientes de la tercera planta venden una vez al día por lo menos, sin importar la crisis. La gente llega y lo pide, ni siquiera lo hojean, pagan y ya está. Ninguno de sus compradores está sano, según Lorena. Hay algo en sus peinados, en su ropa, en sus gestos una pequeña llama en su mirada que la sumergen en el pasado, en esas mañanas que eternizaba metida en la cama hasta que la urgencia de mear la llevaba al baño, y al mirarse en el espejo se preguntaba por qué no estaba del otro lado.”
…..
“Lorena aún puede recordar las veces que sorprendió a los clientes mirándole el culo a Marisol o distrayéndose con sus tetas de manera mal disimulada. Mientras pagaban. Poco faltaba para que pasaran las tarjetas de crédito por las ranuras de esos escotes tan perturbadores que ni Teodoro se había resistido a echarles un vistazo, aunque en su caso aquel disfrute fuera condenado por la mirada omnipresente de su dios y Santos le preguntaba si se flagelaba después de hacerse una paja. Marisol no es una mujer bonita y le costaba sonreír, quizás por la dureza de sus rasgos. «Parece que hubieras comido cemento», se burlaba Lorena. Tampoco le hacía falta mostrarse simpática, le bastaba con levantar la barbilla para que cualquier cliente entendiera que no le gustaba repetir sus respuestas…”
…..
“Un mendigo negro lee sentado en una banqueta, con la espalda pegada contra la estantería de Perros. Qué mal huele aquel negro, pero nadie le dice nada porque no causa problemas. Lee libros sobre electricidad y electrónica que apoya en su maleta. A ratos se queda pensativo, cierra los ojos y de pronto regresa a la lectura. Santos recuerda que al principio compraba algunos libros. Llegaba vestido con un mono azul de trabajo y con un maletín de metal. Al estallar la crisis dejó de acercarse a la librería y al cabo de unos meses reapareció convertido en mendigo, con los ojos sanguinolentos y la cara lustrosa, saludando a los dependientes con una venia.”
(Sergio Galarza, La librería quemada, páginas 14-15, 119, 139, 193)
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Lo de la transformación a mendigo es impresionante.
Gracias por traernos tan intersante reseña
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