Por Esteban Herrera Iranzo.
En los años cincuenta, durante el gobierno del General Rojas Pinilla, Barranquilla era azotada por una ola delincuencial que se salía de las manos de cualquier autoridad. En efecto, los agentes de “la Chota” (término por el que los ñeros llamaban a la policía y que habían tomado de las películas del cine mexicano de entonces), por citar solo un ejemplo, armados de un bolillo (bastón de mando) o de un Colt caballo calibre treinta y ocho, o treinta y dos, resultaban muchas veces víctimas mortales durante un enfrentamiento con ellos.
A mi corta edad de seis años, viviendo entonces en el barrio los Andes, había visto ya algunos casos muy dolorosos ocasionados por este flagelo, como el de un muchachito de apellido Ortiz, compañero mío de estudios, que había quedado huérfano porque una tarde su padre, viniendo de su trabajo de bracero del Terminal Marítimo, fue atracado por dos hombres armados de cuchillo que no contentos con arrebatarle el dinero que acababa de recibir como pago de su quincena, le asestaron una puñalada en el corazón.
Otro caso que me había impactado mucho fue el de “España”, un sereno (celador nocturno) del barrio que llevaba siempre un revolver con el que espantaba por la madrugada el sueño de los vecinos. En efecto, no había una en que este no lo detonara por lo menos tres veces de seguido, haciendo que los vecinos saltaran de sus camas para ir a la ventana a ver qué era lo que estaba sucediendo. La respuesta que él daba al respecto era siempre la misma: “Acababa de sorprender a un sospechoso intentando abrir la puerta de una casa y cuando le disparó este huyó saltando hacia un patio”. Lo cierto es que aunque los vecinos nunca lograban ver al sospechoso, no lo despedían porque sabían que él, con sus disparos, mantenía alejados a los ladrones.
Una día los vecinos se levantaron extrañados porque en la madrugada no habían oído los disparos del sereno, y al rato se enteraron de que a este lo habían matado a palo en una calle del barrio, y que su revolver no aparecía por ninguna parte.
Algún tiempo después fue encontrado muerto en el barrio Chino el policía que dirigía los juegos de los niños en el parque de los Andes.
Pues bien, en la ciudad eran tan numerosos los casos de robos y asesinatos que podía decirse que no había día que los ñeros no supieran de un caso en el que había resultado victima un conocido.
En los barrios aledaños a los Andes, como Pumarejo, las Tablitas, el Valle y San Felipe, por solo hablar de este sector, era tanta la inseguridad que los vecinos habían conformado unos grupos llamados “Rondas”, que algunas veces resultaban más peligrosos que el mismo hampa, pues se daba el caso de que personas que por alguna razón tenían que pasar por ellos a altas horas de la noche, eran confundidas con delincuentes por estos, y sometidas a castigos muy crueles, como el de ser amarradas a un poste eléctrico y recibir golpes con una cabuya mojada, o el de cogidas a palo físico, o desnudadas y recibir en la espalda quemaduras de una plancha; de modo que cuando la Chota los rescataba de manos del grupo, tenía que llevarlos al hospital.
Una mañana, muy temprano, yo entré a una tienda del barrio a comprar unos panes que mi madre me había ordenado para el desayuno de la casa, y encontré que un borracho madrugador, que tenía una cerveza en la mano, hablaba del tema con el tendero, un hombre cincuentón, oriundo del interior del país, a quien el barrio llamaba cariñosamente don Pablo.
– Esta vaina va a durar hasta el día en que esos desgraciados malhechores se metan con alguien a quien le pese el rabo – decía el borracho.
– ¿Usted cree? – preguntó don Pablo con cierto aire de incredulidad.
– ¡Claro! Quien lo dude es porque no sabe en qué país estamos — respondió aquel a gritos.
Y creo que don Pablo jamás olvidó aquellas frases, pues el cinco de Marzo de ese año (1.954), en horas de la tarde, el niño Nicolás Saade, de solo cinco años, se hallaba en la puerta de su casa del barrio el Prado, acompañado de la domestica de la familia, cuando un hombre apareció frente a esta y le enseñó un sobre del que dijo contenía una carta para Nicolás Saade, padre del niño y quien era el cónsul del Líbano en Barranquilla. La doméstica lo tomó y entró desprevenidamente a la casa, dejando al niño en la puerta.
El cónsul recibió el sobre, lo abrió y leyó una carta que, en efecto, había adentro: “Consiga doscientos mil pesos si quiere volver a ver a su hijo. Pronto recibirá una llamada que le dirá dónde debe llevar el dinero”
El cónsul y la domestica corrieron hasta la puerta, pero el niño y el hombre habían desaparecido.
A los pocos minutos la radio enteraba de la noticia a la ciudad.
A la mañana siguiente la prensa dedicó al caso páginas enteras en las que aparecían fotos del niño, de los padres, un retrato hablado del secuestrador y decenas de suposiciones que al respecto salían de la cabeza de los periodistas y redactores. También hablaban de una reunión del honorable alcalde de la ciudad con los comandantes del SIC (Servicio de inteligencia colombiana), seccional Barranquilla, la policía seccional Atlántico y la segunda brigada. En tanto que la radio, en sus constantes emisiones de la mañana, daba fe de ello haciendo énfasis en que el alcalde había dado cuarenta y ocho horas a estas para que apareciera el niño.
Por su parte, “El Nacional” — un diario vespertino de Barranquilla que contaba con unos vendedores que atraían al cliente mediante el característico grito de: “El Nacional. Con la tragedia el Nacional” –, hablaba de la creación de un grupo especial para la investigación del caso, el cual estaba conformado por cinco de los mejores detectives del SIC y la Policía.
Estos cinco detectives de que hablaba la prensa sin mencionar sus nombres, eran: “El loco Suarez”, “El Tigre Iglesias”, “El Roca”, “El Batista” y “El Niño Dios”; un grupo al que se le conocería desde entonces como “la Mano Negra”
Esa misma tarde un comerciante resultó muerto de un tiro detrás de la oreja muy parecido al que utilizaba la “Patrulla del Alba”, un comando de agentes de la policía que dos años antes había intentado, con poco éxito, acabar con la delincuencia de la ciudad. El hombre, al parecer, había sido torturado y luego ultimado con un “tiro de gracia”, tal como solía hacerlo aquella.
A las siete de la noche de ese día “la Mano Negra” tenía en su poder al niño. Y el secuestrador, Alfonso Echeona Villamizar, un comerciante que contaba con un amplio prontuario delictivo, yacía tirado en la puerta de la casa de su madre con todo el cuerpo quemado con cigarrillo, y el mismo tiro de gracia detrás de la oreja del comerciante de esa tarde.
Me pinto a una abuela de entonces que hubiera estado en la tienda de don Pablo aquella mañana: “Válgame Dios, que el borracho tenía razón”.
Pero la Mano negra apenas empezaba una labor que los barranquilleros no sospechaban. Así que días más tarde aparecieron en la ciudad unos volantes en los que alguien conminaba a la gente a no salir de noche a la calle sin una causa justificable, si querían evitarse problemas. De la misma manera conminaba a los jueces a prestar una mayor atención a los informes que la policía aportaba a los casos criminales.
Poco después comenzaron a aparecer decenas de cadáveres de reconocidos delincuentes de la ciudad en cercanías de la Vía cuarenta y en “la Remonta”, un monte ubicado en el lado Este del barrio los Andes, en el que ciertamente, años atrás, había quedado la remonta del ya trasladado batallón la Popa, y al que a diario íbamos niños del barrio a cazar Chirríos, Torcazas y Tierrelas.
Fueron muchas las veces que, con las jaulas en la mano, nos tocó echar a correr de pánico al ver que, a un lado del ancho camino que dividía al monte, se encontraban cadáveres a los que los gallinazos les habían comido la cara y parte del cuerpo.
Y es que para la Mano negra un delincuente no tenía más derecho que a lo que se había ganado: ¡Un plomazo! Y lo perseguía aun estando preso, como sucedió con el Águila Negra, un delincuente que vivía en San Isidro y que se caracterizaba por ser extremadamente sanguinario con sus víctimas de atraco. Este hombre atracaba y hacía con sus víctimas cuanto se le venía en gana; muchas veces hasta matarles. Y lo que parecía aun peor: No había quien se atreviera a denunciarlo por miedo. La Mano Negra, que lo andaba buscando afanosamente, supo un día que este se hallaba preso en la cárcel municipal, y fue a ella y lo sacó sin ninguna resistencia de la guardia, lo mató y lo votó en la Remonta. Y nadie denunció nada, precisamente por miedo.
Ya a mediados del año cincuenta y seis, la Mano negra había matado a más de un centenar de delincuentes; todos torturados de una manera desalmada. La razón parece ser que una vez ellos capturaban a alguien que andaban buscando, le sometían a toda clase de castigos para que “cantara” quiénes eran sus compañeros de andanzas, pues es evidente que su misión ya no era la de investigar sobre un caso determinado, como había ocurrido con el secuestro del hijo del cónsul, por ejemplo, sino la de exterminar a cuanto delincuente había en la ciudad. Por esto, cuando uno de ellos aparecía muerto, ya todo el mundo sabía quiénes le seguirían.
La chota y el Sic., por su parte, realizaban investigaciones y aportaban al grupo, datos con los que apoyaban sus acciones.
De esta manera, podría decirse, que, aunque era de público conocimiento el que los miembros de la Mano negra eran agentes activos de estos dos estamentos, nadie podía demostrar que el exterminio procedía de ellos.
Mas, las cosas no eran tan fáciles para este grupo. Una noche de finales de Octubre de ese año (1956), mientras ellos perseguían a un ladrón en las “Tablitas” —, un barrio al sur de los Andes, que hoy cuenta con otro nombre, y del que se decía había sido poblado por inmigrantes de los años treinta que no habían podido ubicarse en San Isidro —, fueron atacados a bala por Tomás y William Salgado, dos hermanos delincuentes de alta peligrosidad, que no se separaban ni para ir al baño, y que años antes se habían batido a balas contra la Patrulla del alba –. La Mano negra respondió agresivamente al ataque, y, saltando patio tras patio detrás de ellos, que seguían disparando, los persiguió hasta el barrio el Valle, donde supuestamente vivían, y allí los perdieron de vista. El resultado de esta balacera fue de un perro muerto y otro herido. Los animales, como fieles guardianes de sus patios, habían agredido a los actores del conflicto y estos les dispararon.
Los Salgado se escondieron en tal forma que parecía que se los había tragado la tierra. La Mano negra continuó entonces su rutina de ajusticiamientos, esperando, desde luego, el momento oportuno para expulsarlos de este mundo.
Hacia diciembre de ese mismo año, la Mano negra torturó y mató a dos hombres que arrojó en la Remonta, según decía la gente porque los había confundido con dos atracadores que tenían azotados a los vecinos del barrio Nueva Granada y que días antes habían atracado a plena luz del día a un viejo albañil que transitaba por la Remonta con un aguacate en la mano, y al ver que no llevaba dinero lo violaron y le restregaron la fruta en la cara.
El caso pareció agrandar las sospechas de la gente, en cuanto a que la Mano negra venía “extralimitándose” en su labor exterminadora, ya que unas semanas atrás había aparecido en los alrededores de la obra negra de la Cárcel del bosque, el cadáver de un joven con huellas de tortura, de quien sus familiares y vecinos aseguraban que no tenía antecedentes criminales.
La Mano negra, no obstante, continuó su labor, pero ya en una forma más cuidadosa, como si hubiera empezado a prestar mayor atención a la opinión de la gente.
Un día el grupo se hallaba en una tienda, departiendo unas copas, cuando llegó hasta ellos Ortega, un cabo de la policía, amigo de ellos, y dijo al Tigre Iglesias que quería hablar un asunto con él. Este, en efecto, se retiró de sus compañeros y caminó con él hasta mitad de cuadra y se detuvieron. Allí Ortega hizo un reclamo a Iglesias sobre un problema que este había tenido con un familiar suyo. Iglesias, al parecer, le contestó de mala gana, lo cual ocasionó una discusión entre ellos, con gritos de ofensa de parte y parte, a tal punto que Ortega, cegado de rabia, sacó un revólver que llevaba en la cintura y disparó dos veces contra Iglesias, ocasionándole la muerte.
Cuando el resto del grupo se percató de lo ocurrido, corrió hacia ellos, pero Ortega echó a correr hasta una tienda, entró en ella, y, con el revólver en la mano, se escondió detrás de una de las puertas. Los compañeros de Iglesias llegaron a la tienda, también revolver en mano, y al no verlo preguntaron al tendero por él, pero, antes de que este respondiera, un niño, que se hallaba de compras, señaló con la mano hacia la puerta en que se encontraba. Varios tiros se oyeron entonces y Ortega cayó sin vida detrás de ella.
La muerte de Iglesias fue determínate en la desaparición del grupo semanas más tarde, pues era él quien imponía el respeto entre sus compañeros y, además, el que comandaba las acciones.
La Mano negra, en efecto, desapareció unos meses antes de la caída de Rojas Pinilla (10 de Mayo de 1.957), dejando a los ñeros una experiencia confusa y traumática, y a cada uno de sus ajusticiados, aun cuando muertos, una pregunta morbosa: ¿Era esto lo que usted quería?
No sobra decir que, en un principio, quienes ignoraban los hechos que llevaron a la creación del grupo, no asociaban a sus miembros con la policía sino con el Sic., pues era común oírlos decir, cuando se referían a un funcionario cualquiera de esta entidad: “Ese hombre trabaja con el Sic. de la Mano negra”, o bien cuando se referían a un ladrón: “Ese tipo ha dado tantos problemas que un día va a tener que vérselas con el Sic. de la Mano negra”. Cosa diferente sucede hoy con personas que por no haber oído hablar del Sic., mencionan a aquellos como una agrupación meramente de la policía.
Hay que mencionar también, que, muchas veces el Sic. y la policía, asignaban a uno que otro agente para que colaborara de una manera esporádica en los procedimientos de la Mano negra, y que, algún tiempo después de desaparecida esta, y aún el Sic., se dieron en la ciudad algunos casos de exterminio masivo de delincuentes, que la gente asoció con “su reaparición”. Uno y otro caso llevaron a gran parte de la población a señalar, de manera errónea, a muchos agentes de la policía, de algún renombre, como miembros de ella.
Fin.
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